1
Me voy de crucero con un montón de explosivos
El fin del mundo dio comienzo cuando un pegaso aterrizó en el capó de mi coche.
Hasta ese momento estaba pasando una tarde perfecta. Oficialmente se suponía que no podía conducir, porque no cumpliría los dieciséis hasta la semana siguiente, pero mi madre y mi padrastro, Paul, nos llevaron a mi amiga Rachel y a mí a una playa privada de la costa sur, y Paul nos dejó dar una vuelta con su Toyota Prius.
Vale, ya sé lo que estás pensando: «Hala, menuda irresponsabilidad de su parte, bla, bla, bla», pero la verdad es que a estas alturas Paul me conoce bastante bien. Me ha visto cortar en rodajas a varios demonios y escapar de un colegio en llamas, así que debió de suponer que conducir un coche unos centenares de metros no era lo más peligroso que había hecho en mi vida.
Bueno, el caso es que Rachel y yo íbamos en el coche. Era un caluroso día de agosto. Rachel se había recogido su cabello pelirrojo en una coleta y llevaba una blusa blanca sobre el traje de baño. Siempre la había visto con camisetas raídas y vaqueros pintarrajeados, así que tenía un aspecto tan deslumbrante como un millón de dracmas de oro.
—¡Para ahí! —me dijo de pronto.
Lo hice junto a un acantilado que se asomaba al Atlántico. El mar es siempre uno de mis lugares predilectos, pero aquel día estaba especialmente bonito: verde reluciente y liso como un cristal, como si mi padre lo mantuviera en calma para nosotros.
Mi padre, por cierto, es Poseidón. Puede hacer cosas así.
—Bueno. —Rachel me sonrió—. ¿Qué me dices de la invitación?
—Ah... sí. —Procuré sonar entusiasmado.
La cuestión era que me había invitado a pasar tres días en la casa de verano que su familia tiene en la isla de Saint Thomas. No es que yo reciba muchas invitaciones parecidas. La idea que tenemos en mi casa de unas vacaciones de lujo se reduce a un fin de semana en una cabaña desvencijada de Long Island con unas cuantas películas alquiladas y un par de pizzas congeladas, mientras que los padres de Rachel me estaban proponiendo que fuera con ellos al Caribe, nada menos.
Además, yo necesitaba con urgencia unas vacaciones. Aquel verano había sido el más duro de mi vida, así que la idea de tomarme un respiro, aunque sólo fuera de unos días, resultaba muy tentadora.
Sin embargo, se suponía que iba a pasar algo gordo en cualquier momento. Y yo estaba «de guardia» por si había que emprender una misión. Peor aún: sólo faltaba una semana para mi cumpleaños. Y había una profecía que afirmaba que ocurrirían cosas terribles cuando cumpliera los dieciséis.
—Percy —dijo Rachel—, ya sé que es mal momento. Pero siempre lo es para ti... ¿no?
En eso acertaba.
—Tengo muchas ganas de ir —le aseguré—. Es sólo que...
—¿La guerra?
Asentí. No me gustaba hablar de ello, pero Rachel estaba al corriente. A diferencia de la mayoría de los mortales, ella podía ver a través de la Niebla: el velo mágico que distorsiona la visión humana. Había visto monstruos y conocido a algunos de los demás semidioses que combatíamos contra los titanes y sus aliados. Incluso había estado presente el verano anterior cuando el señor Cronos, despedazado durante siglos, se había alzado de su ataúd con una nueva forma terrible. Y se había ganado para siempre mi respeto cuando le lanzó al malvado titán un cepillo para el pelo y le dio en todo el ojo.
Rachel me puso la mano en el brazo.
—Tú piénsalo, ¿vale? Nos vamos dentro de un par de días. Mi padre... —Le tembló la voz.
—¿Te está apretando las tuercas?
Rachel meneó la cabeza, indignada.
—Intenta ser amable, lo cual casi es peor. Quiere que vaya en otoño a la Academia de Señoritas Clarion.
