El Jardín de Cenizas (Serie Ulysses Moore 11)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

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Capítulo 1

La PUERTA de ORO

Justo en mitad del pasillo, en la trasera de la pastelería Chubber, la puerta chirrió. Era una vieja puerta de madera, exactamente igual que otras mil viejas puertas de madera. Si se observaba con atención, la única particularidad era la cerradura ricamente labrada, compuesta por una hoja de metal repujado, arabescos y pequeñas espirales que brillaban débilmente bajo la tenue luz del pasillo.

Se oyó un nuevo chirrido, esta vez más estridente y siniestro, que resonó en la tienda desierta.

Era noche cerrada. Las mesitas de la pastelería yacían amontonadas en un rincón. Más de un dedo de barro, con las huellas de numerosas botas, cubría el suelo. En el mostrador de la tienda había bandejas de plata abandonadas y fuentes

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de aluminio llenas de migas. Un persistente olor a crema, uvas pasas y magdalenas flotaba aún en el aire. La puerta de entrada de la pastelería estaba entreabierta, pero fuera, en la calle, no se veía ni un alma.

Un triste torrente de detritos descendía del corazón del pueblo hasta el puerto. Todas las luces de Kilmore Cove estaban apagadas: las farolas negras que bordeaban la carretera de la costa, las ventanas de las casas, el campanario de la iglesia, que el padre Phoenix tenía la costumbre de iluminar con una lamparilla votiva. También el faro de Leonard Minaxo, que se erguía en la cima del promontorio, estaba esa noche envuelto en la oscuridad. Bajo el brillo tembloroso de las estrellas solo podía vislumbrarse la cinta resplandeciente de las olas del mar.

Kilmore Cove se hallaba a oscuras. Y entre los pocos ruidos que se oían estaba ese chirrido procedente del pasillo de la parte de atrás de la pastelería.

Después un golpe.

Otro más.

Al tercer golpe, la puerta se abrió de par en par.

Salió una nube de moscas, y una ráfaga de aire caliente, húmedo y sofocante.

Por último, dos chicos, que se tambalearon en la oscuridad y se recostaron en la pared de enfrente, exhaustos.

Sin decir ni una palabra, cerraron la puerta a sus espaldas de una patada y empezaron a gesticular con las manos delante de la cara, intentando apartar los insectos.

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La de ORO

Uno de los dos llevaba un gracioso yelmo de hierro con forma de coco, abollado por un lado, y unos pantalones de cosaco, rojos y amarillos, sujetos a las rodillas por dos grandes hebillas. Iba descalzo y tenía los pies y las pantorrillas llenos de arañazos y picaduras y manchados de barro.

–¡Me están comiendo vivo! –exclamó el otro, rascándose furiosamente el cuello y los brazos enrojecidos. Iba vestido con harapos: una camisa deshilachada, unos pantalones de paño hechos jirones y unas desgastadísimas sandalias de cuero–. ¡Son los mosquitos más sanguinarios que he visto en mi vida!

–¡Menudas fieras! –confirmó el chico con el yelmo abollado antes de echar a correr, con su compañero pisándole los talones.

Cuando llegaron al final del pasillo, abrieron la cortina que lo separaba del resto de la tienda y se dirigieron disparados hacia la salida. Aminoraron el paso solo para asegurarse de que en la calle no había nadie que pudiera verlos. Después emprendieron la fuga, dirigiéndose hacia la playa.

–¡Bastaaa! –gritó el chico con la ropa hecha jirones, intentando quitárselos de encima mientras corría. Su cuerpo pálido y lechoso estaba cubierto de minúsculas picaduras rojas. Saltó por encima de los montones de tablas acumulados a los lados de la carretera de la costa y continuó corriendo sobre la arena fría, esquivando una butaca y un banco que se encontró en el camino, para después, finalmente, zambullirse en el mar.

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El otro chico se movió con mucha más calma: se quitó el yelmo abollado, se peinó el pelo pelirrojo y sudado y se dirigió hacia la orilla.

–¿Mejor? –preguntó cuando su amigo salió del agua. –Creía que me volvía loco.
–Insectos de la selva.
–Sí, pero… –El chico dirigió una mirada torva al edificio bajo de la pastelería, un cubo de madera con elegantes adornos–. No imaginaba que estuvieran tan sedientos de sangre… ¡Mira qué cantidad de picotazos!

El chico pelirrojo bostezó, se restregó los ojos cansados y esperó a que su amigo se secara en la orilla.

–Ahora podemos irnos, ¿no? –preguntó al final–. Me estoy cayendo de sueño.

Su amigo asintió, cogió sus andrajos y les sacudió la arena como pudo antes de volvérselos a poner. Luego los dos jóvenes volvieron sobre sus pasos y empezaron a ascender en silencio por la carretera principal.

¡Clanc!, hizo algo dentro de la pastelería.
–¿Has oído? –preguntó el chico pelirrojo, deteniéndose. El chillido de una gaviota. El rumor de las olas. Nada más. –¿El qué?

El chico pelirrojo le hizo una señal para que esperara y se acercó al escaparate de la pastelería. El aire de la noche estaba cargado y era tan denso como el humo. La calle principal de Kilmore Cove se recortaba rectilínea ante ellos, subía hasta el casco viejo del pueblo y proseguía más allá, has

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La de ORO ta la estación de trenes abandonada. Todos los postigos que flanqueaban la carretera estaban cerrados. Todos excepto los de la clínica veterinaria: a través de los cristales se fil

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