
1
Annie
No es fácil vivir en una tierra de monstruos, y es aún peor si además no puedes verlos.
En el reino de Plumeria hay cinco ciudades. La capital y la más grande de todas es Freesia, pero yo ya no vivo allí. Desde hace cuatro años mi hogar se encuentra en la ciudad de Dalia, que está justo al lado y un poco al este. La ciudad, como todas las demás, está plagadita de quimeras.
Así las llamamos.
Masie tiene al lado a una de ellas. Es inofensiva, apenas un bichillo de clase E, la categoría más baja de todas. Revolotea a su alrededor deshaciendo el peinado que la doncella intenta mantener en su sitio con desesperación.
—¡Basta! ¡Basta! — Masie patea el suelo con cada grito —. ¿Y tú qué miras? — me dice, con cara de malas pulgas.
He debido sonreír sin darme cuenta. Aparto la mirada y me centro en mi reflejo. Pronto será mi turno para salir a bailar y no puedo distraerme.
Si vivir en una ciudad repleta de monstruos invisibles que podrían devorarte es complicado, fingir que tú tampoco ves a esas criaturas es una tortura.
Destructor se sube al tocador de un salto. Sus ojos felinos llevan un rato siguiendo el vuelo de la pequeña quimera, fantaseando con merendársela de un bocado.
— No puedes comértela — le susurro, para que nadie crea que hablo sola —. No queremos llamar la atención.
Unas risitas me hacen dar un respingo. Me aparto de Destructor y a través del reflejo veo a varias bailarinas que me miran y cuchichean.
Supongo que ya es tarde para aparentar normalidad.
Destructor es una mezcla de quimera y... ¿gato? No lo sé. No estoy muy segura. La mayor parte del tiempo puede aparecer ante los humanos sin el don en su forma felina, por eso creo que es un cruce con algún animal, pero incluso así es demasiado grande para que piensen que es un simple gatito con unas medidas por encima de la media. Es tan grande como un perro, si el perro se hubiese tragado de un bocado a tres de su especie. Se podría decir, más bien, que es como... un tigre bien alimentado. Por eso ha venido en su forma de quimera, para que nadie pueda reparar en él: pequeño como un gato normal, casi transparente, elegante y ágil, hecho de luz de estrellas.
El único problema es que todas me están viendo hablar sola otra vez.
No es lo peor que me han visto hacer, desde luego.
Estuvo aquel incidente con la ventana del despacho de la directora. Yo no apuntaba al cristal con esa piedra: quería darle a la quimera que intentaba entrar en la escuela. O aquella vez que tiré los libros de Masie, plagados de quimeras de clase E, al fuego. O esa explosión en las cocinas del comedor cuando perseguía a una criatura que parecía peligrosa...
¿He mencionado que ahora recibo clases desde casa?
Hace un año que no voy a la escuela con ellas, pero todas se acuerdan de lo rara que era, de las locuras que hacía...
Creo que habría sido más fácil si Markus me hubiera dejado contar que soy una de las pocas personas del reino capaces de ver a las quimeras; pero quienes nacen con ese don son entrenados e instruidos en gremios y se preparan para defender al pueblo de las criaturas que ellos no pueden ver. Es un honor y una responsabilidad.
Y Markus opina que eso no sería apropiado para una señorita de mi clase.
— Annie, ¿estás lista?
Vuelvo a dar un respingo en mi asiento que espanta a Destructor.
Miro a los lados, pero no sé dónde se ha metido.
Markus no le gusta e intenta mantenerse alejado.
— Annie — insiste mi padrastro.
Me pongo de pie para recibirlo y asiento.
Markus tiene cuarenta y pocos años, es muy alto, mucho más que yo. Tiene ojos severos, duros, y una piel oscura que hace que cada vez que salimos juntos nos miren al pasar, aunque eso no ocurre muy a menudo. Salimos poco.
— Estoy lista, señor — respondo.
Él me contempla con esos ojos negros que parecen verlo todo. Me evalúa y algo no le gusta, pero no me lo dice.
— Es necesario que todo salga bien. Es tu presentación en sociedad. Mucha gente importante estará entre el público. Algunos socios y parientes de la aristocracia no han venido porque esos idiotas supersticiosos han oído los rumores sobre Rilia, pero precisamente por eso tienes que causar buena impresión a los que sí están aquí.
Rilia fue una quimera de clase S, una de las Invictas, imposibles de vencer. Ningún mataquimeras ha sido capaz de destruir nunca a una tan grande. Cada varias generaciones aparece una de ellas, destruye y asesina hasta que se harta y, después, se esfuma sin dejar rastro. Esas quimeras especiales marcan el final de una era y el comienzo de la siguiente.
Rilia fue la última. Se perdió en algún lugar del mar desde la costa de Dalia, de nuestra ciudad, pero de eso hace ya medio siglo.
