Todas mis dudas (Dunas 2)

Cherry Chic

Fragmento

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Prólogo

Rosario volvió a ponerse la mano sobre la frente para intentar que el sol no la cegara. Suspiró de nuevo. No llegaba. Un manojo de nervios anidaba en su estómago y decidió rezar de nuevo, pues no sabía de qué otra forma pasar el tiempo. Por eso y porque el miedo no era buen consejero y estaba metiéndole en la cabeza ideas que la mataban en vida. Su vecina, Victoria, ya no rezaba. Decía que ahí arriba no podía haber nadie; si había alguien y permitía las cosas que permitía, no merecía que ella le rezara, ni mucho menos lo idolatrara. Algunas veces Rosario pensaba como ella, pero otras la fe la ayudaba a levantarse y a pasar a través de la angustia. La ayudaba, la calmaba, así que no pensaba dejar de rezar. No todavía. Pero entendía a Victoria, porque estaba viviendo lo que para ella era una pesadilla recurrente: su marido no volvió.

Pero Antonio volvería. Su Antonio tenía que volver porque lo había prometido y bien sabía Dios que ese hombre no era perfecto. Había revolucionado el pueblo en sus años mozos junto a sus hermanos, consiguiendo que los chicos de las Dunas fueran famosos, pero, aun así, aun con todos sus defectos, nunca había roto una promesa y no iba a empezar aquel día.

—Rosarillo, vete a casa —le dijo Paco, un amigo y compañero de faena—. Ya verás cómo llega en nada.

—No, no, yo me quedo aquí hasta que vuelva.

—¿Y las chiquillas? ¿No cenan?

Rosario miró a sus hijas correr por la arena. Tres niñas. Cuando nació la tercera, le dijo a Antonio que no quería más y él, en vez de mostrarse decepcionado, sonrió y dijo que mejor, porque con suerte ninguna de las tres querría echarse a la mar.

Se tragó un suspiro tembloroso.

No quería pensarlo, intentaba no hacerlo, pero la idea de que Antonio no volviera cruzó por su cabeza. ¿Y qué iba a pasar entonces? ¿Qué pasaría con aquellas niñas? Que no era por hambre, ya se encargaría ella de que no faltara un plato en la mesa, pero necesitaban a su padre.

—¿Y cómo explico yo esto si no vuelve mi Antonio, Paco? ¿Qué les digo?

La voz le falló, pero su amigo y vecino le colocó las manos en los hombros y buscó su mirada.

—Vete a la casa, Rosario. Dale de comer a las crías y espera a Antonio. No te preocupes, que va a volver.

—Tú eso no lo sabes.

—Hombre, claro que lo sé. No hay marea caprichosa capaz de conseguir que ese hombre no vuelva a tu lado.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas, las niñas protestaron de hambre y ella se dio la vuelta y deshizo los pasos por la arena sintiendo que, con cada uno que daba, el corazón le pesaba más.

Dio la cena a las niñas. Las acostó y se sentó en la butaca. Intentó tejer. Intentó rezar. Intentó cantar algunas coplillas para distraerse, pero lo único en que podía pensar era en que la noche había caído y Antonio no había vuelto.

Ya de madrugada, los golpes en la puerta hicieron que su corazón se apretara en un puño. Abrió como alma que lleva el diablo y se encontró a Paco mirándola con ternura.

—Ya vienen, Rosarillo. Vete con él.

Salió corriendo. No necesitaba que le dijera que se quedaba con las niñas, sabía que así era. Llegó a la orilla en lo que tarda un perro en ladrar al ver a un gato. La barquilla de Antonio estaba ya en la arena, dejándose arrastrar por los tres que habían salido ese día. Cuando la vio, sonrió como si no pasara nada, y Rosario lo quiso con la misma intensidad que lo odió. Se acercó a él, a sus brazos fuertes, sus ojos azules y su sonrisa descarada.

Antonio la alzó en brazos y rio en su oído, haciendo contraste con su llanto. Ella tembló entre sus brazos y sintió que volvía de la muerte a la vida solo con olerlo y tenerlo allí, con ella.

A menudo se maldecía por haberse enamorado de un pescador. Ella, que podía haberse casado bien, como decía su madre, se había ido a quedar con el más sinvergüenza de todos porque consiguió que se sintiera como nunca se había sentido antes. Y porque tenía los ojos más azules que había visto nunca y la sonrisa más grande jamás inventada.

