Todas mis respuestas (Dunas 1)

Cherry Chic

Fragmento

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Prólogo

Costa del sol, 1970

Antonio abrió la verja de casa y se dio prisa en quitarse el chubasquero. El viento no le molestaba, era un hombre hecho a la mar y estaba acostumbrado. El agua tampoco le molestaba. Era pescador, lo llevaba dentro. En cambio, el viento con agua de tormenta, aun siendo primavera, era molesto. Lo admitía. No es que no pudiera soportarlo, pero tenía ganas de entrar en calor. Aquella noche había sido especialmente larga y, por desgracia, ni siquiera había merecido del todo la pena porque no habían conseguido pescar mucho. Un mal día en general, por lo que pudo ver en la lonja.

—¡Rosario! —exclamó cuando entró en casa—. ¡Ya estoy aquí!

Su mujer no contestó de inmediato, pero cuando apareció lo hizo con el delantal puesto, como casi siempre, con un barreño bajo un brazo y con una mano puesta en los riñones, que seguramente ya tendría doloridos por su estado avanzado de gestación.

—¿Cómo ha ido? —preguntó.

Su cara debió de decirlo todo. El trabajo en el mar no solo era duro, sino, a menudo, ingrato. Su cara se contrajo un poco, pero de inmediato asintió y enderezó la espalda.

—Mañana será mejor —dijo para animarla.

—Seguro que sí.

No parecía muy convencida, pero era lógico. No es que les fuera mal en la vida, pero siempre podía irles mejor. Antonio soñaba con construir una casa en el terreno que su suegro le había dejado en herencia, cerca de allí. Iba en sus ratos libres y hacía lo que podía, pero construir una casa precisaba de tiempo y dinero. Él no tenía ni una cosa ni la otra.

Aun con todo, no se quejaba. Iba a ser padre y vivía en la casita familiar, esa que su padre ayudó a construir frente al mar. Vivía allí porque era pescador, como su padre y como el padre de su padre, como todos los hombres de su familia. No era una casa grande ni lujosa, pero tenía chimenea y había comida suficiente para poner un plato caliente a diario en la mesa. Había que dar gracias a Dios, como decía Rosario.

Se sentó a comer con su mujer, la miró y, cuando ella le sonrió, Antonio lo supo: algún día la vida le daría tantas alegrías como peces tenía el mar. Lo sabía porque estaba seguro de que, si un día faltaba, su Rosarillo se haría cargo de la familia con la misma soltura que él o más. No faltaría el pan mientras ella estuviera en pie.

—Cuando construya la casa del terreno, voy a hacerte un jardín que ni la reina de España, Rosario. Ya verás.

Ella se rio y masajeó su barriga.

—Yo, con que tenga un techo y una cama, ya me avío, Antoñillo de las Dunas.

Antonio se rio. Lo llamaba así porque era como lo conocía todo el mundo. Siempre habían vivido allí, entre dunas de arena, y la gente del pueblo diferenciaba ya a sus antepasados de ese modo. Bueno, eran conocidos por eso y porque sus hermanos y él mismo se habían ganado a pulso la fama de ser un tanto rebeldes. No eran malos, pero reconocía que sí eran un culo inquieto. Los chicos de las dunas eran tan conocidos que casi parecía que ese fuese su apellido. Estaba orgulloso de hacerse llamar así porque le hacía recordar a un linaje que, aun con sus defectos, era trabajador y honrado.

Miró a su mujer, que volvía a masajearse el vientre. Él no era ningún entendido en embarazos y era el primero, pero algo le decía que lo que fuera, venía de camino. Y cuando la vio sonreír, pese a estar dolorida, lo volvió a pensar. Su Rosario diría que ella no necesitaba más, pero de todas formas él pensaba dejarse la piel que tan ajada tenía por el mar para que ella tuviera un día un jardín que la hiciera sentir como la reina que era.

Así dejara de llamarse Antonio de las Dunas si no lo conseguía.

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1

Felipe

—Señora, no puede llevárselos así, por las buenas.

—¡Claro que puedo! Son mis nietos y me los llevo ahora mismo.

—¡Han destrozado una vivienda!

—¡Mi vivienda! ¡Mía! Si yo digo que no pasa nada, es que no pasa nada.

—Pero alguien tendrá que denunciar y...

—Mire, señor agente, yo respeto mucho su trabajo y agradezco profundamente que me hayan avisado, pero aquí nadie va a denunciar nada, ¿me oye? Estos tres mequetrefes son míos y me los llevo ahora mismo.

Mi abuela deja de mirar al policía para mirarnos a nosotros, que de inmediato nos envaramos en nuestras sillas. Su boca torcida en un gesto de desagrado, su pelo castaño, antaño natural y ahora teñido, cardado y perfectamente peinado. Sus ojos vivos y, ahora, echando fuego y centrados en nosotros. Me acojona tanto que, a ratos, se me olvida que ya tengo veintisiete años y que no puede hacerme nada. O eso me gusta pensar.

—Levantaos inmediatamente de las sillas. Nos vamos.

—Abu, yo...

La vena. La vena de su cuello es la clave. En cuanto oye a mi primo Jorge, se hincha tanto que temo que le estalle aquí mismo.

—Tú nada, Jorge de las Dunas. No quiero oírte ni media palabra. —Hago amago de hablar y centra su ira en mí—. ¡A ninguno de los tres!

Me callo. No me merece la pena explicarle que la culpa de todo esto no es mía, sino de estos dos inútiles que tengo por primos. De esos hay muchos en mi familia. Inútiles, digo. Bueno, y primos. Somos muchos, para mi desgracia, porque me encantaría ser hijo y nieto único y no tener ni primos ni hermanos. Ni uno.

