El reino escondido (Alas de fuego 3)

Tui T. Sutherland

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Los cinco dragonets estaban peleándose. Otra vez.

Las escamas verdes, rojas y doradas brillaban bajo la luz del sol del amanecer, mientras los jóvenes dragones corrían a toda velocidad entre las rocas, lanzando destellos a su alrededor con sus garras y dientes. Cinco lenguas bífidas sisearon furiosas. A lo lejos, al pie del acantilado, el mar chocaba contra la arena con un sonido rápido y amortiguado, como si no quisiera competir con los gritos de los dragones.

Era vergonzoso. Eso es lo que era. Nautilo alzó la cabeza y miró, incómodo, al enorme dragón negro que estaba tras él. Los dragonets estaban tan ocupados gritándose los unos a los otros que aún no se habían percatado de su presencia. El Ala Marina deseó poder leerle la mente a Oráculo de la misma forma que, sin duda, él estaba leyendo la suya.

También deseó que hubiera más Garras de la Paz a su alrededor, pero cuando se corrió la voz de que el Ala Nocturna iba a hacerles una visita, la mayoría de ellos había encontrado alguna misión urgente de la que ocuparse en otro lado. Aquella mañana, la guarida del movimiento por la paz de los Garras, situada en los acantilados al lado de la costa, estaba prácticamente desierta. De vez en cuando, algún dragón asomaba el hocico desde una de las cuevas, miraba a Oráculo y, al instante, volvía a desaparecer.

Los cinco dragonets eran los únicos que se encontraban en la cima del acantilado. Había más dragones jóvenes viviendo con los Garras de la Paz, pero no se veía a ninguno de ellos por ningún lado.

Aunque, por lo visto, nadie parecía dispuesto a avisar a los dragonets de la llegada de Oráculo ni de que iban a ser inspeccionados.

—Bueno —comentó el Ala Nocturna—. Tienen mucha... energía.

—Solo son un plan de refuerzo —le dijo Nautilo a la defensiva—. Nadie pensó que al final los fuéramos a necesitar. Al menos, no a todos. Creímos que quizás a uno o a dos, si algo les pasaba a los originales. No los hemos entrenado demasiado.

—Ya lo veo.

Oráculo entrecerró los ojos cuando vio a Víbora, la Ala Arenosa, tropezar con una grieta y al Ala Lodosa trastabillar tras ella y caerle encima.

Con un siseo, Víbora se dio la vuelta rápidamente y le mordió la cola a Ocre, que dejó escapar un aullido quejumbroso.

—Discúlpame —soltó Nautilo.

El Ala Marina sabía cómo acabaría todo aquello. Se acercó a los dragonets, agarró a Víbora de las orejas y quitó a Calamar, el pequeño Ala Marina verde, de en medio antes de que cualquiera de los otros pudiera prenderle fuego a su cola.

—¡Parad! —siseó Nautilo—. ¡Os están observando!

Fulgor, el dragonet Ala Celeste rojo, cerró la boca y miró a su alrededor, inspeccionando las retorcidas rocas del acantilado. Oráculo dio un paso al frente, dejándose ver bajo la luz del amanecer e inclinando majestuosamente el hocico hacia ellos.

—¡Lo sabía! —cacareó Profecía, la pequeña dragonet Ala Nocturna. Se bajó de un pilar de piedra y batió las alas, orgullosa—. ¡Sabía que un Ala Nocturna iba a venir a vernos! ¿No os dije que esto pasaría, chicos?

—¿Ah, sí? —preguntó Ocre, rascándose su enorme cabeza marrón.

—No —contestó Víbora.

—Yo creo que no —añadió Calamar, que aún seguía escondido tras la espalda de Nautilo.

—Aunque lo hubieras hecho, también predijiste un terremoto, un nuevo Garra de la Paz y algo para desayunar esta semana que no fueran gaviotas —le dijo Fulgor—. Y ya que nada de eso ha ocurrido, puedes deducir por qué hemos dejado de escucharte.

—Bueno, lo sabía —dijo Profecía alegremente—. ¡Lo vi con mis poderes! Y también preveo que nos ha traído algo maravilloso para desayunar. ¿A que sí? —le preguntó a Oráculo.

El Ala Nocturna parpadeó lentamente.

—Esto... Nautilo... ¿Podemos hablar, por favor?

—¿Puedo ir yo también? —preguntó la dragonet negra, acercándose más a Oráculo—. Nunca había conocido a otro Ala Nocturna. Aunque, claro, siento una conexión psíquica brutal con toda nuestra tribu.

—Tú quédate aquí —le contestó Oráculo, poniéndole una garra en el pecho y empujándola de nuevo hacia los otros dragonets.

La Ala Nocturna se sentó y se enroscó la cola alrededor de las patas con un bufido de indignación.

Oráculo se alejó entre las rocas, hasta donde nadie pudiera oírlo. Cuando se giró, se topó con Nautilo justo detrás de él. Para disgusto de Oráculo, Nautilo tenía al pequeño Ala Marina, Calamar, agarrado a la cola. El Ala Nocturna le lanzó al dragonet una mirada de desaprobación.

—No puedo dejarlo solo con ellos —le explicó Nautilo—. Cuando no los estoy vigilando, uno de ellos lo muerde.

—O todos —bufó el pequeño dragón verde.

Oráculo deslizó la lengua dentro y fuera de la boca, pensativo.

—Lo que está claro —dijo el enorme Ala Nocturna tras un momento de silencio— es que haber dejado a los dragonets de la profecía al cuidado de los Garras de la Paz ha sido un error. Tanto a los verdaderos como a los falsos.

—¿A quién? —preguntó el dragonet.

—Silencio —le ordenó Nautilo, tapándole el hocico al dragonet con una garra. Miró a Oráculo a la cara y añadió con rapidez—. Acuérdate, Calamar. Ya os hemos hablado de la profecía. ¿Te acuerdas de la guerra en la que están involucradas todas las tribus?

—¡Esa que queréis parar! —dijo Calamar—. ¡Porque somos los buenos! ¡Queremos la paz!

—Correcto —le dijo Nautilo—. Casi correcto. La profecía dice que los cinco dragonets eclosionaron hace más o menos seis años. Un Ala Marina, un Ala Celeste, un Ala Lodosa, un Ala Arenosa y un Ala Nocturna serán los encargados de terminar esta guerra. Ellos serán los que elijan qué hermana debe reinar: Brasas, Ampolla o Llamas.

—Vaya —soltó Calamar—. Oye... ¡yo eclosioné hace más o menos seis años!

—¿En serio? —le preguntó Oráculo—. Apenas tienes el tamaño de un dragonet de tres.

—Pero tengo una gran personalidad —le informó Calamar, como si se lo hubieran repetido tantas veces a lo largo de su vida que estuviera seguro de que todo el mundo lo sabía.

—Y tus amigos también tienen unos seis años —añadió Nautilo con rapidez.

—Ellos no son mis amigos —murmuró Calamar—. Son todos unos abusones. Excepto Profecía, que simplemente está loca.

Oráculo miró de nuevo a Profecía, la dragonet Ala Nocturna: estaba sentada encima de una columna retorcida de roca, tan inclinada hacia ellos que corría el riesgo de perder el equilibrio y caerse al suelo.

—Bueno, Calamar —le dijo Nautilo—. ¿Y si te dijera que eres uno de los dragonets de la profecía? ¿Qué pensarías de eso?

El dragonet le dedicó a Oráculo una mirada astuta.

—¿Tendría un tesoro

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