La mejor noche de mi vida
El último sol del verano se filtraba con timidez a través de la ventana. Mientras me desperezaba con un suspiro, Álvaro se presentó en mi habitación con un vaso de leche fresca y unas magdalenas recién horneadas.
Me revolví perezosa entre las sábanas.
—¿Te he despertado? —Dejó la bandeja sobre la mesilla y me mostró unos papeles—. Ha llegado el momento de pensar en tu futuro.
Era la matrícula del instituto. Faltaba muy poco para que el curso empezara y, desde hacía semanas, tanto él como Ángela insistían en que me inscribiera cuanto antes.
—Has perdido un curso —continuó—. Y si el año que viene quieres ir a la universidad, tendrás que acabar el instituto...
¿Instituto? ¿Universidad? Aunque mi padre lo desconocía, yo no contemplaba ningún futuro que me alejara de Bosco.
—Ángela estará dando clases en Duruelo este año y podríais bajar juntas cada mañana.
—Todavía no he pensado qué quiero hacer.
—¡Clara! No hay nada que pensar. Tienes que estudiar. —Su voz adquirió un matiz imperativo.
Aparté los papeles con un brazo y contraataqué:
—¿Quién dice que tenga que terminar el bachillerato?
Le mantuve la mirada unos segundos. Sabía que mis palabras podían hacerle daño, pero aun así no las frené:
—En unos meses cumpliré los dieciocho y seré mayor de edad. ¡Puedo hacer lo que quiera!
—¿Y qué significa eso, Clara? ¿Vivir en el monte con un chico medio salvaje?
Sus palabras delataron que conocía mis planes mejor de lo que yo creía.
—¡No sabes nada de él!
—¿Y tú, Clara? ¿Conoces realmente a ese chico? —Su voz se dulcificó—. ¿Estás segura de que te merece?
Aquella pregunta me hizo sonreír. ¿Cómo iba a plantearme semejante tontería? Desde que conocía a Bosco, no había dejado de preguntarme qué había hecho yo para merecerle a él.
—No quiero hablar de esto... —respondí manteniéndole la mirada.
Cuando cerró la puerta, me sentí apenada. Aquella podía ser nuestra última conversación antes de mi partida y odiaba que hubiera acabado en discusión; cómo me odiaba a mí misma por marcharme de manera furtiva.
Hacía meses que había decidido trasladarme a la ciudad eterna con Bosco. Habíamos fijado nuestro reencuentro en la medianoche del segundo domingo de septiembre, cuando las aguas se hubieran calmado y él tuviera listo un lugar en el que estar juntos, cerca de la semilla dormida.
Y mientras esperaba el momento, vivía con mi padre en Colmenar. Habían sido casi cuatro meses de convivencia pacífica y hogareña. ¿Por qué habíamos tenido que discutir precisamente esa noche?
Él solo se preocupaba por mí. Después de todo lo ocurrido, había insistido en que me alojara con él en Colmenar. También había hablado de recuperar el tiempo perdido... Pero lo cierto era que entre sus abejas y Ángela —con quien parecía estar en continua luna de miel— no disponía de muchos momentos para estar con su hija.
Tras reconocerme como tal, me había abierto las puertas de su casa y de su corazón. Poco dado a expresar sus sentimientos, aprendí a interpretar las señales amorosas que me enviaba con gestos como cederme su habitación con baño independiente o ponerle mi nombre a una variedad de miel. En la etiqueta, con su perfecta caligrafía, podía leerse:
Elaborada por las abejas más exigentes
de la comarca de Pinares,
Clara es una miel de flores, fina y deliciosa,
que activa el corazón y eleva el ánimo.
El sonido grave de las campanas de la iglesia, tocando a misa, me recordó que apenas faltaban quince horas para la noche más importante de mi vida.
Me senté en la cama con las piernas cruzadas y recogí todos los papeles que había traído mi padre. Había dos sobres junto a la matrícula del instituto. Uno contenía propaganda de una tienda de ropa en Soria, el otro era una carta con matasellos de una ciudad italiana en la que no conocía a nadie y en la que jamás había estado: Florencia.