Quizá, si fueran más calmados o más listos o simplemente mejores, no me quejaría tanto. Mi madre dice que eso son celos. Bueno, ella dice «pelusa», pero no es cierto. Simplemente tengo hermanos y primos gilipollas y nadie parece verlo con tanta claridad como yo. Bueno, sí, ellos lo ven, pero al contrario.

Salimos de la comisaria y, cuando hago amago de echar a andar hacia la casa, un carraspeo de mi abuela me detiene.

—Os venís a la casa grande. Vuestras madres están esperando.

—Pero yo tengo que estudiar un montón y...

La mirada que mi abuela dedica a mi primo pequeño, Mario, es suficiente para que cierre el pico. Normal, por otro lado, porque acaba de terminar los exámenes de la universidad y, de hecho, esa es la razón por la que todo se haya acabado yendo de madre. Una de ellas, al menos. Luego fija sus ojos en mí y trago saliva. Otra vez.

—No creo que haga falta ir a la casa. Te he dicho que ha sido un malentendido. Estos dos inútiles invitaron a esa gente, yo no tuve nada que ver y...

—Vamos a la casa grande, he dicho.

Tengo veintisiete años. ¿Lo he dicho ya? Pues veintisiete, con sus veintisiete inviernos, sus veintisiete otoños, sus veintisiete primaveras y sus veintisiete veranos. Y aun así, cuando mi abuela Rosario da una orden, yo no sé qué me pasa que me siento incapaz de negarme. Lo intento, pero hay una fuerza sobrehumana que me empuja a hacerle caso.

El taxi que pide tarda poco en llegar. Subimos, dejándola a ella delante, y nos metemos detrás como buenamente podemos.

—Joder, échate para allá, que me tenéis aplastado —se queja Jorge, el mediano de nosotros tres y, por lo tanto, el que tiene que ir en medio. Es así, si naces en medio, ya vas en medio para todo en esta vida. Hasta en los taxis.

—Te jodes —murmuro—. Después de la que habéis armado no pienso hacerte ningún favor.

—¡No aplastarme no es un favor! Es un derecho humano. Díselo, Mario.

—«Cierra los ojos, olvida lo que ves. ¿Qué sientes?»

—Ay, la hostia, ya le ha dado el puntazo —murmura Jorge—. Eso también es culpa tuya, que lo pones nervioso.

Pongo los ojos en blanco y me echo más hacia el centro para aplastarlo un poco como respuesta. No es mi culpa que mi primo pequeño solo se tranquilice recitando frases de Disney. Tiene veintiún añazos, por el amor de Dios. Además, es tan cafre como nosotros, solo que mi tía Trinidad, su madre, decidió cuando era un niño que era buena idea consolarlo diciéndole que se acordara de alguna frase de sus películas favoritas que le hiciera sentir mejor. Al principio fue bonito, teniendo en cuenta que mi tío murió cuando mi primo tenía solo cinco años y no tiene hermanos, aunque nos tenga a nosotros. Sin embargo, todos sabíamos que la cosa se había ido de madre cuando lo expulsaron tres días del colegio por abrir un extintor para ver «cómo era eso de la nieve» y, cuando lo pillaron, dijo muy digno: «Abre el corazón y lo entenderás». Cuando lo expulsaron tuvo la osadía de decir que el director no entendía la potencia de Pocahontas. Ahí, justo ahí, fue cuando debió frenar alguien todo esto de las frasecitas, pero no. Sí, veintiún añazos y sigue soltándolas en momentos del todo inoportunos.

—Joder, que te eches para allá.

—Jorge, como yo me gire, la que te va a echar a un lado voy a ser yo.

Creo que los tres tragamos saliva ante la contundente frase de nuestra abuela.

—Abuela, yo no quería... —empiezo a decir.

—Te he dicho ya que te calles hasta que lleguemos a la casa. ¿Vas a seguir?

No. No voy a seguir, porque soy un hombre mínimamente inteligente y sé bien cuándo cerrar el pico.

Pasamos el resto del camino dándonos empujones disimulados y guardándonos todas las maldiciones que nos nacen, que no son pocas. Para cuando bajamos del coche, estamos mucho más tranquilos, porque en mi familia nos relajamos así, a empujones e insultos. Bueno, al menos mis primos y yo lo hacemos así.

—Os la vais a cargar... —murmura mi hermana pequeña nada más vernos llegar. Bueno, la que me sigue, porque tengo tres hermanos en total.

—Cierra la boca, Azahara —le digo de mal genio.

—Ni dos días os ha durado la independencia. Habéis perdido el privilegio de estar en la casa.

—¿Quién lo dice? —pregunta Jorge.

—Mi madre. Y la tuya. La madre de este no, porque está preocupada por si su niño coge un trauma.

—Yo me noto trauma —replica Mario de inmediato, porque él, cuando se trata de echarle morro al asunto, tiene un máster—. Me lo noto. A lo mejor ni duermo esta noche.

—Es para no dormir, con la que habéis armado. —Mi abuela nos mira mal y nos señala el patio.

El patio de la casa grande es justo eso: un patio enorme con un techado construido de cañizo y una mesa para veinte comensales, aproximadamente. La talló mi abuelo hace años, porque una familia grande necesita una mesa grande, o eso decía él. Lo cierto es que ahora solo comemos en ella los fines de semana. El resto del tiempo cada uno come en su casa, salvo eventos especiales.