—No me llores más, que te vas a quedar seca —dijo él risueño apretándole la cintura—. ¿Tú de verdad te crees que existe un mar capaz de hacer que no vuelva contigo?

—¡Claro que existe, Antonio! Lo que pasa que eres un maldito arrogante y te crees que puedes hasta con el mar. ¡Solo eres un hombre!

—Soy tu hombre, Rosarillo —repuso él bajándola y besándola con la misma intensidad de siempre, porque daba igual que viniera de la mar o de dar un paseo mañanero, Antonio la besaba como si se muriera de hambre y en sus labios encontrara el alimento—. Y no pienso faltarte hasta que te vea bien colocada, rodeada de nietos que se encarguen de hacer que no me eches de menos.

—Ay, Antonio, no digas tonterías.

Él volvió a besarla y cuando Rosario consiguió relajarse y olvidar a medias el mal rato, se volvió para mirar a sus compañeros.

—¡Niño! Ocúpate tú del resto, yo me voy con mi mujer.

Uno de los chicos que lo había acompañado asintió sonriendo y Rosario suspiró con pesar. Era solo un crío empezando a ser un hombre. No podía ni imaginar cómo estaría su madre. Cerró los ojos y rezó otra vez para que ninguna de sus hijas se enamorara de un pescador.

—¿Has estado hoy en la casa? —preguntó Antonio, refiriéndose a la casa que estaban construyendo poco a poco en el terreno que habían heredado.

—Sí, regué las macetas. Sigo pensando que es demasiado espacio para nosotros.

—Danos tiempo, corazón mío. Ya la llenaremos de gente.

—Ya tenemos tres niñas y no pienso tener más.

—No, este cuerpo ya es tuyo y un poquito mío. —Pasó un brazo por su cintura y besó su cuello—. Pero ellas... ellas llenarán la casa de vida, Rosarillo, ya verás.

—Son muy chicas.

—Ya crecerán.

—Se portan regular. Son unas rebeldes, como tú.

Su risa clara y potente se oyó en la playa entera y le erizó el vello. Adoraba ver a ese hombre en todas sus facetas, pero cuando reía... Cuando Antonio de las Dunas reía, ella se sentía invencible, aunque un rato antes se sintiera morir.

—Llevan la marca de la casa. Tú tampoco eres una santa. Buenos genes.

—Dan mucho trabajo —dijo haciéndose la enfurruñada, solo porque sabía lo que él disfrutaba haciéndole ver las partes buenas.

—Ya tendrán hijos que se lo hagan pagar. Cuando eso pase, nosotros nos sentaremos en nuestro porche, los veremos hacer de las suyas y nos reiremos recordando todo esto y dando consejos no pedidos.

Rosario no quería, de verdad que no quería reírse. El susto todavía le duraba, pero cuando le guiñó un ojo y vio sus ojos azules arrugarse al sonreír, cuando lo vio hablar de nietos igual de gamberros que sus madres y que él mismo cuando era joven, no pudo evitar reírse y pensar que sí, que tenía razón.

Si Dios quería, los Dunas seguirían haciendo temblar aquel rincón del mundo por muchos años más.

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1

Tash

Ahogo las lágrimas e intento ver a través de la lluvia. Me subo la capucha de la chaqueta, más por aislarme que por el agua. Cierro los ojos, pero de inmediato los abro y me miro a los pies. Las olas golpean las rocas con fuerza y empiezo a preguntarme cómo de difícil sería dar un paso y dejar que el agua se lo llevara todo.

Respiro. Pienso racionalmente, o lo intento. El agua no va a llevarse nada, esto que siento no es como tener un poco de barro en los brazos. No basta con frotar con un poco de agua. Esto que me ahoga por dentro es más poderoso que el mar que ruge a mi alrededor.

—No merece la pena —dice una voz a mis espaldas, sobresaltándome tanto que pierdo el equilibrio por un segundo.