—Es el colegio al que fue tu madre, ¿no?
—Es un estúpido colegio para señoritas de la alta sociedad. Y está en el quinto pino: en New Hampshire. ¿Tú me ves a mí en una escuela de señoritas?
Reconocí que era bastante absurdo. Rachel estaba metida en proyectos de arte urbano y le gustaba colaborar en los comedores para vagabundos y asistir a manifestaciones del tipo «Salvemos al chupasabias pechiamarillo» (un pájaro en vías de extinción). Cosas así. Nunca la había visto con un vestido. Costaba imaginársela aprendiendo modales refinados para moverse en las altas esferas.
Dio un suspiro.
—Piensa que, si me trata bien y me colma de atenciones, me sentiré culpable y acabaré cediendo —explicó.
—¿Por eso ha accedido a que vaya con vosotros de vacaciones?
—Sí... Pero escucha, Percy, me harías un gran favor. Sería mucho más divertido si vinieras con nosotros. Además, tengo que hablar contigo de una cosa... —Se calló en seco.
—¿Tienes que hablar conmigo de una cosa? —repetí—. Quiero decir... ¿es tan seria que hemos de ir a Saint Thomas para hablar de ella?
Rachel frunció los labios.
—Mira, olvídalo ahora. Simulemos que somos una pareja, quiero decir, un par de personas normales que han salido a dar una vuelta. Tenemos el océano delante y es agradable estar juntos.
Algo le preocupaba, pero ella sonreía y le ponía al mal tiempo buena cara. El brillo del sol convertía su pelo en una llamarada.
Habíamos pasado mucho tiempo juntos aquel verano. No es que yo lo hubiera planeado así, pero, cuanto más graves se habían puesto las cosas en el campamento, más ganas tenía de llamarla para tomar distancia y respirar un poco de aire puro. Necesitaba recordarme a mí mismo que seguía existiendo un mundo normal ahí fuera, lejos de aquella pandilla de monstruos que querían usarme como saco de boxeo.
—De acuerdo —asentí—. Una tarde normal y corriente, y un par de personas normales.
Ella asintió.
—Y suponiendo... —dijo— sólo suponiendo que esas dos personas se gustaran, ¿qué haría falta para que el tonto del chico besara a la chica, eh?
—Pues... —Me sentí de golpe como una de las vacas sagradas de Apolo: lento, bobo y sonrojado—. Hum...
No digo que no hubiera pensado en Rachel. Era mucho más tratable que... bueno, que otras chicas que conozco. Con ella no tenía que esforzarme, ni cuidar mis palabras ni devanarme los sesos tratando de adivinar qué estaría pensando. Rachel no ocultaba nada. Te mostraba lo que sentía.
No sé lo que hubiera hecho a continuación, pero estaba tan confuso que ni siquiera vi cómo bajaba del cielo en picado aquella mole oscura hasta que las cuatro pezuñas se estamparon sobre el capó del Prius con un sonoro ¡BRAM-POM-CRAC!
«Eh, jefe —dijo una voz en mi cabeza—. ¡Bonito coche!»
El pegaso Blackjack era un viejo amigo, así que traté de no enfadarme demasiado por los cráteres que acababa de dejar en el capó. Aunque mi padrastro no iba a tomárselo demasiado bien.
—Blackjack —dije, suspirando—. ¿Qué demonios...?
Entonces vi quién iba montado sobre su lomo y deduje sin más que el día se iba a complicar de verdad.
—¿Qué tal, Percy?
Charles Beckendorf, el líder de la cabaña de Hefesto, habría logrado con su aspecto que la mayor parte de los monstruos llamaran a su mamá, muertos de miedo. Era un tipo enorme, con unos potentes músculos desarrollados a base de trabajar todos los veranos en las fraguas. Me sacaba dos años y era uno de los mejores forjadores de armas del campamento. Construía artilugios mecánicos muy ingeniosos. Hacía sólo un mes había colocado una bomba de fuego griego en el lavabo de un autocar que cruzaba el país cargado de monstruos. La explosión se llevó por delante a una legión entera de secuaces de Cronos en cuanto una arpía tiró de la cadena.