Ah, ya, igual no estás comprendiendo mucho de lo que digo, ¿no? Voy a intentar ser un poco más claro: me crie, básicamente, rodeado de toda mi familia. Mi abuelo construyó cuando era joven una casa en un terreno que heredaron él y mi abuela y, cuando mi madre y sus dos hermanas crecieron y formaron sus familias, aprovecharon la extensión para hacer también sus viviendas. De este modo, he vivido en mi casa, pero dentro de la misma finca ha estado toda mi familia. Somos ocho primos en total, así que no puede decirse que nos hayamos aburrido nunca. Yo soy el mayor de todos y el único que, hasta ahora, había vivido fuera de la casa grande, como llamamos a nuestra finca.

Salí de aquí con veinticinco años, lleno de ilusión y con la seguridad de que empezaba a levantar el vuelo y nunca volvería atrás. Trabajaba como redactor en el periódico más importante de Málaga, tenía una novia a la que adoraba y habíamos decidido irnos a vivir juntos.

El trabajo siguió siendo de ensueño, pero la convivencia con Macarena fue... difícil, por no decir que fue un completo infierno. Éramos muy jóvenes. Creo que ese fue el problema. Ese y que también se folló a mi mejor amigo. En cualquier caso, cuando los pillé, decidí que yo no iba a irme del piso porque era ella la que me había traicionado. Ella, que se ve que estaba interesada en sorprenderme aún más, decidió que tampoco se iba, y así fue como me encontré viviendo durante meses con mi exnovia, su nuevo novio, que era mi ex mejor amigo, y trabajando más horas de las necesarias para no tener que volver a casa. No me fui por orgullo y porque soy un poco gilipollas, pero hace tres días todo cambió. La vida no había acabado de darme reveses y, cuando llegué a la oficina, me encontré con una reducción de plantilla en la que yo estaba incluido porque «para eso eres el último mono». Palabras textuales del que era mi supervisor, un hijo de puta que me tiene envidia porque estaba abriéndome paso en el periódico, estoy convencido. De todas formas, me da igual, ni siquiera me interesa trabajar en un periódico. O sí. No lo sé. No sé lo que quiero. Joder, voy camino de los treinta años y no sé lo que quiero en la vida. No tengo trabajo, no tengo novia, no tengo mejor amigo...

Así que volví a casa con más vergüenza que otra cosa y mi abuela Rosario, que entiende bien lo que es sentir que te hieran el orgullo, me ofreció la casita de la playa en la que ella y mi abuelo habían comenzado a formar su familia. Antaño no era más que una casa de pescadores; en estos momentos su situación en primera línea de playa la convierte en un bien de valor incalculable, aunque haya mantenido el estilo sencillo y típico andaluz frente a las inmensas casas que han ido construyendo los vecinos. Sentí que respiraba un poco y un rayo de esperanza se abría camino en mi vida. Hice la mudanza del piso que compartía con Maca en Málaga hasta la casita en la localidad de La Cala de Mijas en un solo día. Mis primos Jorge y Mario decidieron ayudarme. Yo pensé que lo hacían porque me querían y se negaban a que pasara el mal trago de estar días sacando cosas del piso, pero cuando llegamos a la casa de la playa, me encontré con dos maletas y dos sonrisas que me pusieron los pelos de punta.

—No —susurré.

—Oh, sí —dijo Jorge.

—«Vivir, esa será mi mejor aventura.» —Mario soltó la frasecita de Peter Pan y luego se tiró en plancha en el sofá mientras yo pensaba que aquello no era una buena idea. No lo era.

Algo me decía que aquello saldría muy muy mal.

Dos días después aquí estoy, recién salido de comisaría porque anoche mis primos organizaron una fiesta en la que incluyeron a media Fuengirola, parte de La Cala de Mijas y algunos despistados de pueblos colindantes en una casa que, pese a tener patio posterior y jardín delantero, no es demasiado grande. Alguien le prendió fuego a una cortina con un cigarrillo. Alguien más llevó barriles de cerveza que acabaron por el suelo y otro más, que como sepa quién es va a vérselas conmigo, decidió que era buena idea traficar con marihuana en el salón. Que la policía llegara era cuestión de tiempo. Que mi abuela se enterara, también. Y lo que viene ahora... lo que viene ahora me da miedo, más que por la bronca, que también, porque no sé si sigo teniendo la posibilidad de volver a la casa de la playa.

Puedo venir aquí, claro, pero solo el hecho de regresar a casa dos años después de haber salido hace que la ansiedad me suba por el pecho. No debería, lo sé, pero siento que ahora mismo todo en mi vida es un paso gigantesco hacia atrás. Lo último que necesito es volver a meterme en casa de mis padres y sentirme como un completo fracasado mientras Macarena vive en el piso que un día fue mío con el que un día fue mi mejor amigo. Joder, es que ya ni siquiera me duele la traición de ella tanto como la de él. Con ella estaba mal, llevábamos un año peleándonos por todo y creo que seguíamos juntos por inercia, pero ¿él? Era mi mejor amigo, la persona a la que le confiaba mis problemas y preocupaciones. ¡Le hablé durante meses de mis problemas con Macarena!

—Qué decepción, Felipe.

Los ojos azules de mi madre se centran en mí y trago saliva. Voy a comerme este marrón, lo veo venir, porque estos cabrones, en cuanto ponen cara de buenos, se acaban librando de todas.

—No fue culpa mía. Sé que lo parece, porque últimamente todo parece culpa mía, pero no lo fue.

—Vamos a sentarnos y a poner las cartas sobre la mesa —dice mi abuela—. Niña, ¿por qué no sacas un par de jarras de algo fresquito? Estoy sofocada.

Mi tía Trinidad, la madre de míster Disney, entra en casa y sale al momento con varias jarras de limonada. Los vasos ya están boca abajo en la inmensa mesa de madera, así que doy por sentado que lo tenían todo medio preparado.