Después de leer el destinatario, me pareció un milagro que aquel sobre hubiera llegado con aquellas señas incompletas:
Clara
Fábrica de miel
Colmenar (Soria)
Spagna
Había tenido suerte de que Colmenar fuera un pueblo diminuto y yo la única Clara. Me hizo reír que llamara «fábrica» al pequeño negocio artesanal de mi padre.
Giré el sobre con curiosidad para ver quién me la enviaba, pero no había remitente. Me dispuse a abrirla cuando la melodía de «River Man» sonó en mi móvil anunciándome una llamada.
La imagen de Berta iluminó la pantalla.
Supuse que me llamaba para despedirse. Ella sabía que aquel era el gran día y que los próximos meses estaría incomunicada en la Aldea de los Inmortales.
—¡Hola, lechuguina! ¿Cómo estás?
—¿Cómo quieres que esté? —respondí—. Nerviosa, feliz... ¡Atacada!
—¿Se lo has dicho ya a Álvaro?
—No. —Enmudecí un instante.
—¿No piensas despedirte de él?
—Mi padre no va a entenderlo, Berta. Él quiere que estudie y que me olvide de todo lo que ha pasado en el bosque.
El recuerdo del incendio que había acabado con las vidas de los padres de Robin y de los chicos de la República del Bosque, tan solo unos meses atrás, me produjo un escalofrío.
A pesar de los cabos sueltos —tres de los cuerpos no habían sido identificados—, las autoridades habían decidido dar por zanjado el asunto y aceptar que se trataba de un fatal accidente causado por encender fuego de forma temeraria en una zona frondosa. El viento había propiciado que las llamas se propagasen y acorralaran a las víctimas al cambiar de dirección.
Mi padre era el único colmenareño que intuía lo que había pasado realmente, y por eso quería cerrar ese dramático capítulo de mi vida alejándome del chico del bosque.
—No sufras —reflexionó Berta—. Podrás ver a tu padre en primavera. Ahora debes ir con Bosco. Tu lugar está a su lado.
—Tienes razón —dije animada por sus palabras—. ¿Qué tal os va a James y a ti?
—¡Muy bien! Estamos viviendo en Chelsea, en una casa que era de su abuelo. Tendrías que verla, Clara, ¡es una pasada! Tiene biblioteca y hasta un jardín impresionante.
Podía imaginarlo. Aquella era la zona más chic, elegante y rica de Londres. Un barrio para las familias con mayor poder adquisitivo de la ciudad.
—Ya veo que te ha tocado la lotería —bromeé.
—Sí, pero el premio gordo es James. Creo que es la única persona en este mundo capaz de considerar encantadoras todas mis rarezas.
Ambas reímos.
—Hablando de rarezas, ¿qué tal le va al Kolgao?
Aquella era su forma habitual de referirse a Koldo. Tuve que admitir que, desde que vivía solo en el bosque, esa definición le iba que ni pintada.
—La última vez que estuve en la cabaña del diablo se paseaba medio desnudo entre las cuatro paredes que había logrado levantar de los escombros. Llevaba semanas sin lavarse y decía cosas muy extrañas, algo sobre volver a los orígenes del hombre puro, creo recordar...
—Ese no sabe lo que es un invierno en la sierra. Te apuesto lo que quieras a que en cuanto caigan las primeras nieves, no aguanta ni un día en el bosque. ¡No todo el mundo sirve para la vida de ermitaño!
No pude evitar tomarme su comentario como algo personal.
Bosco me había dicho que, en invierno, la temperatura en la aldea bajaba tantos grados que era necesario partir el hielo con un hacha y calentarlo en la lumbre para poder beber agua. ¿Cómo me las arreglaría para asearme o lavar la ropa? ¿Tendría Bosco una tina de madera como en la cabaña del diablo o acabaría convirtiéndome en una apestosa como Koldo?
—Cada uno hace lo que puede —protesté.
—No me refería a ti, Clara. Bosco sabrá cómo cuidarte... —Oí su risa de fondo—. ¿Puedo pedirte algo? Necesito unos papeles que están en casa de mis padres. Quiero estudiar diseño de moda, pero primero debo sacarme el bachillerato y necesito el título de la ESO. ¿Podrías pedírselos a mi madre y enviármelos a Londres?
Anoté la dirección en un papel y me despedí de mi amiga.
