El examen final (Escuela de frikis 3)

Gitty Daneshvary

Fragmento

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El final no es el final. Y eso no quiere decir ni mucho menos que el final sea en realidad el principio, ni la mitad, puesto que eso sería de lo más inexacto. Lo que sucede es que el final es mucho más que el punto de conclusión o la línea de meta. El final es más bien un llamamiento a los valientes y reúne a todos aquellos que están dispuestos a embarcarse en una inminente aventura.

Madeleine Masterson, a sus trece años de edad, estaba profundamente dormida con sus negros rizos bien recogidos bajo un gorrito de ducha y sus serenos ojos azules sellados con fuerza para no ver el mundo. Apenas un año antes, Madeleine había llegado a la Escuela de Mrs. Wellington ataviada con un velo de redecilla y un cinturón de repelentes de insectos, obsesionada con mantener a raya a todas las arañas y cualquier bicho asqueroso que se cruzara en su camino. A pesar de que, después de su primer verano, la londinense experta en política ya había abandonado tanto el cinturón como el velo, últimamente había sufrido alguna que otra recaída. Unos días antes, Madeleine se las había visto cara a cara con una araña maliana marrón y malva, y el enfrentamiento había culminado con un aplastamiento arácnido en su frente. El traumático incidente había reavivado de inmediato la sensación de pánico, de ahí que la niña hubiera recurrido al gorro de ducha.

Esa mañana en concreto no fue su habitual alucinación sensorial de ocho patitas pegajosas recorriéndole el brazo lo que la había despertado, sino algo mucho más inofensivo. Con los ojos todavía bien cerrados, Madeleine había percibido un aroma algo amargo. No era olor a humo ni a ningún peligro reconocible. Densa y mohosa, esa agobiante fragancia empalagosa no hacía más que invadirle y saturarle los orificios de la nariz y la boca. Aunque a Madeleine le gustaba comer algún dulce de vez en cuando, aquel olor dulzón tenía algo que era absolutamente nauseabundo. Pues bien, si se hubiera tratado de cualquier otro día, la niña enseguida habría abierto los ojos para saciar su curiosidad, pero esa mañana en particular no se le ocurría nada más aterrador que enfrentarse a las horas que tenía por delante.

—Madeleine —susurró una voz conocida… y unas vaharadas de cálido aliento cayeron en cascada sobre las mejillas de la niña.

Como no veía otra salida, Madeleine cedió y abrió los ojos lentamente. A menos de dos centímetros de su cara se encontró nada más y nada menos que con la excéntrica directora de la Escuela de Mrs. Wellington: o sea, Mrs. Wellington en persona. Aunque hay gente que gana en las distancias cortas, no cabe duda de que aquella mujer no entraba en esa categoría. Diversas y gruesas capas de maquillaje cubrían de una forma nada favorecedora las profundas e irregulares arrugas de la anciana, que convertían su piel en un despiadado registro geológico de tiempos pasados.

—Buenos días, Mrs. Wellington —susurró Madeleine con torpeza antes de que su glándula olfativa volviera a quedar colapsada por aquella peste—. Nada más lejos de mi intención que ser maleducada, pero ¿qué narices es ese olor?

—Nunca me gustó mucho mi olor corporal, así que le pedí a Schmidty que reemplazara mis glándulas sudoríparas con mermelada y miel. Una maravilla, ¿no te parece?

—¡Pero si Schmidty no es médico! —exclamó Madeleine. —No, pero de niño muchas veces jugaba a que lo era. —Eso no tiene nada que ver.
—Chissst —repuso Mrs. Wellington—, que vas a despertar a los demás. No tenemos tiempo para estarnos aquí pegando la hebra: tienes que reunirte conmigo en el aula enseguida.