—Papá dice que no puedes volver a irte. —Candela, una de mis primas y la hermana pequeña de Jorge, lo mira con tanta malicia que me compadezco un poco de él. Luego me acuerdo de que gran parte de todo esto es culpa suya y se me pasa—. La has cagado pero bien —sigue.

—No van a volver a confiar en ti nunca. Jamás —remata Adriana, que es la gemela de Candela.

Jorge les hace un corte de manga. Su madre, o sea, mi tía Candelaria, suelta una maldición, le riñe. Él se defiende a gritos. Mis primas gritan más alto y en apenas unos minutos la reunión es un auténtico caos de gritos, insultos y defensas que cojean bastante.

—Todo esto pasará, hijo. —Miro a mi padre, a mi lado, que es el único que me sonríe con sinceridad—. Ahora parece que todo es una mierda y que no levantas cabeza, pero esto pasará.

Lo creo. Yo siempre me creeré lo que diga mi padre, porque es el mejor padre del mundo. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Es de procedencia irlandesa, se vino de veraneo hace muchos años, conoció a mi madre y fue incapaz de pensar en separarse de ella. Convirtió su amor de verano en un amor para toda la vida. A día de hoy, cuando la mira, a veces me siento incómodo, porque es como si... como si en ella encontrara todas las respuestas que necesita.

Yo nunca miré así a Macarena, la verdad. La miré con amor, sí, y con deseo, pero nunca como si fuera el motivo de que yo me levantara por las mañanas. De hecho, no sé hasta qué punto es sano, pero él parece feliz, así que puede que después de todo el que está equivocado en todo sea yo. Visto lo visto y cómo ha cambiado mi vida en los últimos tiempos, es lo más probable, aunque me cueste admitirlo.

—Bueno, ¿cómo vamos a arreglar esto? —pregunta mi madre, que se llama Rosario, como mi abuela.

—Muy fácil, estos tres van a limpiar la casa de la playa y a dejarla de punta en blanco. Cuando digo de punta en blanco, digo que van a pintar hasta las juntas de las baldosas. Van a pasarse el verano trabajando en ella y pagando un alquiler, si es que quieren vivir allí.

—¿Cómo que alquiler? —pregunta Jorge indignado.

—¿Cómo que baldosas? —pregunta el pequeño, saliendo del bucle Disney.

—¿Cómo que «estos»? Abuela, me dijiste que yo podría vivir allí, no que tenga que vivir con estos dos idiotas.

—Estos dos idiotas son tus primos, así que habla con más respeto.

—Eso, que no se te olvide el respeto —dice Jorge con retintín—. Nosotros tenemos tanto derecho como tú a vivir allí. ¿A que sí, abu?

—Vas a vivir allí solo para compensar el daño que habéis hecho en dos días y porque así vas a tener que buscar un trabajo de verano. Nadie os dará dinero para manteneros. Pagaréis los gastos de la casa y un alquiler que no será alto, pero tampoco insignificante.

—Estoy en paro, abuela —le recuerdo—. Ya es bastante malo saberlo como para que me presiones. ¡Y menos sabiendo que tengo que vivir con estos!

—Eso es parte del castigo —dice mi tía Candelaria, la madre de Jorge—. Sois como hermanos, tenéis que aprender a convivir sin que nosotros estemos encima para separaros en cada pelea o discusión.

—Ya sois adultos hechos y derechos —sigue mi madre—. Es indignante que no sepáis comportaros más de dos días seguidos.

—¿Tú estás de acuerdo con esto? —le pregunto a mi padre.

Él me mira unos instantes con compasión, o eso quiero pensar, pero al final asiente una sola vez y suspira antes de hablar.

—Creo que has tenido mala suerte, hijo, pero también creo que has tomado muy malas decisiones. A lo mejor un verano viviendo de una forma distinta y no planeada te viene bien para replantearte tu vida.

Lo miro con la boca abierta, sin poder creerme todo esto. Desvío mis ojos de él a Azahara, Alma y Aidan, mis hermanos pequeños, aunque la única que me sonríe con malicia es Aza, porque sabe que esto, más que una salida, es un castigo de la hostia. Sigo recorriendo con mis ojos al resto de la familia. Mis tíos, mis primos pequeños y por último mi abuela, que me mira esperando que la rete. No lo hago, porque me ha quedado claro que esto es necesario para restituir nuestro mal comportamiento. Pero tampoco acepto de viva palabra porque ahora mismo estoy demasiado ocupado pensando cómo cojones voy a soportar a estos dos mequetrefes y cómo voy a pagar mi parte de gastos y alquiler si no tengo ahorrado más que para llenar la nevera un par de veces; siempre fui un manirroto y gastaba mi sueldo casi al ritmo que lo ganaba.

—«Ohana significa familia. Y familia, que estaremos juntos siempre.»

—Que alguien le dé una hostia a míster Disney, por favor—murmura Jorge.

—A ver si te la damos a ti —replica Mario.

—A ver si os la doy yo a los dos —les digo.

—Habló el principito Felipe. ¡A mí tu no me mandas! —Jorge se envara en la silla.

—¡No le grites! —exclama Mario.

—¡Gritaré si me sale de los cojones!

La pelea se desata. Mis tíos, mis hermanos, mis padres y mis primos se sumergen en una discusión que solo acaba cuando mi abuela Rosario da un palmetazo en la mesa.

—Si vuestro abuelo levantara la cabeza, se le caería la cara de la vergüenza. —Se levanta y se va, no sin antes mirarnos con la reprobación pintada en los ojos.