Nada más colgar, me asaltaron nuevas dudas sobre la vida en el valle. ¿Por qué no podían ser las cosas más sencillas entre nosotros? No aspiraba a tener una vida como la de Berta y James, rodeados de lujo en un gran ciudad. Me conformaba con las comodidades de la Dehesa o la cabaña del diablo... Pero la posible existencia de aquella otra semilla ligaba el destino de mi ermitaño a aquel valle helado. Y, por consiguiente, también el mío.
Sabía que el calor de Bosco me ayudaría a vencer el invierno, pero ¿y la convivencia? Podía cansarse de mí, o, peor aún, desenamorarse.
Me pregunté qué habría visto en mí. Me angustió responderme que yo era la única chica «que había visto» en décadas. También estaba Berta, pero a ella la había conocido siendo una niña y eso hacía que la viera como a una hermana.
Confiaba en que nuestro amor sería suficiente para superar cualquier contratiempo.
Pero si Bosco me había enseñado que el corazón no entiende de imposibles, con Robin había aprendido que también tiene un lado oscuro que no siempre podemos controlar.
Mientras me dirigía a casa de los padres de Berta, me di cuenta de que había anotado la dirección en el sobre de aquella misteriosa carta de Florencia.
Además del encargo de Berta, tenía que dejar varias cosas listas aquel día, como preparar la mochila o escribirle a mi padre unas líneas de despedida, pero aun así me detuve un instante junto a la fuente del pueblo y abrí el sobre con curiosidad.
Querida Clara:
No estoy muy segura de que esta carta llegue a tus manos. Aunque he oído hablar de ti, tengo muy pocas referencias tuyas. Tan solo un frasco de miel con tu nombre y una foto enganchada con un imán en la nevera.
Te preguntarás por qué te escribo, y eso es algo que ni yo misma sé. ¡Ni siquiera estoy segura de que puedas ayudarme!, pero no sabía a quién recurrir y me acordé de la chica de la miel.
Robin me habló de ti en varias ocasiones. Nada concreto, pero de alguna forma entendí que algo fuerte os unía. Por eso te escribo.
Levanté un instante la vista de aquellas líneas... ¿Robin? ¿Qué diablos hacía él en Florencia?
Robin ha desaparecido. Hace dos semanas que no sé nada de él. Le conozco desde hace muy poco y solo soy su compañera de piso... pero no parece el tipo de persona que se esfuma sin dar explicaciones, y estoy muy preocupada. Toda su ropa y documentación están en casa.
Una noche de confidencias, que nos habíamos pasado bebiendo grapa, me dijo: «Clara es la persona que mejor me conoce en este mundo».
Yo soy su única amiga aquí en Florencia, y estoy segura de que le ha pasado algo... Antes de llamar a la policía se me ocurrió que tal vez tú podías saber algo. Como no tenía tu dirección, busqué las señas del frasco de miel y di con Colmenar. Espero haber acertado.
Más abajo verás mi dirección y perfil de Facebook. Escríbeme. Sería genial que pudieras tomarte unos días y venir a Florencia. Tengo la intuición de que si estás aquí, Robin aparecerá.
Camilla
Leí la carta tres veces más. Me parecía tan increíble lo que explicaba que no acababa de dar crédito a lo que leía. Si ya era extraño que Robin estuviera en Florencia, y no en Estados Unidos como nos había hecho creer, todavía lo era más que aquella chica me pidiera ayuda para encontrarle.
¿Qué podía hacer yo por él en una ciudad que ni siquiera conocía?
Robin tenía el coeficiente intelectual de un genio y el físico de un soldado, sabía cuidarse solo. Aun así, no pude evitar inquietarme un poco. Me sorprendió que le hubiera hablado de mí a una chica que apenas conocía y hubiera colgado mi foto en su nevera. Habría jurado que no era el tipo de chico que hacía esas cosas. ¿O tal vez sí? Quizá no le conocía tanto...
No tenía su teléfono y hacía semanas que no contestaba a mis e-mails, motivo de más para preocuparme. En cualquier caso, poco podía hacer por él antes de marcharme a la aldea. Aun así, aceleré el paso con la intención de escribirle un mensaje en cuanto regresara de casa de Berta.
