Sandokán 1 - Los tigres de Mompracem

Emilio Salgari

Fragmento

Índice

Índice

Capítulo 1. Los piratas de Mompracem

Capítulo 2. A Labuán

Capítulo 3. Tigres y leopardos

Capítulo 4. La Perla de Labuán

Capítulo 5. La cacería del tigre

Capítulo 6. La traición

Capítulo 7. La caza del pirata

Capítulo 8. Giro-Batol

Capítulo 9. Regreso a Mompracem

Capítulo 10. El cabo inglés

Capítulo 11. La expedición a Labuán

Capítulo 12. La cita nocturna

Capítulo 13. Dos piratas dentro de una estufa

Capítulo 14. A través de los bosques

Capítulo 15. Hacia la bahía

Capítulo 16. Preparando la emboscada

Capítulo 17. Yáñez en la villa

Capítulo 18. Hacia Mompracem

Capítulo 19. La reina de Mompracem

Capítulo 20. El bombardeo de Mompracem

Capítulo 21. En el mar

Capítulo 22. Prisioneros

Capítulo 23. En aguas peligrosas

Capítulo 24. La última batalla del Tigre

Capítulo 1. Los piratas de Mompracem

CAPÍTULO I

Los piratas de Mompracem

La noche del 20 de diciembre de 1849, un violento huracán se desencadenó sobre la isla salvaje de Mompracem, un lugar de siniestra fama, por ser guarida de piratas, situado en el mar de Malasia, a poca distancia de la costa occidental de Borneo.

Empujadas por el fuerte viento, negras masas de nubes corrían por el cielo como caballos desbocados y, de vez en cuando, soltaban furiosos aguaceros sobre los oscuros bosques de la isla. En el mar, enormes olas se elevaban y chocaban entre sí, causando un estruendo que se confundía con el estallido de los rayos.

No se distinguía luz alguna en toda la isla, ni en las cabañas, ni en las fortificaciones, ni en las numerosas naves ancladas en el muelle, ni bajo los bosques, ni sobre el mar agitado. Solo dos puntos luminosos, dos ventanas iluminadas, brillaban en la cima de una altísima roca cortada sobre el mar.

¿Quién podía ser el que velaba a esas horas y con semejante tormenta, en la isla de los sanguinarios piratas?

Sobre un laberinto de trincheras y caminos, se alzaba una magnífica cabaña, coronada en lo alto por una bandera roja con una cabeza de tigre en el medio. Había una habitación iluminada. Sus paredes estaban cubiertas de tapices rojos, terciopelos y bordados de gran valor, pero a la vez deshilachados, manchados y rotos.

En medio de la habitación había una preciosa mesa de ébano con incrustaciones de nácar y plata, repleta de botellas y vasos del más puro cristal. Por todas partes se veían tesoros increíbles: joyas de oro, preciosos objetos sagrados, perlas provenientes sin duda de las famosas pesquerías de Ceilán, esmeraldas, rubíes y diamantes, que brillaban como si fueran soles bajo los reflejos de una lámpara dorada colgada del techo.

A un lado de la habitación había un diván turco con algunas tiras de tela arrancadas. En otro, un piano de madera con el teclado gastado. Y, alrededor, en absoluto desorden, alfombras, espléndidos trajes, cuadros, lámparas rotas, incontables botellas y armas de todo tipo.

Y en esta habitación tan raramente decorada había un hombre sentado en un viejo sillón. Era alto, esbelto y de poderosa musculatura, de una extraña belleza. Tenía largos cabellos hasta los hombros y una barba negra que le rodeaba el rostro ligeramente bronceado. Su frente era amplia y estaba sombreada por dos magníficas cejas arqueadas. Su boca era pequeña y mostraba unos dientes afilados como los de las fieras. Sus ojos, negrísimos, desprendían una luz fascinadora, que quemaba y hacía bajar la vista a quien le mirase.

Desde hacía unos minutos, había permanecido inmóvil, con la mirada fija y las manos apretadas sobre la cimitarra que le colgaba de su faja de seda. Hasta que un fuerte ruido producido por el aguacero le hizo reaccionar. Se echó hacia atrás los largos cabellos, se recolocó sobre la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante y se levantó de un salto.

—Es medianoche... —murmuró—. ¡Medianoche y todavía no ha vuelto!

Salió al exterior y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía furiosamente el mar. Con los brazos cruzados, firme, aspiró con fuerza el aire tormentoso mientras miraba al mar. Después se volvió lentamente y entró en la cabaña.

—¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Afuera el huracán y yo aquí dentro! ¿Cuál de los dos es más terrible?

Deslizó los dedos por el teclado del piano sacando de él unos sonidos rápidos que tenían algo extraño, salvaje. Luego las notas se fueron volviendo más suaves y lentas hasta que los silbidos del viento y el ruido de los truenos las apagaron.

De repente, volvió la cabeza hacia la puerta que había dejado medio abierta. Escuchó con atención durante un momento, y salió de nuevo hasta el borde de la roca. Bajo la luz de un relámpago, divisó una pequeña embarcación, con las velas casi recogidas, que entraba en la bahía y se confundía entre los navíos allí anclados.

El hombre se llevó un silbato de oro a los labios y dio tres pitidos agudos. Enseguida le respondió otro silbido.

—¡Es él! —exclamó emocionado—. ¡Ya era hora!

Cinco minutos después, una persona envuelta en una enorme capa calada de agua llegaba hasta la cabaña.

—¡Yáñez! —exclamó el hombre del turbante, dánd

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