Creo que tragamos saliva todos al unísono, porque la mención de mi abuelo, que murió hace cinco años, todavía nos paraliza un poco. Intentamos controlarnos y no pelearnos más, pero cuando salgo de la casa grande dos horas después con mis primos siguiéndome los talones, sé que el verano que se presenta va a ser el más intenso de mi vida hasta el momento.

Y todavía estoy tratando de decidir si eso es bueno o malo.

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2

Felipe

Ya por la noche, sentados en el sofá —que, por cierto, alguien ha agujereado con un cigarrillo o al menos espero que haya sido un cigarrillo—, miramos el televisor apagado. No lo hacemos porque seamos personas interesantes, sino porque acabo de apagarlo para que podamos hablar de lo que vamos a hacer de ahora en adelante.

—Pero ¿es necesario que quitemos la tele justo ahora? —pregunta Mario—. Me jode la vida quitar las películas a medias. Además, que ahora viene la mejor parte, cuando Simba intenta despertar a su padre.

—Mario, con la mano en el corazón. ¿A ti te parece normal haber contratado Disney+ cuando no sabemos cómo cojones vamos a pagar el alquiler, los gastos y la comida?

—Pues claro que le parece normal, si está zumbado. —Jorge se ríe, pero cuando se acuerda de la situación que atravesamos frunce el ceño—. Estamos jodidos, ¿eh?

—Muy jodidos —le confirmo—. Tenemos que buscar algo esta misma semana.

—Bueno, a malas, la abu Rosario nos aplaza un poquito el tiempo para pagar —dice Mario.

—La abu Rosario está hasta los ovarios por la que hemos armado en su casa. —Señalo la cortina quemada y lo miro con las cejas elevadas—. ¿O ya se te ha olvidado?

Él guarda silencio, igual que Jorge, y volvemos a mirar la pantalla negra de la tele. Así no vamos a solucionar nada.

—Tenemos mi trabajo, pero es poca cosa para los tres, los gastos y todo lo demás —murmura Jorge.

Tiene razón. Él es informático. Un auténtico crack. Trabaja desde casa con algunas empresas y también está programando mierdas que no entiendo muy bien. El caso es que le va bien, pero no como para mantenernos a los tres y, además, hacerse cargo de los gastos.

—¿Te acuerdas de mi amigo Jim? —pregunta entonces.

—¿El que se hace llamar Jim porque cree que es la traducción de Juan, que es su verdadero nombre? —Mi primo asiente—. ¿Qué pasa con ese lumbreras?

—A lo mejor puedo hablar con él. Trabaja en el chiringuito de la playa. Está aquí al lado y ahora en verano seguro que buscan gente.

—Y si han contratado a Jim, contratan a cualquiera —dice Mario.

—Jim habla inglés y ruso. —Jorge lo dice tan serio que no puedo evitar reírme.

—Claro, y yo tengo un pacto sexual con JLo y me la tiro tres días a la semana. —Mario se carcajea de tal manera que nos mueve del sitio al sacudir los hombros.

—Tío, JLo es muy mayor para ti —le digo.

—De eso nada.

—Lo es —asegura Jorge—. Tiene cincuenta años.

—¿Y qué pasa?

—Tú tienes veintiún. Eres un niñato imberbe. —Me río, porque es inevitable tomarle el pelo.

—Me gustan con experiencia.

—Tu madre tiene cuatro años menos que JLo —dice Jorge—. ¿Te gusta tu madre?

—¿Cómo me va a gustar mi madre, gilipollas? ¡Es mi madre!

—Pero ¡es más joven que JLo!

—Pero ¡no tiene el culo de Jlo! Y aunque lo tuviera, da igual, ¡porque es mi madre!

Se enzarzan en una pelea que acaba cuando me levanto, me acerco a la mesa del comedor y doy un golpe con la palma. A ver, el efecto es más dramático que la realidad, porque la mesa es de madera maciza, pero llamo su atención, que es lo importante.

—Esto es una cosa que tenemos que empezar a controlar. Si vamos a vivir los tres juntos, porque no quedan más cojones, tenéis que intentar llevaros mínimamente bien. No vale pelearse por todo o desvariar alrededor de un tema irrelevante durante horas.

—El culo de JLo me parece de todo menos irrelevante —sentencia Mario.

—Como no dejes el temita de JLo, ahora mismo te juro que cojo el mando de la Play y lo escondo.

—Pues hazlo, si a mí la Play no me gusta.

—Anulo la suscripción a Disney, que sé que la has hecho con mi tarjeta.

Eso lo deja en silencio. Lo raro es que también deja en silencio a Jorge, así que entiendo que ha comprado algo con mi tarjeta, ¡y él sí tiene ingresos! Nota mental: empezar a guardar mis tarjetas de crédito y mi cartera en una caja fuerte. Nota mental 2: comprar una caja fuerte.

—Bueno, yo voy a mandarle un whatsapp a Jim. Total, no perdemos nada.

—¿Y tendrá trabajo para los tres? —pregunto volviendo al tema.

Jorge se encoge de hombros, saca el móvil y teclea en él a toda velocidad mientras Mario nos mira muy serio.

—Yo solo me meteré los fines de semana, si hay hueco. Espero que tenga para vosotros dos.

—Yo es que no puedo trabajar, porque estoy estudiando —dice Mario.

—Estudias y trabajas, como todos hemos hecho. Además, acabas de terminar el curso.

—Ya, pero tengo que plantearme el curso que viene. ¡Que estoy haciendo dos carreras a la vez! Porque soy un puto genio.

—Mario, no me toques los cojones. Vas a trabajar y punto.