Beckendorf iba en uniforme de combate, o sea, con yelmo y coraza de bronce, pantalones de camuflaje y espada al cinturón. La bolsa de explosivos la llevaba colgada del hombro.
—¿Ya? —le pregunté.
Él asintió con aire sombrío.
Se me hizo un nudo en la garganta. Sabía que se acercaba el momento, llevábamos semanas preparándonos, pero había albergado la esperanza de que no llegase a suceder.
Rachel miró a Beckendorf.
—Hola.
—Ah, hola. Soy Beckendorf. Tú debes de ser Rachel. Percy me ha contado... eh, o sea, me ha hablado de ti.
Ella arqueó una ceja.
—¿De veras? Estupendo. —Le echó un vistazo a Blackjack, que pateaba con sus cascos la plancha del capó—. Bueno, chicos, deduzco que tenéis que iros a salvar el mundo.
—Más o menos —asintió Beckendorf.
Miré a Rachel con gesto de impotencia.
—¿Le dirás a mi madre...?
—Se lo diré. Seguro que ya está acostumbrada. Y le explicaré a Paul lo del capó.
Asentí agradecido. Supuse que aquélla sería la última vez que Paul me prestaba su coche.
—Buena suerte. —Rachel me besó antes de que pudiera reaccionar—. Y ahora en marcha, mestizo. Cárgate a unos cuantos monstruos por mí.
Sentada en el Prius con los brazos cruzados, contempló cómo nos elevábamos a lomos de Blackjack, que iba trazando círculos cada vez más altos en el cielo. Mientras la perdía de vista, me pregunté de qué querría hablar conmigo, y también si viviría lo suficiente para averiguarlo.
—Bueno —comentó Beckendorf—, supongo que no querrás que le cuente a Annabeth la escenita que acabo de presenciar.
—Oh, dioses —mascullé—. Ni se te ocurra.
Ahogó una risotada mientras nos remontábamos por los aires sobre el Atlántico.
Casi había oscurecido cuando divisamos nuestro objetivo. El Princesa Andrómeda, un crucero descomunal, destellaba en el horizonte con sus lucecitas blancas y amarillas. De lejos podrías haberlo tomado por un simple crucero de vacaciones, y no por el cuartel general del señor de los titanes. Al acercarte un poco más, distinguías un gigantesco mascarón de proa: una doncella de pelo oscuro, túnica griega y cubierta de gruesas cadenas, con una expresión de horror, como si percibiera el hedor de todos los monstruos que se veía obligada a transportar.
Se me encogió el estómago al ver otra vez aquel barco. Había estado dos veces a punto de morir a bordo del Princesa Andrómeda, que ahora navegaba rumbo a Nueva York.
—¿Recuerdas lo que has de hacer? —me gritó Beckendorf por encima del fragor del viento.
Asentí. Habíamos ensayado en los astilleros de Nueva Jersey, usando barcos abandonados como blanco. Era consciente del poco tiempo que tendríamos, pero también de que aquélla era la ocasión ideal para acabar con la invasión de Cronos incluso antes de que empezara.
—Déjanos en la cubierta inferior de popa, Blackjack —pedí.
«Entendido, jefe —contestó él—. Jo, no soporto ver ese barco.»
Blackjack había estado apresado en el Princesa Andrómeda hacía tres años, hasta que mis amigos y yo lo ayudamos a escapar. Imagino que habría preferido dejarse trenzar las crines como Mi Pequeño Poni —ese muñeco rosa para niñas— a volver allí de nuevo.
—No nos esperes —añadí.
«Pero jefe...»
—Confía en mí. Escaparemos por nuestros propios medios.