Cuando su madre me abrió la puerta, me quedé sin habla. Llevaba las manos ensangrentadas. Atónita, bajé la vista a las manchas rojas de su delantal.
La madre de Berta me miró un instante antes de estallar en una carcajada.
—Tranquila, maja, que no he matado a nadie... Solo estoy embutiendo unos chorizos.
Miré con desagrado los restos de carne cruda con pimentón que tenía en las manos y entre las uñas, y reí antes de explicarle el motivo de mi visita.
Me sorprendió que ni se inmutase. Aquella mujer se había pasado todo el verano presumiendo del compromiso de su única hija con un educado universitario inglés, pero, curiosamente, no pareció darle ninguna importancia al hecho de que Berta hubiera decidido retomar sus estudios.
Me fijé en la goma de unas medias cortas que asomaban bajo su falda negra y me pregunté de quién habría heredado Berta su sensibilidad por la moda.
—¿Podrías subir tú misma a su cuarto y buscar esos papeles? —me pidió dirigiéndose de nuevo a la cocina—. Está al final del pasillo.
La habitación de Berta era un oasis de energía juvenil en aquella sobria y humilde casa pinariega. Supuse que ella misma se había encargado de personalizarla con poco dinero y mucho estilo. Los muebles de pino habían sido tratados con barniz blanco y las paredes estaban repletas de fotografías de su estancia en Londres. Había también una estantería llena de libros —la mayoría, en inglés— y un móvil de Alexander Calder, comprado en la Tate Modern, colgando del techo.
Abrí varios cajones de un escritorio hasta que di con una carpeta azul. En ella había recortes de moda y dibujos infantiles. Me sorprendió que en todos apareciera el mismo monigote de pelo amarillo en distintos escenarios: rodeado de árboles, junto a una casita o bañándose en el río. En algunos salían corazones con la misma inicial repetida: la B. Sonreí al imaginarme a Berta de niña, impresionada, tras haber conocido a Bosco.
En otro cajón, junto a varias libretas escolares, apareció un libro de tapas muy antiguas. Era una primera edición de 1920 de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Lo abrí con curiosidad. Las páginas amarillentas desprendían un intenso olor a viejo. Había anotaciones en el margen con una caligrafía que reconocí como la letra de Bosco.
Junto al poema número trece, había escrito: «Poesía para Berta». No pude evitar sentirme celosa al saber que había compartido a Bécquer también con ella.
XIII
Tu pupila es azul, y cuando ríes,
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana,
que en el mar se refleja.
Tu pupila es azul, y cuando lloras,
las transparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.
Tu pupila es azul, y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea,
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.
Me pregunté si mi ermitaño habría conocido también su pupila verde. Sospeché que no. Su mirada era siempre azul y amorosa cuando se trataba de Bosco.
Al pasar las páginas, una fotografía saltó del interior y aterrizó en el suelo. La recogí y leí la frase que había anotada en el dorso: «La mejor noche de mi vida».
Antes de girarla, sentí una punzada extraña en el corazón. En aquella instantánea aparecían dos chicos metidos en un mismo saco de dormir.
Con el alma rota, observé a una jovencita Berta, sonriendo con dulzura a cámara, mientras Bosco la abrazaba. El torso desnudo de él y los brazos descubiertos de ella —extendidos para tomar la foto— revelaban que no llevaban nada debajo.
Cosas que nunca podré hacer contigo
Aunque faltaban casi dos semanas para el cambio de estación, el otoño ya se había instalado en el bosque. Las últimas lluvias habían recuperado el manto verde bajo los pinos y un musgo turgente empezaba a trepar por sus troncos.
Mientras me dirigía a la Dehesa, maldije el tiempo. Mi abuela solía decir que bajo la lluvia es fácil identificar a las personas felices porque no les importa mojarse. «Si no tienen paraguas, su alegría les protege de cualquier resfriado —decía—. No lo olvides nunca, Clarita, merece la pena sentir la magia de la lluvia. Significa que estás viva.» Aquel día estaba segura de que agarraría una buena pulmonía.
Llegué a la Dehesa empapada después de haber corrido bajo el temporal. Tras cerrar la puerta, encendí la chimenea y subí a cambiarme. Todavía guardaba algo de ropa en el armario.