Él protesta un poco, pero cuando lo miro indignado se calla. Sabe que está a un solo paso de agotar mi paciencia, que es grande, pero no infinita. Yo, por mi lado, les deseo buenas noches y me voy a mi habitación a coger ropa interior para darme una ducha. La casa no es muy grande, así que evitarlos mucho tiempo será imposible, pero al menos mientras me duche me dejarán tranquilo, digo yo.

Camino el corto pasillo hacia la habitación principal, donde había dejado mis cosas, y me encuentro con el segundo problema de la noche: las maletas de los dos están frente a la cama.

—Tendremos que echarlo a suertes.

Miro a mi primo Jorge, que es quien lo ha dicho. Tiene los ojos azules, muy parecidos a los míos. Mario también los tiene así. Es curioso, pero los tres tenemos un tono muy parecido heredado, según dicen todos en la familia, de mi abuelo Antonio. Por desgracia, no es lo único que compartimos. A mi abuelo, igual que a toda su familia, solían llamarlo Antonio el de las Dunas, porque antiguamente en esta misma playa había muchas más dunas que ahora. Cuando nací, mi madre no quiso ponerme Antonio, porque se le metió en la cabeza llamarme como al que entonces era el príncipe de España. Para ella, yo era su príncipe. Yo qué sé, cosas de madres. El caso es que me puso Felipe y, para halagar a mi abuelo, decidió ponerme de segundo nombre «de las Dunas». Sí, el registro lo permitió. Pero ahí no acaba la cosa. El segundo en nacer fue Jorge, que tiene dos años menos que yo. Mi tío se empeñó en llamarlo Jorge, como él, y mi tía decidió que, entonces, llevaría de segundo nombre «de las Dunas», como mi abuelo. Luego vino mi hermana Azahara y, oye, les debió de resultar gracioso porque repitieron la jugada. Y volvieron a repetirla con las hermanas de Jorge, Candela y Adriana, y luego con mi hermana Alma, y más tarde con mi primo Mario, que es el penúltimo.

El último es mi hermano pequeño y tú pensarás: «Nadie puede superar el hecho de que una familia ponga a siete niños de segundo nombre “de las Dunas”». Te equivocas. Mi familia lo superó, porque mi familia a lo mejor no es la más rica, pero sabe bien cómo ser la más absurda para según qué cosas. Y lo peor es que quien lo superó fue, para mí, el más cuerdo de todos: mi padre, porque se empeñó en que Felipe, Azahara y Alma son nombres muy bonitos, pero, dada su procedencia, al menos el último tenía que llevar un nombre irlandés. Así, mi hermano pequeño se llama Aidan de las Dunas Donovan Cruz. Que, para cruz, la nuestra. No tiene narices Televisa de hacernos la competencia con nombres de protagonistas de telenovela. No tiene. Después de eso nadie tuvo más hijos. Yo creo que el trauma que dejó aquella escena se hizo patente en la familia, por fin. Solo tuvieron que desgraciar a ocho niños para dejar de tener hijos y, por lo tanto, dejar de jugar la carta «de las Dunas».

—Aquí no se echa nada a suertes. —Abandono mis pensamientos y los miro con la resolución por bandera—. Yo soy el mayor, así que este cuarto es mío.

—Yo no pienso dormir en una de las camitas—dice Jorge.

—Pues duermes en el suelo. Ese es tu problema.

—¿Y por qué ibas a quedarte tú con el cuarto de las dos camitas? —pregunta Mario a Jorge—. Ese cuarto es más grande que el pequeño, que solo tiene una cama normal y un escritorio.

—Eres el pequeño y te acoplaste aquí por la cara, así que te jodes.

—Si voy a trabajar y a pagar mi parte del alquiler, yo quiero tener el mismo derecho que vosotros al dormitorio grande.

Se enzarzan en otra pelea, ya no sé qué número hace en lo que va de día, porque llevan como medio millón. Y podría separarlos, otra vez, pero es que estoy tan cansado que me limito a coger ropa interior limpia y a perderme en el cuarto de baño. Lo malo es que esta casa no es enana, pero tampoco inmensa. Tiene tres dormitorios, un cuarto de baño completo, otro que solo tiene un lavabo y un váter, la cocina y el salón. Es cierto que el salón es grande, pero lo mejor de esta casa es el césped que la rodea y, por supuesto, que está en primera línea de playa. Abrir la ventana en pleno verano y escuchar las olas romper en la orilla es un privilegio que no muchos tienen. Bueno, sí, los ricos. Nosotros no lo somos, solo tenemos la suerte de tener esta casa en herencia, así que supongo que lo valoramos todavía más. En contraposición, en nuestra misma calle se vendieron muchas casas que hoy en día son casi castillos. La nuestra ha sufrido alguna reforma, pero siempre manteniendo el estilo de casa del sur. Está pintada de blanco y la fachada frontal está cubierta por una enredadera de la que solo se libra la puerta y las ventanas. Imagino que ahora la tendremos que podar nosotros, porque este era un trabajo que hacían mi padre o mi tío Jorge entre alquiler y alquiler, que es para lo que se ha usado hasta ahora la casa.