Blackjack plegó las alas y se lanzó en picado hacia el barco. El viento silbaba en mis oídos. Había muchos monstruos patrullando por las cubiertas superiores: dracaenae, que son mujeres-reptil, perros del infierno, gigantes, demonios-foca de aspecto humanoide, conocidos como telekhines... en fin, de todo, pero nosotros volábamos a una velocidad tan supersónica que nadie dio la alarma. Bajamos disparados hacia la popa y Blackjack desplegó las alas para posarse suavemente en la cubierta más baja. Me apeé, algo mareado.
«Buena suerte, jefe —dijo él—. No deje que lo hagan picadillo.»
Dicho lo cual, mi viejo amigo alzó el vuelo y desapareció. Saqué el bolígrafo del bolsillo, le quité el tapón y Contracorriente se desplegó en toda su longitud: casi un metro de mortífero bronce celestial refulgiendo en la oscuridad.
Beckendorf sacó un pedazo de papel del bolsillo. Creí que era un mapa o algo así, pero se trataba de una fotografía. La miró en la penumbra: era la cara sonriente de Silena Beauregard, hija de Afrodita. Habían empezado a salir el pasado verano, aunque les había costado lo suyo, porque todos los demás llevábamos años diciéndoles: «Pero ¡si se nota a la legua que estáis colados el uno por el otro!» Incluso en medio de aquella misión tan peligrosa, nunca había visto a Beckendorf tan feliz.
—Conseguiremos volver al campamento, seguro —le prometí.
Por un segundo me pareció ver una sombra de preocupación en su mirada. Luego adoptó su habitual sonrisa confiada.
—Pues claro —respondió—. Anda, vamos a partir a Cronos otra vez en un millón de pedazos.
Beckendorf abrió la marcha. Cruzamos un estrecho pasillo que conducía a la escalerilla de servicio, tal como habíamos ensayado. Pero nos quedamos paralizados al oír una conversación por encima de nuestras cabezas.
—Me importa un comino lo que te diga la nariz —gruñó una voz medio humana, medio perruna: un telekhin—. La última vez que oliste a mestizo, resultó que era un sándwich de carne.
—¡Los sándwiches de carne son buenos! —rezongó la segunda voz—. Pero este olor es de mestizo, seguro. ¡Están a bordo!
—¡Bah, lo que no está a bordo es tu cerebro!
Mientras seguían discutiendo, Beckendorf señaló hacia abajo. Descendimos por la escalerilla con sigilo. Dos pisos más abajo, dejamos de oír sus voces.
Finalmente llegamos a una escotilla metálica. Beckendorf dijo moviendo sólo los labios: «Sala de máquinas.»
Estaba cerrada, pero él sacó de la bolsa unas tenazas y partió el cerrojo como si fuese de mantequilla.
Dentro, zumbaban y vibraban con estruendo una serie de turbinas amarillas del tamaño de silos de grano. En la pared opuesta se alineaban los indicadores de presión y las terminales informáticas. Había un telekhin inclinado sobre una consola, pero estaba tan absorto en su trabajo que no advirtió nuestra presencia. Medía metro y medio, tenía pelaje oscuro y lustroso de foca y unos pies pequeños y achaparrados. La cabeza parecía de dóberman, pero sus garras resultaban casi humanas. Gruñía y mascullaba mientras iba tecleando. Quizá estaba enviando mensajes a sus amigos de monsterface.com.
Avancé unos pasos y él se irguió bruscamente, tal vez oliéndose que pasaba algo raro. Saltó hacia un gran botón rojo de alarma, pero me adelanté y le cerré el paso. Entonces se abalanzó sobre mí con un silbido. Me bastó con un tajo de Contracorriente para que explotara y se hiciera polvo.
—Uno menos —dijo Beckendorf—. Quedan unos cinco mil.
Me pasó un tarro lleno de un espeso líquido verde: fuego griego, sin duda una de las sustancias mágicas más peligrosas del mundo. Luego me lanzó por el aire otro utensilio esencial de los héroes semidioses: cinta de embalar.