Sus brazos me sujetan con fuerza y me estrellan contra su cuerpo, girándome para poder sacarme de aquí y evitar que caiga. Recorremos las rocas de vuelta hacia el paseo de madera, donde la luz de una farola nos recibe con un destello. Las olas vuelven a rugir a lo lejos, como si protestaran por interferir en la escena que representan ahora mismo. Como si sobráramos en este caos absoluto. Intento tomar el control de mí misma, pero me está costando mantenerme en pie. Observo las letras blancas que resaltan en la solapa de la chaqueta que lleva quien me sujeta: «Trouble maker». Mis cejas se elevan un poco: apropiado para mi estado de ánimo. Sigo aprisionada por sus brazos, pero no me lo tomo a mal. Creo que estoy tan entumecida que agradezco que alguien me sujete. Elevo los ojos hacia un cuello robusto, un mentón cubierto por una barba de varios días, una boca mullida, aunque tensa en estos instantes, y un poco más arriba, unos ojos azules de un tono distinto a todos los que he visto antes. No es el color, es la sensación de que en ellos hay una tormenta más potente que la que se desata sobre nosotros en estos instantes.

—No iba a tirarme —comento, sin saber muy bien por qué.

Su mandíbula se tensa aún más, pero se las arregla para sonreír.

—Lo sé. El aire tiembla hoy.

No lo entiendo muy bien, pero algo me dice que solo intenta facilitarme las cosas. Doy un paso atrás y, aunque se resiste un poco, al final me suelta. Lo miro de nuevo, esta vez con la distancia ganada, y entonces lo reconozco.

—Te conozco. —Asiente, pero no habla—. Eres el chico del restaurante.

—Jorge de las Dunas —dice.

Recuerdo la escena en la que lo vi. En un restaurante, no lejos de aquí, me defendió de Nikolai en uno de sus días malos.

—Natasha... —murmuro. Cuando se queda en silencio, carraspeo y digo mi nombre completo—. Natasha Kórsakova, pero me llaman Tash.

—Encantado, Natasha.

El temblor se adueña de mi cuerpo y tengo un dolor de cabeza que amenaza con acabar con la poca tranquilidad que me queda, así que doy otro paso atrás, hago un esfuerzo por sonreír y alzo una mano.

—Igualmente. Nos vemos.

—¿Tienes a dónde ir? —pregunta de inmediato.

Abro la boca para decirle que sí. Claro que sí. Lo cierto es que tengo a donde ir. Tengo una suite no muy lejos de aquí. Inmensa, lujosa y llena de la desdicha más grande que nadie pueda imaginar. Mis ojos se vuelven a llenar de lágrimas y niego con la cabeza.

—Tengo, pero no... Creo que no puedo volver todavía.

Cualquier otra persona preguntaría qué ocurre. Intentaría consolarme. Se iría después de una despedida educada. La lluvia se está intensificando, la tormenta cada vez se acerca más. Él se está mojando tanto como yo, pero es como si ni siquiera lo notara.

—Ven conmigo.

Trago saliva. Es un desconocido. Que esté siquiera contemplando la posibilidad de ir con él es motivo suficiente para entender que hay algo mal en mí.

—No nos conocemos —susurro, pensando que ni siquiera me habrá oído con el viento y la lluvia.

Él saca su teléfono móvil, teclea algo en la pantalla y me lo enseña abierto por la página de Google.

—Es el número de la Policía y tengo el GPS activado. Llévalo en la mano y llama en cuanto creas que debes hacerlo.

Es una tontería, podría darme un golpe, volver a quitármelo y hacerme daño perfectamente, pero no estoy asustada.

—No voy a hacerte daño, Natasha —repite acercándose un paso.

No me alejo. Sonrío, de verdad que no estoy asustada de él. No es porque lo idealice o porque vea en su mirada que es buena persona, eso son tonterías. He aprendido durante toda mi vida que, a menudo, unos ojos nobles pueden hacer un daño irreparable. Decido ir con él, no porque confíe en su gesto amable, sino porque creo que me da igual cómo acabe este recorrido. Pensar eso sí me asusta, creo que empiezo a difuminar la línea que hace saltar todas las alarmas. Es como si ya no sonaran cuando me acerco. Como si hubiesen decidido hacer huelga de silencio y dejarme a mi suerte.

—Vale.

—Ten, cógelo —insiste hasta que cojo su teléfono.

Lo sostengo contra mi pecho y él me sujeta el brazo mientras me guía por el paseo del litoral hacia una casa cercana al restaurante en el que nos vimos por primera vez. Es pequeña, en comparación con todas las demás, pero tiene una enredadera preciosa en la fachada de entrada y, pese a su sencillez, se eleva orgullosa frente al mar. Creo que es la casa más digna del paseo y solo por eso ya me gusta.