Me meto bajo el chorro de la ducha y olvido mis pensamientos. Intento desconectar, pero la imagen de una ducha distinta a esta me viene a la cabeza. Veo a Macarena, mi ex, gimiendo en alto y con la cabeza elevada. Veo a Rubén, mi mejor amigo, provocando esos gemidos. Y me veo a mí mismo en el marco de la puerta, sudado porque había llegado antes del gimnasio y sin saber bien cómo reaccionar. Grité. Sé que grité en algún momento un montón de insultos. Sé que se asustaron tanto que ella estuvo temblando todo el tiempo, aunque se enrolló en el albornoz. Mi albornoz, de hecho. Juro que no lo vi venir. No sé, siempre pensé que estas cosas se notaban. Maca y yo no estábamos bien, la convivencia nos había desgastado mucho y creo que tomamos muy malas decisiones siendo demasiado jóvenes para adquirir un compromiso sincero, pero nunca pensé que llegaría a engañarme de ese modo. Y, con todo, me duele más lo de él, porque Rubén es probablemente quien más sabe de mí. Mi amigo de la infancia. Estudiamos Periodismo juntos, joder. Ni siquiera recuerdo el número de cervezas que hemos tomado mientras le contaba mis problemas con Macarena y escuchaba sus consejos. Cada vez que lo recuerdo me siento tan imbécil que se me acelera la respiración. Por la vergüenza, más que por la ira, porque me da una vergüenza infinita imaginar lo mucho que se reiría de mí a mis espaldas. Puede que incluso lo hablaran y lo disfrutaran y... No, no voy a seguir por ahí. Coloco la cara bajo el chorro de agua y me obligo a pensar en la primera canción que me viene a la mente para no tener que reconocer que lo que más me duele es el orgullo herido. Lo cual es triste, porque es lo que confirma que amor, lo que se dice amor, no había.

Después de la ducha entro en el dormitorio grande y me encuentro con Mario viendo el puñetero El Rey León tumbado en la cama. Lo pone en pausa, me mira y sonríe con tanta franqueza que casi me lo contagia. Casi, porque no me fío de él.

—«El pasado puede doler, pero tal como yo lo veo, puedes huir de él o aprender de él.»

Frunzo el ceño. Esa frase es de El Rey León. Es que me juego el culo, primero porque la está viendo y segundo porque me sé la peli de memoria por su culpa, pero aun así suspiro y contesto:

—¿Qué?

—Que lo hemos echado a suertes y he ganado esta habitación. Te jodes. Jorge está en el salón esperándote para ver quién se queda el cuarto de las dos camas y quién con la ratonera.

Vuelve a darle al «play», porque ya me ha jodido la noche y no tiene más que decir, según se ve. Yo salgo de la habitación y voy al salón, donde mi primo Jorge chasquea la lengua nada más verme.

—Primera norma: no podemos pasearnos en gayumbos por la casa. Y menos si son tan feos como esos.

Miro mi calzoncillo azul de rayas y reconozco que no es el más sexy, pero sí el más cómodo para dormir. Por el día suelo llevar bóxer, pero de noche no me gusta que me aprieten los... Pues que me gustan estos y punto.

—Míster Disney dice que ha ganado la habitación grande.

—Un mes. Solo un mes.

—Eso no me lo ha dicho.

—Ese solo dice lo que le conviene. Hemos decidido que rotaremos en el sentido de las agujas del reloj cada mes y así todos tendremos la habitación grande en algún momento.

No me parece del todo mala idea, así que asiento. Él me enseña los papeles con nuestros nombres, los mete en un vaso después de doblarlos y lo mueve como si fuera una coctelera. Saca uno y, antes de desdoblarlo, habla:

—El que salga, se queda con la habitación de las dos camas. —Asiento, lo abre y sonríe—. Jorge. Gano. Te jodes.

¿Por qué estos dos idiotas tienen que soltar el «te jodes» al final de cada frase? ¿Es una coletilla familiar nueva o qué? Ni siquiera se lo digo en voz alta, estoy tan cansado que directamente me doy la vuelta y me voy al dormitorio pequeño. La ratonera, que diría Mario.

En realidad, no está mal. Es solo que tiene una cama de noventa, un escritorio y el armario. Es el cuarto más pequeño, pero, sinceramente, a estas alturas estoy tan harto de todo que solo quiero dormir. Abro la ventana para que entre la brisa marina, me tumbo y me coloco un brazo debajo de la nuca. Vienen días difíciles, estoy seguro, pero creo que debería empezar a pensar en positivo.

Quizá todo esto de Macarena, Rubén y el despido haya sido para bien. Una vocecita en mi interior se ríe de mí y bufo. Ya, ya lo sé. Parece mentira, pero puede que, después de todo, necesite un parón en mi vida para saber por dónde quiero seguir. Tengo veintisiete años, aún soy muy joven, pero creo que, de alguna forma, conseguí coger todos los caminos equivocados. A lo mejor, después de todo, esta es una oportunidad para elegir el camino correcto.

O a lo mejor estos pensamientos son producto de la saturación de Disney que tengo por culpa de mi primo y este va a ser el peor verano de mi vida. En cualquier caso, ya solo me queda apechugar, buscar soluciones y vivir lo que sea que la vida me tenga deparado.

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3

Felipe

La canción «De ellos aprendí» de David Rees suena a toda hostia. No sé qué hora es, pero reconocería esa canción en cualquier parte del mundo. Mario la pone cada vez que está nervioso. O contento. O estresado. Mario la pone cada vez que le sale de la punta de... Yo lo mato, en serio. Esto ya me parece pasarse. Salgo del dormitorio dispuesto a asesinarlo con mis propias manos. El problema es que ya hay alguien más haciéndose cargo del asunto. Bueno, no parece que lo esté matando. Miro a la chica rubia y semidesnuda que hay en la cocina comiéndose a mi primo, casi literalmente. Como abra más la boca, lo engulle. Pero ¿de dónde ha sacado tiempo para encontrar a una chica y meterla en la cama? Miro el reloj de pared que hay sobre el horno. ¡Son las siete de la mañana! Las tiene escondidas detrás de los setos o algo. Hace dos noches montó con Jorge una fiesta por la que tenemos el marrón del siglo y, no contento con eso, ahora esto. Carraspeo, pero no lo pillan. ¿Y esta canción es sexy para morrearse en pelotas en una cocina? No tengo nada contra el chico del ukelele, pero la canción no invita a hacer nada de lo que están haciendo. Es una canción compuesta por frases de Disney y... Mierda, es perfecta para Mario. Mario, que acaba de subir a la rubia en la encimera. Vale, hora de pasar a planes más efectivos que los carraspeos.

