Heridas con alas

Erin Stewart

Fragmento

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1

Un año después del incendio, el médico me quita la máscara y me dice que me busque la vida.

No usa esas palabras exactas, claro, porque le pagan para se luzca con un montón de términos especializados como «reintegración» y «aislamiento», pero, básicamente, el Comité para la Vida de Ava celebró una reunión importante y decidió que ya me había lamentado durante bastante tiempo.

Mi fiesta del lamento posquemaduras ha terminado.

El doctor Sharp me analiza los injertos para asegurarse de que no me han crecido, sin que él se dé cuenta, alas de murciélago en las axilas desde nuestra última sesión mensual de cacheo. Las cicatrices pueden ser unas cabroncillas muy caóticas y, como tengo el sesenta por ciento del cuerpo hecho un desastre, el doctor Sharp tarda nada más y nada menos que veinte minutos en completar el chequeo. El papel protector que cubre la camilla cruje debajo de mi cuerpo, mientras mi tía Cora observa con atención desde la banda y va tomando notas en su gigantesco archivador Recuperación de Ava, al tiempo que sigue al médico con la mirada.

Él me quita el pañuelo de la cabeza y luego la máscara de plástico transparente de la cara y empieza a toquetearme las cicatrices con los dedos.

—La curación es una preciosidad —dice sin una pizca de ironía.

Noto la frialdad de sus dedos por encima de los ojos, pero esta desaparece en cuanto la mano se desplaza hacia los injertos más gruesos que tengo alrededor de la boca.

—Bueno —digo—, aunque la mona se vista de seda, mona se...

—¡Ava! —exclama con un grito ahogado Cora, quien no es solo mi tía, sino también la autoproclamada directora general del ya mencionado comité de mi vida.

El doctor Sharp sacude la cabeza y ríe. Aparecen dos profundos hoyuelos a ambos lados de su sonrisa y le dan todavía más aspecto de uno de esos médicos buenorros de la tele, que aprovechan, cuando no están salvando vidas, para enrollarse con alguna compañera en la sala de descanso. Maldigo esos ojazos y esa mandíbula marcada por el cosquilleo que siento en el estómago cada vez que me toca los injertos. Tampoco ayuda mucho el ser plenamente consciente de que me ha visto desnuda unas diecinueve veces más o menos. Claro que ha sido sobre la mesa de operaciones, pero me ha visto en cueros, aunque estuviera cubierta por una gasa y tuviera las cicatrices de diecinueve intervenciones.

Sin embargo, nunca hemos hablado de ese tema tan incómodo, al igual que jamás menciono que una vez me arrancó literalmente un pedazo de culo y me lo adaptó a la cara para hacerme una frente nueva.

El doctor Sharp me pasa un espejo como de peluquería para que pueda admirar su obra.

—No, gracias —digo y se lo devuelvo.

—¿Todavía tienes problemas con lo de mirarte?

—A menos que me haya salido una cara nueva por la noche, ya sé qué voy a ver.

El doctor Sharp asiente en silencio mientras anota algo en mi historial, y tengo el presentimiento de que el comité se reunirá para hablar sobre mi resistencia a las superficies reflectantes. No es que no me haya visto la cara. Ya sé qué aspecto tengo. He decidido no seguir mirándome. Con su sonrisa de hoyuelos, el doctor Sharp me pasa la máscara de plástico.

—Creo que te gustará saber que ya puedes despedirte de esta amiguita.

Cora suelta un grito de alegría y me da un incómodo abrazo agarrándome por el costado, con cuidado de no ejercer demasiada presión para no perjudicar el importantísimo proceso curativo.

—Es el mejor regalo que podía hacernos hoy, doctor Sharp. De hecho, esta semana hará un año desde... —Cora hace una pausa, y prácticamente puedo ver cómo su cerebro intenta dar con las palabras apropiadas.

—El incendio —intervengo—. Hará un año desde el incendio.

El doctor Sharp me pasa la máscara, que ha sido mi fiel compañera a diario, veintitrés horas al día durante un año. Su único trabajo: mantener mi cara aplanada mientras se cura para que las cicatrices no se hinchen hasta convertirse en protuberancias carnosas. Los médicos y enfermeras me aseguran constantemente que la máscara ha hecho que las cicatrices se curen mucho mejor, aunque dudo que el patchwork de injertos descoloridos que llamo cara pueda empeorar.

—Tendrás que seguir llevando las fajas compresoras corporales hasta que estemos seguros de que las cicatrices no interferirán en tus movimientos —dice el doctor Sharp—. Pero tengo otra buena noticia que darte.

Cora lo mira asintiendo ligeramente con la cabeza, lo que me indica que, sin importar qué me diga, ya sé que es resultado directo de una reunión del Comité de Ava. Mi invitación a ese encuentro habrá ido a parar a la papelera de mi correo.

—Ahora que ya no necesitas la máscara, autorizo y recomiendo fervientemente que vuelvas al instituto —anuncia.

Jugueteo con la máscara dándole vueltas con una mano y sin levantar la vista.

—Paso mucho de eso —digo—. Pero gracias.

Cora abandona de un salto su sitio al otro lado de la estancia, deja su gigantesco archivador junto a la pica, prácticamente se sienta en la silla para pacientes conmigo y me da una palmadita en el muslo.

—Ava, sé que estás aburrida de las clases por internet y siempre estás diciendo que te gustaría que las cosas volvieran a ser normales.

Normales.

Claro. Normales como antes. Normales como la Ava de antes del incendio. Normales de verdad.

—Eso. No. Va. A. Suceder. Nunca —afirmo—. No voy a volver como si nada a mi antiguo instituto esperando que todo vuelva a ser igual.

—Podrías ir al centro que hay al lado de casa, como habíamos hablado. O escoger el instituto que quieras —insiste Cora, decidida—. Ya sabes, empezar desde cero. Hacer amigos y comenzar una vida nueva aquí.

—Antes prefiero morir —mascullo.

Me ha ido bien con las clases en casa por internet, sin quitarme el pijama. Allí nadie me ve. Nadie me señala, se queda mirándome y susurra cuando paso por su lado, como si fuera sorda además de deforme.

—Sé que no lo dices en serio —dice Cora—. Tienes suerte de seguir viva.

—Ya. Soy una pata de conejo humana.

¿Por qué tengo suerte de haber sobrevivido? Mi madre, mi padre y mi prima Sara seguramente están bailando en un prado celestial o felizmente reencarnados como monjes de la India, mientras yo me enfrento al bucle interminable de las operaciones, los médicos y las miradas de los desconocidos.

Pero no puedo competir con las tumbas. La muerte siempre gana frente al sufrimiento.

—Si yo fuera Sara, me hubiera gustado vivir la vida a tope —añade Cora—. Y sé que a tu madre le gustaría que fueras feliz.

El que utilice a los muertos para ganar la discusión me fastidia.

—Yo no soy Sara. Y tú no eres mi madre.

Cora me da la espalda y también el doctor Sharp. Él finge concentrarse muchísimo en la pantalla del ordenador para no reconocer la tensión que se respira en la sala y resulta asfixiante como el humo. Odio que el doctor presencie esta bochornosa pataleta de niñata, pero, en parte, la culpa es suya por maquinar esto a

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