Después me senté junto al hogar y observé de nuevo la foto.
Me sentía una tonta por no haberlo sospechado antes. La propia Berta me había confesado meses atrás, en el Lago de las Princesas, que aparte de James otra persona había detenido su universo con un beso. En aquel momento había pensado que podía tratarse de Bosco, pero jamás imaginé que hubieran llegado tan lejos...
Muy a mi pesar, aquella foto era la viva demostración. Los dos estaban desnudos, abrazados y en el mismo saco. El flash iluminaba unos pinos alrededor de la escena, donde podía apreciarse un cielo estrellado de fondo.
La cara adolescente de Berta revelaba que aquello había ocurrido mucho antes de que yo llegara al bosque. No tenía sentido estar celosa, pero, aun así, me sentía traicionada. ¿Por qué me lo habían ocultado?
Lo que más me disgustaba era que Bosco me hubiera mentido. Él siempre me había dicho que la quería como a una hermana y que le recordaba a Flora —la niña madrileña que se había precipitado al vacío mientras recorría las azoteas de la ciudad con él—. Berta había sido su «vínculo con el mundo real» en aquel bosque solitario, la persona que había curado su corazón herido por la culpa. «Ella es mi ángel protector —me había dicho meses atrás—, pero tú eres mi amor.»
Para ser justa, debía reconocer que yo también había compartido algo más que un beso con Robin. El síndrome de Estocolmo y mi lucha por escapar de aquel sótano en Londres me habían abocado a ello. Pero yo había sido sincera con Bosco y se lo había contado.
Me fijé en su rostro. A diferencia de Berta, él no había cambiado ni un ápice. Habrían pasado un par de años desde aquella foto, pero estaba exactamente como le conocía. Tan bello como en aquella primera aparición en mi ventana, cuando le había confundido con un fantasma. Me inquietó pensar que siempre sería así. Pasaran diez, veinte o treinta años, su rostro seguiría siendo tan bello y joven como en esa instantánea.
Me negué a admitir que sentía algo más intenso que la rabia que me carcomía por dentro; algo más fuerte incluso que los celos que me pinchaban como agujas en el corazón al imaginármelos juntos.
Era miedo.
Miedo a que su amor por mí fuera tan volátil como el que había sentido por Berta. Miedo a que el paso del tiempo destruyera lo que nos unía. ¿Cómo íbamos a construir algo sólido si empezábamos con mentiras?
Por primera vez me asaltaron serias dudas sobre mi destino. Saqué un papel de mi bolsillo y busqué un bolígrafo. Nunca había pensado en los inconvenientes de aquella vida de aislamiento y en la cantidad de experiencias a las que renunciaba. Había tantas cosas que nunca podría hacer con él, tantos deseos que jamás cumpliría debido a su don, que empecé a anotarlos según pasaban por mi mente:
COSAS QUE NUNCA PODRÉ HACER CONTIGO
Pasear de la mano por las calles de Soria, de Barcelona... o de cualquier otra ciudad.
Tomar un helado en una terraza después de una tarde de compras.
Ver a la gente pasar desde esa misma terraza y reírnos de cosas que solo nos hacen gracia a nosotros.
Tumbarnos al sol en la playa mientras escuchamos risas de niños que hacen castillos en la orilla.
Correr tras un autobús para no perderlo.
Saborear palomitas y besos salados en la última fila del cine.
Visitar Londres con Berta y James.
Desayunar juntos en una cafetería antes de entrar en clase.
Esperarte a que vengas a recogerme.
Enfadarme contigo porque tardas en llegar.
Visitar un museo en un día frío de invierno y contemplar juntos el mismo cuadro.
Salir a cenar y pedir platos que nunca hemos probado...
Bailar juntos en una fiesta.
Dejé de escribir al notar cómo mis ojos se nublaban y las lágrimas empezaban a emborronar aquellas tontas frases. Meses atrás, mi único deseo había sido apurar cada segundo de mi existencia a su lado... Pero, poco a poco, había empezado a entender que nuestra relación nunca sería tan perfecta como él y que, con el tiempo, habría cosas que me pesarían mucho más que aquel aislamiento forzoso... Una de ellas, la más importante, era envejecer al lado de un ser eternamente joven.