—Fija el tarro encima de la consola —me dijo—. Yo me ocupo de las turbinas.
Pusimos manos a la obra. Hacía calor y humedad y enseguida quedamos empapados de sudor.
El barco avanzaba ronroneando. Al ser hijo de Poseidón, tengo un perfecto sentido de la orientación en el mar. No me preguntes cómo, pero sabía que estábamos a 40,19 grados norte y 71,90 oeste, y que navegábamos a dieciocho nudos, lo cual significaba que llegaríamos al alba al puerto de Nueva York. Era nuestra última oportunidad para impedirlo.
Acababa de adosar un segundo tarro de fuego griego a los paneles de control cuando oí un estrépito de pasos: varias criaturas bajaban por la escalerilla de metal y se las oía a pesar del ruido de los motores. Mala señal.
Crucé una mirada con Beckendorf.
—¿Queda mucho?
—Demasiado. —Le dio unos golpecitos a su reloj, que era nuestro detonador de control remoto—. Aún he de conectar el receptor y preparar las cargas. Diez minutos al menos.
A juzgar por el ruido de pasos, teníamos unos diez segundos.
—Los distraeré —dije—. Nos vemos en el punto de encuentro.
—Percy...
—Deséame suerte.
Parecía querer discutir. El plan consistía en entrar y salir sin que nos localizaran. Pero habría que improvisar.
—Buena suerte —dijo al fin.
Me lancé hacia la puerta y salí.
Media docena de telekhines bajaban ruidosamente por la escalera. Empecé a subir abriéndome paso con Contracorriente a tal velocidad que ni siquiera les dio tiempo a soltar un gañido. Continué subiendo y dejé atrás a otro monstruo, que se llevó un susto de muerte al verme. A ése lo dejé vivo para que diese la alarma e hiciera que sus compañeros me persiguieran en lugar de dirigirse a la sala de máquinas.
Salí por una puerta a la cubierta seis y seguí corriendo. Estoy seguro de que aquel vestíbulo enmoquetado había sido muy lujoso en su día, pero, después de tres años sufriendo un trasiego diario de monstruos, el empapelado, la moqueta y las puertas de los camarotes se veían tan llenos de arañazos y babas que aquello parecía el gaznate de un dragón (y sí, por desgracia, hablo por experiencia).
En mi primera visita al Princesa Andrómeda, mi viejo enemigo Luke tenía a bordo para disimular unos cuantos turistas, completamente aturdidos y cegados por la Niebla para que no descubrieran que estaban en un barco infestado de monstruos. Ahora no había rastro de turistas. Me horrorizó pensar lo que podía haberles sucedido, pero dudaba que les hubieran permitido volver a casa con sus ganancias en el bingo.
Llegué a la galería Promenade, un centro comercial que ocupaba el centro del navío, y frené en seco. En medio del patio había una fuente, y en ella, agazapado, un cangrejo gigante.
No «gigante» como los cangrejos de oferta que venden en los chiringuitos de la playa. No: quiero decir tan gigantesco que apenas cabía en la fuente. El cuerpo le sobresalía tres metros sobre el agua. Tenía el caparazón moteado de azul y verde, y unas pinzas más largas que mi propio cuerpo.
Si alguna vez te has fijado en la boca de un cangrejo, toda espumajosa, con unos bigotes asquerosos y unas fauces que no paran de dar bocados, ya te imaginarás que aquélla, ampliada cien veces, no tenía mejor aspecto. Sus ojillos negros repararon en mí con un destello, y advertí inteligencia en su modo de mirarme. Y odio. Que yo fuera hijo del dios del mar no iba a darme puntos ante el señor Cangrejo.
—Shhhhhh —silbó, mientras la boca se le llenaba de espumarajos. El olor que exhalaba era como el de un cubo de basura lleno de raspas de pescado expuesto al sol una semana.