Madeleine miró fijamente a la anciana y asintió con la cabeza. Cierto aire de urgencia comprensible reinaba en el ambiente, pues Mrs. Wellington estaba a punto de enfrentarse a sus dos mayores miedos: su hijastro Abernathy y la destrucción de la escuela. Además de ser el hijastro perdido de la anciana, Abernathy personificaba también el rotundo fracaso de Mrs. Wellington como profesora… una realidad que apenas se atrevía a confesarse a sí misma, y mucho menos al resto del mundo.

Al ver que Mrs. Wellington se dirigía hacia el pasillo con femeninos andares, sus gatos Fiona, Errol, Annabelle y Ratty salieron disparados por entre sus pies para acompañarla. Madeleine se despegó con cuidado de entre las sábanas. No se trataba de una tarea sencilla, porque la alumna Dahlia HicklebeeRiyatulle, de diez años de edad, estaba hecha un ovillo a los pies de la cama junto a Ensalada, su hurona. Dahlia —o, como ella prefería que la llamaran, Dada— se había ganado bastante mala reputación por la faena que les había hecho a todos, además de por el miedo pavoroso que le daba quedarse sola. De puntillas y realizando cuidadosas maniobras, Madeleine se alejó de la cama pasando por delante de su otra compañera de cuarto: Lucy Lulu Punchalower, de trece años y llegada desde Rhode Island.

Lulu, perdida en sueños y con su melena rubio rojizo tapándole la cara llena de pecas, tenía un aire de dulzura que rara vez exhibía cuando estaba despierta. La atrevida niña era famosa por hablar sin pelos en la lengua, no callarse nunca lo que pensaba ni contenerse cuando tenía ganas de poner ojos de exasperación. Desde luego, habría que mencionar también que esa fachada de seguridad de Lulu se evaporaba ipso facto en cuanto se encontraba en espacios cerrados. Si la obligaban a entrar en un ascensor o una habitación sin ventanas, Lulu se ponía histérica. Una vez llegó incluso a secuestrar el carrito de un limpiaventanas para evitar subir en el ascensor de un hotel de Boston. Por desgracia, no tenía ni idea de cómo funcionaba aquella cosa, así que tuvieron que rescatarla los bomberos. La odisea acabó saliendo en las noticias de la noche, lo cual destrozó a sus padres, siempre tan preocupados por el qué dirán.

En esos momentos, mientras el sol ascendía por encima de la destartalada mansión de caliza conocida como Summerstone, Madeleine bajó de puntillas la gran escalera de madera, que no hacía más que crujir, abrumada por la trascendencia del día que tenían por delante. Si Mrs. Wellington y Abernathy no se reconciliaban y fastidiaban así la exclusiva de la periodista Sylvie Montgomery, dentro de nada la Escuela de Mrs. Wellington dejaría de existir de una forma más que brusca. Y como ninguna otra terapia, ni siquiera el seminario de Lavado de Cerebro Antibichos (espantosamente experimental), la había ayudado con su fobia, Madeleine no podía permitirse perder la escuela. Era un hecho que todos los Wellingtonianos admitían: si no acababan el curso, era muy fácil que recayeran y tuvieran que regresar a sus vidas coartadas y paralizadas por el pánico.

Cuando Madeleine cruzó a toda prisa el vestíbulo empapelado en color rosa y con flores de lis y pasó por delante de esa pared cubierta de fotos de Mrs. Wellington participando en concursos de belleza, el estómago se le retorció hasta convertirse en un complicado nudo celta. Ni siquiera al ver el Gran Salón, esa enorme estancia repleta de puertas únicas, pudo dejar de pensar Madeleine en su creciente angustia. La escotilla de avión, las verjas de granja, el pórtico con forma de jirafa y el resto de incontables aberraciones creativas pasaron desapercibidas ante sus ojos mientras corría a más no poder hacia el salón de baile, que albergaba tanto el aula de clase como la salita de estar.

Nada más entrar, Madeleine vio a Mrs. Wellington, vestida con un pijama de satén rosa que combinaba perfectamente con

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