Sentí rabia al recordar que él jamás había contemplado la posibilidad de destilar el néctar de la eterna juventud para que yo fuera como él.
Pasaba la medianoche cuando me asomé a la ventana. Al otro lado del cristal, una lluvia torrencial formaba una cortina tan espesa y oscura que era imposible ver nada. El ruido de un trueno me sobresaltó. A los pocos segundos, un relámpago iluminó una silueta que se acercaba.
Permanecí inmóvil cuando alguien golpeó la aldaba de bronce. Su quejido metálico resonó en los recovecos de mi mente, incitándome a reaccionar.
Me sequé las lágrimas y abrí la puerta con el corazón en un puño. La figura imponente de Bosco apareció al otro lado y me estrechó entre sus brazos.
Cerré los ojos y me abandoné por un instante al calor de su cuerpo. Sentí cómo mis piernas se aflojaban temblorosas al notar su pecho duro contra el mío, su aroma asilvestrado, el roce de sus dedos sujetando mi nuca, sus labios acercándose...
Temblé de nuevo.
—¿Qué pasa, Clara?
Me apartó ligeramente y me miró con el rostro contraído. Me mordí el labio y murmuré una excusa entre dientes:
—Vuelvo enseguida.
Subí al baño y respiré hondo. Tenía un nudo en el estómago, una mezcla de inquietud y miedo por lo que estaba a punto de hacer. Hice un esfuerzo por controlar el temor que nacía desde mis entrañas y bajé de nuevo al salón.
Bosco estaba leyendo la carta de Florencia que había dejado olvidada en el sofá. Al verme, la dobló de nuevo y me miró con extrañeza. Sus facciones estaban contraídas, como si adivinara lo que iba a decir a continuación.
—No voy a ir contigo a la Aldea de los Inmortales... —Me sorprendió pronunciar aquellas palabras con tanta entereza—. Necesito aclararme y no creo que sea una buena idea que te acompañe este invierno.
Me molestó entrever una expresión de alivio en su rostro. Habría deseado que me declarara amor eterno y me suplicara que cambiara de opinión, pero me conformaba con que reaccionara de algún modo a mis palabras. En lugar de eso, me contestó con indiferencia:
—Está bien. Lo entiendo.
Pestañeé varias veces para evitar el llanto que amenazaba en mis párpados.
—¿Está bien? ¿Lo entiendes? Te estoy diciendo que no quiero estar a tu lado, ¿y eso es lo único que se te ocurre decirme?
Le observé durante un instante. Su deslumbrante belleza me pareció en aquel momento un arma casi tan hiriente como su frialdad. Había verano aún en su piel y restos de sol enredados en su cabello. Aparté la mirada para no ceder al impulso de echarme a sus brazos.
Sus palabras aplacaron mi deseo como un jarro de agua fría:
—La vida en el valle es muy difícil y no creo que estés preparada.
Dejé que la rabia respondiera por mí:
—Vaya, no estoy preparada para vivir en un valle aislado, pero sí en cambio para esconderme sola en una gran ciudad, huir de una organización peligrosa y soportar que me secuestren, me droguen...
—Yo no quería que nada de eso sucediera —me interrumpió con voz dulce—. Pero el peligro ya ha pasado, y esta no es tu condena.
—Condena era pasar un solo día lejos de ti —solté con un hilo de voz—. Tú eras mi mundo.
Bosco respiró hondo, sacudió la cabeza y clavó la mirada en el suelo durante un buen rato. Cuando la levantó, sus ojos azules se habían vuelto insondables y fríos, como un lago helado.
—Clara, nuestros mundos son distintos. Tarde o temprano tenía que ocurrir. No somos iguales...
Me dolió que me lo recordara cuando él no había hecho nada por cambiarlo.
—Es cierto, no soy como tú. Volvería a pasar mil veces por todo eso si tu amor fuera el premio, en la Aldea de los Inmortales o en el mismísimo infierno. Pero ahora creo que no me mereces. —Mi voz se quebró—. ¡A ti solo te importa la maldita semilla!
Me arrepentí de mis palabras nada más pronunciarlas... pero aun así no podía detenerlas. Había abierto las compuertas de mi corazón y mis sentimientos más profundos fluían libres, sin ningún control.