Las alarmas habían empezado a aullar. Muy pronto tendría compañía en abundancia, no podía quedarme quieto.
—Eh, cangrejito. —Me deslicé por el borde del patio—. Sólo estoy aquí de paso...
El bicho se revolvió con increíble agilidad. Salió de la fuente y vino hacia mí, abriendo y cerrando las pinzas amenazadoramente. Me precipité al interior de una tienda de regalos, derribando un colgador entero de camisetas. Una pinza hizo añicos la vidriera y rastreó el local. Salí a toda velocidad, casi sin resuello, pero el señor Cangrejo dio media vuelta y me siguió.
—¡Allí! —gritó alguien desde lo alto de una galería—. ¡Un intruso!
Si pretendía distraer a los monstruos, lo había logrado, pero no era allí donde yo quería combatir. Si me atrapaban en el centro del barco, acabaría entre las fauces del cangrejo.
El diabólico crustáceo se abalanzó sobre mí. Le di un mandoble con Contracorriente, cercenándole la punta de la pinza. Siseó y soltó aún más espumarajos, aunque no parecía muy herido.
Intenté recordar algo de las antiguas leyendas que me ayudase a derrotarlo. Annabeth me había hablado de un cangrejo monstruoso que Hércules había aplastado con el pie... Cosa que no iba a funcionarme. Aquel cangrejo era ligeramente más grande que mis Reebok.
Entonces me vino una curiosa idea a la cabeza. En Navidades, mi madre y yo habíamos pasado unos días con Paul Blofis en la vieja cabaña de Montauk a la que íbamos siempre. Paul me había llevado a pescar cangrejos y, cuando sacó la red llena de bichos, me enseñó la pequeña abertura que tienen en su caparazón, justo en medio de ese vientre tan feo.
El único problema, pues, era llegar a aquel vientre repulsivo.
Eché un vistazo a la fuente y luego al suelo de mármol, que ya estaba muy resbaladizo por los movimientos del bicharraco. Extendí la mano, concentrándome en el agua, y la fuente explotó como un géiser. El agua se desparramó por todas partes: llegó hasta el tercer piso, empapando los ascensores y las galerías que asomaban al patio, y mojando también los escaparates de las tiendas. Al cangrejo le daba igual. A él le encantaba el agua. Se me acercó de lado, chasqueando las pinzas y emitiendo aquel siseo diabólico. Me precipité hacia él gritando con todas mis fuerzas:
—¡¡¡Aaaaaaah!!!
Justo antes de que chocáramos, me tiré al suelo al estilo de un jugador de béisbol y resbalé en el suelo de mármol por debajo de la criatura. Era como deslizarse bajo la panza de un camión de diez toneladas. Lo único que tenía que hacer el cangrejo era sentarse y aplastarme, pero, antes que comprendiera lo que sucedía, hundí Contracorriente en el orificio de su caparazón. Solté la espada y salí a rastras por detrás.
El monstruo se estremeció y silbó enloquecido. Sus ojos se disolvieron; el caparazón se le puso rojo mientras sus entrañas se volatilizaban y, finalmente, la cáscara vacía se desmoronó con gran estruendo.
No tenía tiempo de admirar mi hazaña. Corrí hacia la escalera más cercana mientras por todas partes aparecían monstruos y semidioses que daban órdenes a gritos y se ajustaban las correas de sus armas. Llevaba las manos vacías. Contracorriente reaparecería mágicamente en mi bolsillo tarde o temprano, pero por ahora estaba atascada bajo el chasis del cangrejo y no podía entretenerme en recuperarla.
En el rellano de la octava cubierta me salieron al paso un par de dracaenae. De cintura para arriba, eran mujeres con la piel verde y escamosa, con ojos amarillos y lengua bífida. De cintura para abajo, tenían dos serpientes en lugar de piernas. Llevaban lanza y red, y sabía por experiencia que las manejaban con destreza.