Desde entonces estamos en la Era de Rilia, en el año 56 más concretamente.
— No te defraudaré.
Markus asiente, pero vuelve a mirarme de arriba abajo. Se queda tanto tiempo en silencio que creo que no va a decir nada y entonces, mientras ya se está dando la vuelta para volver a su asiento, murmura:
— Le diré al ama de llaves que te encargue vestidos para el baile menos vulgares.
Vaya.
Me quedo quieta, con los puños apretados a ambos lados de mi cuerpo.
— Señoritas — dice la voz de una de las organizadoras —, pronto será vuestro turno. Annie, tú vas primero.
Respiro con fuerza, pero no sirve de mucho. Una caricia en mis piernas me hace bajar la cabeza y descubro a Destructor frotándose contra ellas.
Me mira como si lo entendiera todo.
— Gracias — murmuro y me agacho para acariciarlo.
Que las demás piensen lo que quieran.
Cuando levanto la cabeza, sin embargo, me doy cuenta de que nadie me presta atención. Casi es la hora y todas están ocupadas con los últimos preparativos.
Masie acaba de tragarse una gragea de un intenso color verde que le ha dado su doncella.
Cuando las quimeras mueren, sus cuerpos se transforman en grageas que te conceden un poder concreto durante un tiempo limitado. Cuanto más peligrosa es la quimera, más interesante es la habilidad que te concede su gragea.
Si tienes dinero para pagarlas, las grageas pueden hacer casi cualquier cosa por ti: te dan fuerza, equilibrio, puntería, inteligencia... Los sanadores las usan para curar heridas, los herreros para resistir mejor las altas temperaturas de las forjas, los estudiantes toman grageas de concentración para rendir mejor en los exámenes...
No me extrañaría que los padres de Masie le hubieran comprado una gragea que la hiciera bailar mejor.
Cuando voy hacia el escenario, veo cómo muchas de mis antiguas compañeras se toman sus grageas para estar listas.
Yo no. Yo solo necesito concentrarme y dejar de pensar; dejar de ver a esas malditas quimeras.
Como si me hubiera leído la mente, Destructor me maúlla y me agacho para acariciarlo entre las orejas.
— A ti no. A ti no quiero perderte nunca de vista.
Siempre me entiende tan bien...
Destructor me ronronea en respuesta y, cuando el aplauso para la última debutante se detiene y la organizadora me hace un gesto, sé que es momento de salir al escenario.
Cierro los ojos, respiro con fuerza y, cuando las primeras notas de mi canción suenan, salgo ahí fuera.
Empiezo a bailar.
El auditorio es enorme. El Palacio de las Magnolias es el centro cultural más importante de toda Dalia. Ya había estado aquí antes, pero siempre como espectadora y desde aquí arriba todo parece más... impresionante.
Me sé los pasos de memoria. Los he repetido cada día en mis entrenamientos y después en casa hasta que mi cuerpo ha sido capaz de bailar sin pensar en absoluto.
Un giro, una flexión de la cintura. Un movimiento que imita las olas y, entonces..., saco los abanicos.
Sé que al público le gusta porque por encima de la música puedo oír un murmullo de sorpresa, un «ooooh» apagado que llega justo en el momento en que mis ojos encuentran a Markus en primera fila.
No sonríe. Él nunca lo hace, pero sé ver la aprobación en esos labios ligeramente curvados.
Y yo bailo, me deslizo con la música sin que tenga que mirar siquiera dónde piso. Cierro los ojos, me dejo llevar, y giro, y salto, y me balanceo con las notas hasta que abro de nuevo los ojos y... fallo un paso.
Me quedo completamente quieta.
Una sombra oscura trepa por una de las paredes del auditorio con mucha rapidez. Es grande; puedo distinguir una cola, un destello de escamas...
Es una quimera.
Una bien grande. No creo que sea una clase E.
Miro a los lados. Tal vez la organización haya contratado a algún mataquimeras para protegernos, pero nadie parece verla.
Mis ojos se topan de nuevo con los de Markus. Está espantado, porque desde ahí abajo parece que me he quedado en blanco.
«No es mi problema», me digo.
Las quimeras menores suelen dejar en paz a los humanos. A lo mejor esta solo está echando un vistazo y se marcha cuando se aburra.
Agarro con fuerza los abanicos y dejo que la música me lleve al movimiento que viene ahora.
Tal vez lo olviden. Tal vez pasen por alto un pequeño despiste que...
Oh, no.
No. No. No...
La quimera ha llegado al techo abovedado. Enrosca su cola alrededor de la cuerda de la que cuelga una enorme lámpara de araña y cierra sus fauces alargadas, parecidas a las de un chacal, alrededor de la misma cuerda que impide que la lámpara caiga sobre el público.