—Rodrigoalbar se enfrentó a sus miedos por un sueño —continué—. Él sufría tu don y, sin embargo, eso no le impidió viajar por todo el mundo en busca de personas nobles con las que fundar la aldea. Tú, en cambio, vives aislado, huyendo del miedo, sin darte cuenta de que el único temor que te impide ser feliz es el tuyo propio.
—Soy un ermitaño. He vivido más de una vida sin otra compañía que mi sombra. No sé hacerlo de otra manera. Te quiero. Siempre te he querido, pero...
Las rodillas empezaron a temblarme. Me sentía mareada y no podía controlar el torrente de lágrimas que caían en cascada.
—Dices que he despertado tu corazón y que me quieres... pero lo cierto es que estás deseando librarte de mí. No lo niegues, he visto tu cara de alivio cuando te he dicho que no iré contigo a la aldea... Dime una cosa, ¿a Berta también la quisiste igual? Sé que te acostaste con ella.
Saqué la foto del bolsillo y se la mostré.
Pude apreciar un tinte de tristeza en su mirada antes de responder:
—Ella entendió mi naturaleza libre, jamás trató de retenerme.
Enmudecí mientras la rabia se enroscaba en mi vientre como una serpiente venenosa.
—Vete, Bosco. ¡Vuelve a tu bosque y déjame en paz!
El sonido de mi propio llanto me impidió oír cómo cerraba la puerta y salía de mi vida, tan sigiloso como había entrado en ella un año atrás.
Oblivion
Huir era la única forma de que mi corazón herido dejara de sangrar. En Colmenar sentía que el aire me asfixiaba. Todo me recordaba a Bosco. Estar tan cerca de sus recuerdos era mucho más doloroso que poner distancia de por medio. Aunque solo nos separaba un invierno, un abismo se había abierto entre los dos, y ya nada podría fundir el hielo que había congelado nuestros sentimientos.
Tras dos semanas de calvario, en las que pasé por todos los estadios de la tristeza y la rabia, decidí contactar con Camilla y aceptar su invitación para ir a Florencia. En parte, porque quería ayudarla a encontrar a Robin, pero, sobre todo, porque necesitaba cambiar de aires. Y la idea de estudiar en una ciudad distinta, y desconocida para mí, me parecía una buena manera de lograrlo.
En el fondo, sabía que el chico de negro estaría bien.
Aquello era de locos... Pero era justo la clase de locura que mi corazón necesitaba para huir del bosque.
Tras preparar la maleta, envié un mensaje a Robin con la esperanza de que me contestara... No me atreví a decirle que iba a Florencia por si le habían interceptado el correo electrónico y realmente estaba en peligro; así que le escribí una frase en clave.
El hada sin sueño conoce el refugio del mirlo negro.
No obtuve respuesta.
Para ser sincera, reencontrarme con él no me inquietaba. La distancia había difuminado el síndrome de Estocolmo que tanto me había confundido meses atrás. Además, me sentía tan dolida con todo lo sucedido con Bosco que estaba convencida de que mi corazón ya no despertaría nunca más al amor.
Mi padre no se opuso a que estudiara fuera. Faltaba menos de un mes para que cumpliera los dieciocho, así que me tranquilizó contar con su aprobación. Él solo quería que hiciera algo con mi vida y Florencia le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro para acabar el bachillerato. Su única condición fue que aprobara el curso.
Ángela también aplaudió mi decisión y me ayudó a encontrar plaza para el bachillerato internacional en una buena escuela florentina, que preparaba a los estudiantes para cualquier universidad europea. Las clases eran en inglés. A mi profesora le pareció una experiencia muy recomendable para cualquier joven.
La única pega de aquella academia era el desorbitado precio de la matrícula. Por suerte, aún me quedaba dinero de las monedas de oro que había vendido en Londres, así que hice la reserva. Como las tarifas no se mencionaban en la web, preferí no comentar ese detalle con mi padre o Ángela para evitar preguntas incómodas.
Mientras Álvaro me conducía al aeropuerto de Madrid, en silencio y con la mirada fija en la carretera, sentí un déjà vu. Era la segunda vez que hacía ese recorrido con mi padre. Aunque las razones que me alejaban del bosque eran muy distintas a la anterior, otra vez huía a un país extranjero...
