El puente de hielo negro (El Club de los Exploradores del Oso Polar 3)

Alex Bell

Fragmento

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1

Stella Copodestrella Pearl se dijo que el palacio de justicia de Puerta de Hielo no le gustaba ni pizca.

No sólo era un edificio amenazante, imponente y feo, de techos altos, con retratos de jueces severos y estatuas de grifos justicieros por todas partes, sino que los empleados eran serios y estirados, y llevaban abrochado hasta el último botón del cuello de la camisa. Quizá por eso se los veía sudorosos y parecían un poco asfixiados... incluidos los miembros del jurado, que estaban sentados detrás del estrado.

El jurado estaba formado por el presidente del Club de Exploradores del Oso Polar, Algernon Augustus Fogg, y otros tres exploradores retirados. Todos hombres y todos con el pelo gris y una imborrable expresión de desaprobación reforzada por el bigote, que se les erizaba de vez en cuando. Todos lanzaban miradas acusatorias a Felix, el padre de Stella, que permanecía de pie ante ellos, ataviado con su capa azul claro de explorador.

Normalmente, en el palacio de justicia se juzgaba a criminales, pero al Club de Exploradores del Oso Polar se le permitía usar sus dependencias en ocasiones como aquélla, cuando se estaba investigando a uno de sus miembros por quebrantar las normas. Por desgracia, Felix había quebrantado unas cuantas en los últimos tiempos al organizar una expedición no autorizada a la Montaña de la Hechicera. Y Stella y sus jóvenes amigos exploradores —Shay, Ethan y Habichuela— habían incurrido en la misma falta al seguirlo por si necesitaba que lo rescatasen.

Aquélla era la tercera vez que Felix y Stella acudían al tribunal, y a ella le parecía que el lugar estaba diseñado para que te sintieras pequeño e insignificante. Incluso el aire que respiraban —cargado con una larga historia de desacuerdos, discusiones, desgracias y quejas— le producía picores por todo el cuerpo. Pero, más que otra cosa, detestaba que trataran a Felix como si fuera un criminal. Le parecía muy injusto. Sí, de acuerdo, su padre se había saltado unas cuantas normas y había ido a la Montaña de la Hechicera en contra de los deseos del Club de Exploradores del Oso Polar, pero había sido por una cuestión de vida o muerte, y cualquier explorador debería ser capaz de entender eso.

Stella cambió de posición en la silla e intentó convencer a Mustafá, Hermina, Humphrey y Harriet para que se acomodaran en su regazo. Antes de salir de casa, los duendes de la selva que había conocido en su última aventura se le habían colado en los bolsillos sin que se diera cuenta, y ahora le preocupaba que hicieran alguna travesura. Ya había descubierto a Hermina con el tirachinas en la mano, apuntando con una baya fétida a uno de los siniestros grifos de piedra que adornaban la pared.

Las demás personas que habían acudido al tribunal también miraban con gesto de desaprobación a los duendes, que llamaban la atención por su piel verde, su impresionante y puntiagudo cabello azul, y las túnicas de hojas. Aunque ninguna ley prohibía a los duendes estar en el palacio de justicia, lo cierto es que la atmósfera en aquel edificio era tan asfixiante e irrespirable —probablemente debido a la presencia de los abogados— que de algún modo parecía inadecuado que albergara a unos seres mágicos y maravillosos como ellos.

Habían transcurrido tres semanas desde que los duendes regresaron con Stella y sus amigos de su fatídica expedición y desde que empezaron todos los problemas. Habían acusado a Felix y Stella de quebrantar las normas, y ahora su pertenencia al club pendía de un hilo. Tras dos visitas al tribunal, la semana anterior habían recibido un telegrama donde los informaban de que aquélla sería la última vista y que al final del día se tomaría una decisión. Stella vio que todo el mundo había acudido a oír el veredicto, incluso el presidente del Club de Exploradores del Felino de la Jungla y su odioso hijo, Gideon Galahad Smythe. Shay, Ethan y Habichuela también estaban allí, junto con la madre de este último, Joss, una esbelta elfa de larga cabellera azul y orejas picudas.

Stella se sorprendió al ver a sus amigos; era el cumpleaños de Habichuela y llevaba meses planeando su fiesta. Cuando ella se enteró de que ese día debía presentarse en el palacio de justicia, mandó a un duende mensajero con una nota para avisarlo de que no podría asistir a la fiesta. Había dado por supuesto que sus amigos la celebrarían sin ella; no obstante, allí estaban todos, en ese espantoso lugar.

Shay, el susurrador de lobos, la vio y la saludó con la mano desde el pasillo. Aunque dentro del edificio hacía calor, el chico se arrebujaba en su capa como si tuviera frío. Stella le devolvió el saludo, intentando disimular la inquietud que le produjo ver el mechón blanco de su amigo. ¿Había crecido desde la última vez que se habían visto, o sólo se lo parecía? Fuera como fuese, no había tiempo que perder.

A Koa, la loba sombra de Shay, la había mordido un lobo brujo cuando estaban a punto de marcharse de la Montaña de la Hechicera y, si no hacían nada para evitarlo, el mismo Shay acabaría convirtiéndose en uno. Lo habían probado casi todo, aunque sin el menor éxito, y sólo les quedaba una opción: viajar hasta el maldito Puente de Hielo Negro, la estructura abandonada que ningún explorador había logrado cruzar. Al otro lado del puente vivía un personaje misterioso al que llamaban «el Coleccionista», quien había robado a la madre biológica de Stella el Libro de la Escarcha, donde se describía un conjuro que quizá pudiera salvarle la vida a Shay. Conseguirlo era una tarea extraordinaria —según la mayoría, imposible— para la cual deberían estar preparándose en ese momento, en lugar de estar perdiendo el tiempo en ese estúpido palacio de justicia. A Stella le rechinaron los dientes de pura frustración.

—Usted sabía que el club no quería que fuese a la Montaña de la Hechicera —estaba diciéndole a Felix uno de los viejos exploradores del jurado—. Y fue igualmente.

—¿Eso es una pregunta, Nathaniel? —preguntó Felix con amabilidad.

—Tiene una última oportunidad para explicar o justificar su conducta —contestó el explorador.

—En este mundo hay cosas más importantes que el Club de Exploradores del Oso Polar. Como ya le he contado a este tribunal, fui a la Montaña de la Hechicera porque creía que allí había una bruja que pretendía hacerle daño a mi hija. Temía por su vida.

El presidente Fogg apretó tanto los labios que le quedaron reducidos a una fina línea, revolvió algunos papeles que tenía en la mesa, ojeó la primera página, miró a Felix y al cabo dijo:

—Usted es responsable de su hija adoptiva... la princesa del hielo conocida como Stella Copodestrella Pearl... y no niega que dicha joven entró a la fuerza en el Club de Exploradores del Oso Polar para robar un valioso objeto...

—Niego ambas cosas —lo interrumpió Felix, esta vez en tono cortante—. Y con total vehemencia. Para empezar, como miembro juvenil que es, a Stella no deberían haberle impedido el acceso al club. Además, el objeto que se llevó, una diadema, era de su propiedad; ella se la había cedido al club temporalmente. No es posible robar algo que te pertenece...

—¡¿Y qué hay de mi dirigible?! —exclamó una voz desde el otro extremo de la sala. Al girarse

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