—¡Cuidado! ¡Salid de ahí! — grito.
Una mujer se lleva la mano al pecho. Creo que he conseguido que me tomen en serio hasta que me doy cuenta de que murmuran y me miran como lo hacían las chicas de mi clase, mi propio padrastro, el servicio de su casa...
Creen que estoy loca de remate.
—¡Corréis peligro! — chillo, para hacerme oír por encima del ruido de la canción.
Miro arriba. La lámpara se balancea, pero el movimiento es demasiado leve para que nadie piense que es algo más que una corriente de aire.
La quimera sigue mordisqueando la cuerda.
Markus me castigará sin salir durante trescientos años por esto, pero no puedo seguir callada.
—¡Tenéis que desalojar el edificio! ¡Hay una quimera! ¡Una quimera peligrosa!
Primero todos guardan silencio. Luego, cunde el pánico.
Los que han nacido sin el don de ver las quimeras han aprendido a huir cuando alguien les advierte del peligro. Sin un mataquimeras cerca, una persona corriente no tiene ni la más mínima posibilidad contra una de ellas. Por eso tenía que decir algo. Es mi deber, aunque Markus crea que no es digno.
Todos se levantan y durante un segundo creo que lo he conseguido, que voy a salvarlos; pero entonces comprendo que todos me han hecho caso y lo han hecho a la vez. Se gritan y se empujan y se forman tapones en los pasillos mientras intentan huir. Y esa quimera que solo yo puedo ver está a punto de rasgar la cuerda.
Tengo que pararla. Tengo que ser yo; porque no hay nadie más.
Busco en todas direcciones. Guardo los abanicos. Y, cuando veo las poleas..., no me lo pienso mucho.
Corro hacia ellas.
Creo escuchar vagamente que alguien grita mi nombre, probablemente mi padrastro.
Pero ya no me detengo.
Agarro con fuerza la cuerda que está sujeta a un sistema de contrapesos. Me la enrosco alrededor del antebrazo y tiro del cierre que mantiene arriba una de las lámparas del escenario.
Noto un tirón que me hace sonreír, porque ha funcionado.
Luego siento vértigo.
Y salgo despedida hacia arriba.

2
Kian
Si esa quimera de clase D se me escapa, pasaré el resto de mi vida cumpliendo misiones de clase E. El maestro me ha tenido condenado a las misiones más miserables desde la última vez que metí la pata persiguiendo a una quimera de clase D, y si ahora dejo escapar a esta...
No. No puedo dejar que huya.
De pronto, veo un destello verdoso en la esquina del callejón y salgo corriendo hacia allí. Alguien me grita que mire por dónde voy. Una señora con un sombrero desproporcionado murmura algo sobre mis modales y cuando paso entre dos calles estrechas oigo que un vecino amenaza con llamar a la policía.
Sigo el rastro, corro hasta dejarme los pulmones y, entonces, me detengo.
Es el Palacio de las Magnolias.
No me había dado cuenta de que estoy en un barrio de ricachones.
Ahora sí que tengo que terminar este trabajo antes de que la líe otra vez.
Allí a lo lejos, alrededor de una de las columnas de los arcos de la fachada, veo a la quimera enroscada. Como si me oyera, se gira hacia mí, me mira y, entonces, sigue trepando con rapidez hasta que la veo desaparecer por una de las ventanas.
— Maldita sea...
Voy tras ella y me detengo cuando me doy cuenta de que está demasiado alto para trepar. Voy a tener que hacer algo descabellado: entrar por la puerta.
Me aliso la túnica, como si eso ocultara la tela de mala calidad y las manchas de procedencia dudosa, que podrían ser sangre de quimera o escupitajos de quimera o... algo mucho peor, y me asomo. Todo está lleno de gente, y eso es bueno porque nadie me presta demasiada atención cuando paso y alzo la cabeza en busca de la quimera. Una canción muy suave resuena en el auditorio. Los espectadores contemplan el insípido espectáculo de alguno de esos niños ricos que pueden conseguir las grageas que ellos quieran. Yo no le presto atención hasta el cambio abrupto de ritmo y ese «ooooh» que algunos dejan escapar.
Miro también en un acto reflejo, apenas un segundo antes de seguir buscando en la cúpula a la quimera..., pero tengo que detenerme, volver a girar la cabeza y mirar.
Es una chica.
Y lo que está haciendo... Ese baile es...
Me quedo quieto y durante un segundo olvido lo que hago aquí, porque esa chica parece luchar. Baila, pero se mueve como una guerrera. Lleva dos abanicos en las manos y los esgrime como si fueran armas. Su vestido, que se cierra en diagonal sobre el pecho como una túnica, vuela con ella mientras gira y encadena un paso tras otro, como una tormenta desatada.