Aparté la mirada del asfalto para posarla unos segundos en mi padre. Continuaba pareciéndome un extraño —apenas habíamos tenido ocasión de conocernos—, pero al mismo tiempo sentía el vínculo invisible que nos unía de forma poderosa. En aquel momento sonreía, como si estuviera acordándose de algo especial.
—A tu madre le encantaba Italia.
—¿De verdad?
Le miré extrañada. Ella jamás había mencionado tal cosa.
—Quería ir allí si, algún día, ella y yo... —Tomó aire antes de seguir hablando—. Su sueño era ir a Florencia, visitar la Galería de los Uffizi y contemplar de cerca El nacimiento de Venus.
—Tenía una lámina enorme en su habitación —reconocí.
—No olvides hacerle una visita a Botticelli, entonces.
Asentí con tristeza. No dejaba de ser irónico que el destino para olvidar a mi amor fuera el mismo que ella había escogido para vivir el suyo. Me apenó que nunca llegara a cumplir su deseo...
Álvaro me atusó el pelo, como si quisiera borrar de mi cabeza cualquier pensamiento triste.
—¿Te has acordado de vacunarte?
—Me voy a Italia, no a Etiopía. A no ser que haya un brote de gripe A en Florencia...
—Bueno, a menos que seas inmune a la belleza, hay algo todavía más fulminante que eso: el síndrome de Stendhal. Cada año se registran más de cien casos de turistas que sufren vértigos y desvanecimientos mientras visitan la ciudad.
Me sorprendió que mi padre, que llevaba décadas sin salir de Colmenar, supiera tanto sobre la ciudad del arte.
—¿Por qué?
—Porque no están acostumbrados a tanta acumulación de belleza. Se llama así porque Stendhal, el novelista francés, sufrió uno de esos episodios tras entrar en la Santa Croce. De repente se sintió aturdido, desorientado, con fuertes palpitaciones... y tuvo que salir enseguida de la iglesia.
Le miré boquiabierta.
—A veces la perfección resulta difícil de soportar, ¿no crees?
—Si hubiera una vacuna contra ella, me la pondría sin pensarlo —respondí con tristeza recordando a Bosco.
—La hay —respondió Álvaro—. Se llama olvido. Solo quien olvida el amor puede ser inmune a la belleza.
Me pregunté si alguna vez lograría no estremecerme con el simple recuerdo de su bello rostro.
—Y convertirse así en un corazón dormido —añadí tras un suspiro.
Mi padre desvió un instante la mirada de la carretera y la posó en mí con dulzura antes de decir:
—El año pasado yo era incapaz de apreciar ningún tipo de belleza, Clara. Pero tú has traído de nuevo el amor a mi vida...
Me pareció que mi padre había escogido una forma muy tierna para decirme que me quería. Poco acostumbrado a expresar sus sentimientos o a decir cosas bonitas, le agradecí sus palabras con un beso.
Sus mejillas se encendieron con timidez.
—Supongo que lo dices por Ángela, ¿verdad? —bromeé.
Álvaro soltó una carcajada.
—Sí, también.
—Por mí no te preocupes, papá —todavía se me hacía extraño pronunciar esa palabra—, no tengo intención de desmayarme por las calles de Florencia.
Estuve a punto de añadir que esperaba vacunarme del olvido con aquel viaje, pero no lo hice. Lo último que me apetecía era hablar con mi padre de Bosco.
Si había sobrevivido a su amor, no tenía dudas de que podría superar aquel extraño síndrome relacionado con la belleza extrema. Pero ¿cómo me iba a olvidar de él?
Me acordé de la letra de una antigua canción que le gustaba a mi madre y que decía:
Todo el mundo sabe
que es difícil encontrar
en la vida un lugar
donde el tiempo pasa cadencioso
y sin pensar
y el dolor es fugaz [...]
Bécquer no era idiota
ni Machado un ganapán
y por los dos sabrás
que el olvido del amor se cura en soledad.*
Suspiré con tristeza mientras me despedía de los últimos pinos que flanqueaban la carretera comarcal de Soria a a