—¿Qué esss esssto? —siseó una—. ¡Un trofeo para Cronos!
No estaba de humor para un duelo de sarcasmos. Me fijé en una maqueta del barco, plantada allí en medio (supongo que para orientarse, como los carteles de «USTED ESTÁ AQUÍ»). La arranqué de cuajo del pedestal y se la lancé a la primera dracaena. El barco le dio en plena cara y la derribó. Salté por encima de ella, agarré la lanza de su compañera, tiré con fuerza al tiempo que giraba y la estampé contra la puerta del ascensor. Luego seguí corriendo hacia la proa.
—¡Atrapadlo! —gritaba la dracaena, furiosa.
Oí ladridos de perros del infierno. Una flecha silbó a mi lado y se incrustó en la pared de caoba de la escalera.
Me tenía sin cuidado el peligro. La cuestión era mantener a los monstruos alejados de la sala de máquinas y darle tiempo a Beckendorf.
Seguí subiendo los peldaños de tres en tres y me encontré a un chico que bajaba corriendo. Parecía que acabara de despertarse y sólo tenía puesta la armadura a medias. Desenvainó la espada y gritó: «¡Por Cronos!», pero sonó más asustado que agresivo. Tendría unos doce años: los mismos que yo la primera vez que llegué al Campamento Mestizo.
Esta idea me deprimió. A aquel chaval le habían hecho un lavado de cerebro: estaban adiestrándolo para que odiase y combatiera a los dioses simplemente por haber nacido como un olímpico a medias. Cronos lo manipulaba, pero lo cierto era que el chico me consideraba su enemigo.
No pensaba herirlo. Con él, ni siquiera necesitaba un arma. Esquivé el golpe que me lanzó, lo agarré de la muñeca y lo aplasté contra la pared. La espada se le escurrió de la mano y rodó tintineando por los escalones.
Entonces hice algo que no había planeado. Seguramente era una estupidez, porque ponía en peligro nuestra misión, pero no pude evitarlo.
—Si quieres seguir vivo —le dije—, sal del barco ahora mismo. Díselo a los demás semidioses.
Le propiné un empujón y lo mandé dando tumbos al siguiente rellano. Luego seguí subiendo.
Me asaltaron malos recuerdos al ver un pasillo que discurría junto a una cafetería. Annabeth, mi hermanastro Tyson y yo habíamos pasado por allí a hurtadillas tres años atrás.
Salí corriendo a la cubierta principal. Por el lado de babor, el cielo pasaba ya del púrpura al negro. Había una piscina deslumbrante situada entre dos grandes torres de cristal, con terrazas y restaurantes situados a distintos niveles. Pero todo parecía misteriosamente desierto.
Sólo tenía que cruzar al otro lado y bajar por la escalera que llevaba a la pista de helicópteros: nuestro punto de encuentro en caso de emergencia. Con un poco de suerte, Beckendorf se reuniría allí conmigo. Saltaríamos al mar, donde mis poderes acuáticos nos protegerían, y detonaríamos las cargas explosivas cuando estuviéramos a quinientos metros.
Había cruzado ya la mitad de la cubierta cuando una voz me dejó paralizado:
—Llegas tarde, Percy.
Luke se asomó desde la primera terraza con una sonrisa en su rostro cruzado por una gran cicatriz. Iba con tejanos, camiseta blanca y chancletas, como un estudiante cualquiera. Pero sus ojos decían la verdad. Eran de oro macizo.
—Hace días que te esperamos.
Al principio sonaba normal, como Luke, pero después su cara se contrajo y todo él se estremeció de pies a cabeza como si acabara de tragarse un brebaje asqueroso. Su voz se hizo más grave, más antigua y poderosa: la voz del titán, del señor Cronos. Sus palabras, afiladas como una hoja de acero, me provocaron escalofríos:
—Vamos, inclínate ante mí.
—Sí, ya, lo tienes claro —mascullé.
Como respondiendo a una señal, un regi