—¿Se puede saber qué cojones haces? ¡Tío, ahí como yo!

No he sido yo. Yo soy mucho más diplomático. Es Jorge el que está maldiciendo en arameo y sobresaltando a la parejita del día.

—Ay, Dios —murmura la chica con los ojos desorbitados antes de mirar a mi primo Mario—. Pero ¿no vivías solo?

—¿Solo? Me va a costar pagar una parte, como para vivir solo. Además, me aburriría. ¿Hay algún problema?

—¡Claro que hay un problema! —exclama la chica—. ¡Estoy desnuda delante de tus colegas! —Se tapa los pechos con las manos, pero no sirve de mucho. Su cara de horror es tal que empiezo a compadecerme de la pobre. No se puede estar más incómoda.

—No son mis colegas, son mis primos.

Ah, pues me equivocaba. Sí que se puede estar más incómoda.

—Nosotros os dejamos despediros a solas —murmuro. Jorge hace amago de quejarse, pero lo cojo del brazo y lo saco al jardín.

—¿Quieres parar? ¡A mí no me arrastres como si fuera tu muñeco de trapo!

—¿No has visto lo mal que lo estaba pasando la chica?

—Si se despelota en mi cocina, el problema lo tiene ella, no yo.

—No se trata de problema. No hay por qué hacerle pasar un mal rato, ¿no?

Él guarda silencio un momento. Jorge es de entender las cosas a su ritmo, pero al final siempre las entiende.

—Tiene unas buenas tetas.

Bueno, a ver, yo no he dicho que no sea un cerdo. He dicho que entiende las cosas a ritmo de caracol.

—No me he fijado —susurro. El bufido de mi primo es tan grande que me río. Él me mira e imita mi risa. Me froto los ojos, porque mi vida es demasiado surrealista últimamente.

—¡Vaya! ¡Buenísimos días! ¡Madre mía cómo estáis, muchachos!

Mi primo y yo sonreímos al mismo tiempo a la chica que va por la playa, a poquísimos metros de nosotros. Es lo malo de esta casa. Está en muy buena posición, pero si estás en el jardín te ve cualquiera que esté recorriendo la famosa senda Litoral de Mijas, un proyecto que pretende unir mediante un paseo los 180 kilómetros costeros de Málaga y que pasa justo por delante de la puerta de nuestro jardín.

—Deberíamos poner una valla más alta —dice mi primo Jorge mientras vemos a la morena del piropo alejarse a buen ritmo—. O comprarte gayumbos más bonitos.

Miro abajo, a mis calzoncillos de rayitas. Tiene razón. Si la tiene, se la tengo que dar.

—Pues aun así la he enamorado.

—Hombre, yo no diría tanto —contesta riéndose.

—¿Qué? —pregunto en tono serio. Él se ríe más—. Perdona, si me hubiese dado la gana hablar, la enamoro.

—Joder, cómo me alegro.

—¿De qué?

—De que Macarena no te haya arruinado la autoestima.

Bufo por respuesta. Me la arruinó, no lo voy a negar, pero soy un tío atractivo y eso no tiene nada que ver con el ego, sino con la objetividad y con que mis padres se han esforzado por reforzar nuestra autoestima para que nos aceptemos como somos, no solo físicamente, sino como personas. Pero ya que hablamos de lo físico, soy pelirrojo, el único de la familia, porque ni siquiera mi padre lo es. Al parecer lo he heredado de mi abuela paterna. Ya es ironía que me llame Felipe y tenga más aspecto de irlandés que mi hermano Aidan, que es moreno con el pelo casi negro azabache. El caso es que soy entre pelirrojo y rubio, tengo los ojos azules y un cuerpo bonito de 1,91 metros, que es algo que de por sí es llamativo. Oye, que no es que sea un creído, es que tengo buena constitución. También puedo admitir que Jorge es bastante guapo. Tiene los ojos azules, ya lo he dicho alguna vez, pero él es moreno. Además, tiene pecas, que eso es un plus en las chicas, según parece. La rubia de Mario sale de casa tan rápido que no nos da tiempo ni a despedirnos. Mario se nos une en el jardín, también en gayumbos. Este también es guapo, tiene solo veintiún años, pero apunta maneras. Es moreno y se parece un poco a Jorge, pero tiene el gesto un poco más aniñado, pese a que no se llevan tanto tiempo.

—¿Quién era? —pregunta Jorge.

—Una amiga.

—¿Tienes muchas amigas dispuestas a venir y pasearse en pelotas cualquier día de la semana? —pregunto sin poder aguantarme, para saber a qué me atengo.

—Algunas. Pero, tranquilo, todas son simpáticas y buenas personas.

—Me importa una mierda cómo sean, Mario. No puedes meter tías aquí de manera indiscriminada.

—Ni empotrártelas en la cocina —añade Jorge.

—Estaréis de coña, ¿no? —Jorge y yo guardamos silencio y él resopla—. Tíos, vivimos juntos, estamos solteros, somos jóvenes y esto es la puta Costa del Sol. No pienso esconderme ni pagar un hotel para echar un polvo. —Hago amago de protestar, pero me corta—: Eliminam

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