Pierde el ritmo una sola vez, pero lo disimula enseguida. El tiempo se detiene mientras yo la miro y el hechizo se rompe de nuevo cuando la chica alza el rostro hacia la bóveda y grita:
—¡Cuidado! ¡Salid de ahí!
El corazón me da un vuelco. Sigo la dirección de su mirada y descubro a la quimera de clase D colgada de la lámpara de araña más grande que he visto en toda mi vida.
¿Es que es una mataquimeras?
Maldición... No tengo tiempo de pensar en eso. Echo a correr mientras me digo que tampoco debería haber tenido tiempo para quedarme a ver un estúpido baile.
Rodeo las gradas en busca de alguna de las escaleras que dan a los pasillos superiores. Oigo más gritos de esa chica, amplificados desde donde se encuentra en el escenario y, después, la gente echa a correr.
Todos intentan ir en dirección contraria, hacia la salida. Así que no me molestan.
Subo de dos en dos las escaleras de madera que los técnicos utilizan para preparar las luces, los efectos y todos los mecanismos para la decoración del escenario, hasta que alcanzo el nivel superior. La quimera está ahí, justo en el centro, colgando de esa lámpara enorme que de un momento a otro aplastará a todos los que están abajo sin que sepan qué los ha matado. Pero el corredor seguro termina aquí. Al otro lado de la barandilla solo hay tablas estrechas y la amenaza de una caída fatal.
Intento pasar una pierna al otro lado y, entonces, un grito más agudo que el resto me sobresalta y hace que me tambalee un poco.
No ha sido nada; solamente un susto por el grito, pero esto hace que me quede quieto.
Hay unos cinco o seis metros sin nada a lo que agarrarme hasta la quimera. Si lograra llegar a ella, tendría que plantarle cara sin perder el equilibrio sobre una tabla en la que apenas me caben los pies. No quería matarla desde lejos porque la gragea que deje su cuerpo caerá al suelo, pero no voy a tener más remedio. Ya la buscaré después.
Así que me quedo donde estoy, tomo el arco que llevo a la espalda y una flecha del carcaj y la encajo en su sitio. Me cuadro, apunto y respiro como me ha enseñado el maestro.
Entonces suelto la flecha.
Cruza el aire con rapidez y precisión brutal. Puedo adivinar la trayectoria, directa al ojo izquierdo de la bestia. Sin embargo, noto un leve movimiento en él, apenas un parpadeo, y gira todo su cuerpo al mismo tiempo que utiliza la cola para desviar la flecha.
No lo veo venir.
Echa esa cola llena de escamas hacia atrás, como un escorpión que se prepara para atacar, y emite un sonido que ni siquiera parece animal: es un gruñido extraño y estridente que me pone los pelos de punta. Agita la cola con rabia y un destello plateado sale directo hacia mí. Me muevo justo en el último momento, pero no soy suficientemente rápido, porque un segundo ataque me alcanza en las manos y suelto el arco sin querer.
Un dolor agudo me recorre los nudillos mientras veo caer mi arma al vacío y perderse entre las butacas del auditorio, pero no tengo tiempo para lamentarme.
La quimera me está observando. Tiene el hocico alargado, los ojos estrechos y unos colmillos pequeños y afilados cuando abre las mandíbulas y vuelve a hacer ese ruido horrible.
Voy a tener que enfrentarme a ella aquí arriba.
Desenfundo una daga y estoy decidido a hacerle frente cuando, de pronto, un sonido diferente me detiene. También la quimera se gira.
Descubro una sombra azul y marrón que cruza el espacio entre el suelo y la bóveda, veloz como una de mis flechas. No sé lo que estoy viendo hasta que descubro que es la chica de antes colgada de una cuerda. Sube a la misma velocidad que baja un contrapeso, impulsada por la fuerza de su caída. De pronto, cuando el contrapeso llega al suelo, ella se para arriba con un tirón. Pero ¿qué narices está haciendo?
La quimera sisea y empieza a moverse... hacia ella. La bailarina lo ve, porque se agarra con fuerza a la cuerda y se impulsa para subir hasta una de esas pasarelas estrechas.
Oh, no.
Tengo que hacer algo si no quiero que se la meriende. ¿Qué diría el maestro? Ni siquiera me dejaría cumplir más misiones de clase E.
Busco en la bolsita de cuero que llevo en el costado y saco grageas hasta que encuentro la que quiero: es amarilla y jaspeada. Me la meto en la boca sin pensar, muerdo con fuerza y una sustancia espesa se desliza por mi lengua. Nunca sabes qué sabor te vas a encontrar. Esta vez, sabe a miel, pero también a nieve, a algo dorado y a la sensación cálida de una mano que rodea la tuya en el frío de la noche. Es difícil explicar a qué sabe algo dorado, a qué sa