Jorge entra en la casa y sale dos segundos después con las llaves de un coche. Caminamos hacia la parte trasera, donde hay uno aparcado, pero antes llama a la puerta en una casa de la segunda línea de playa. Cuando abre un hombre de mediana edad, me señala.

—Buenas noches, Miguel. Mira, ella es Natasha, una amiga. Voy a llevarla conmigo esta noche a casa de mi abuela.

—Buenas noches, Jorge. —Su vecino parece más desconcertado que otra cosa—. Que lo paséis bien.

—Gracias. —Sonríe ampliamente, se gira y tira de mi mano—. Vamos.

—¿A dónde vamos? ¿Y por qué has hecho eso?

—Vamos a casa de mi abuela, donde se está celebrando el cumpleaños de mi prima. Le he dicho eso a Miguel, mi vecino, porque si tuviera intención de secuestrarte y hacerte alguna barbaridad, ahora habría un testigo.

Lo miro con los ojos como platos. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión? Él me insta a entrar en el coche y, cuando da la vuelta y se pone tras el volante, me mira y me sonríe.

—¿Lista para entrar en la vida de los Dunas?

—¿Dunas? —pregunto.

Él solo se ríe entre dientes, se muerde el labio inferior y arranca.

—Esto va a ser divertidísimo.

No tengo ni idea de qué habla, pero dejo que me lleve lejos de la playa y pienso que, en realidad, tampoco es que me importe mucho. Ha conseguido que deje de pensar en los motivos para venir aquí.

Si consigue que pueda respirar con normalidad durante una sola hora, habrá merecido la pena.

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2

Jorge

—¿Por qué no entramos? —pregunta Natasha a mi lado.

Es una buena pregunta. Es una pregunta la hostia de buena, la verdad. Tenemos que entrar, pero es que todavía tengo el corazón un poco acelerado.

La imagen de Natasha sobre las rocas, mientras las olas golpeaban con fuerza a su alrededor y ella permanecía inmóvil, va a acompañarme durante mucho mucho tiempo. El modo en que mi garganta se cerró al pensar que quería... que pretendía...

—¿De verdad no ibas a saltar? —pregunto, incapaz de contenerme.

No nos conocemos de nada, ya lo sé, pero no lo necesito para que me acojone mucho que alguien piense en entregarse a las olas de un modo tan... Vuelvo a tragar saliva. Pienso en mi tío, el padre de Mario, en el modo en que se fue, y siento que la respiración se me acelera.

—No quería saltar —me asegura—, pero no ha sido un buen día y tengo la cabeza un poco... embotada.

—Embotada —repito.

La miro, no me parecía que estuviera solo embotada. Ella se emociona hasta las lágrimas, pero no aparta la mirada de mí.

—Ha sido un día realmente malo.

Su acento ruso, de por sí presente, se intensifica mucho más cuando los sentimientos la superan. Alzo una mano, se la coloco sobre el hombro y sonrío, intentando infundirle algún tipo de ánimo.

—¿Sabes lo bueno de los días malos? Que no son eternos. Se acaban, Natasha. Duran veinticuatro horas, no más, y entonces empieza uno nuevo.

Ella respira hondo y asiente, cerrando los ojos y provocando con ese gesto que un par de lágrimas recorran sus mejillas. Cojo un pañuelo de papel del paquete que guardo en el coche y se lo paso por la cara con delicadeza. Aunque no es el momento de pensar en ello, no puedo evitar que a mi cabeza acuda la fascinación por su belleza. Es preciosa. Tiene los labios llenos, la nariz perfecta y unos ojos azules maravillosos. No puede negar que no es de aquí, porque tiene unos rasgos muy marcados, aunque la tristeza llene cada facción de su perfecto rostro.

—¿Lista para conocer a mi familia? —pregunto con una pequeña sonrisa.

—No tengo ni la menor idea de qué hago en el cumpleaños del familiar de un completo desconocido.

—Bueno, no lo pienses así.

—¿Y cómo puedo pensarlo?

—Estás en el cumpleaños del familiar de un futuro amigo. —Ella sonríe y yo lo hago con ella—. No negarás que suena mucho mejor.

—Está bien —admite—. ¿Son tan amables como tú?

Sonrío. A ver cómo le explico que mi familia es... singular. No es que vayan a ser antipáticos, pero van a reaccionar de distintas maneras y no van a esconderse una mierda. Ellos el arte de disimular no lo manejan. Ninguno de ellos. Aun así, asiento y hago ver que estoy lleno de confianza.

—Son mejores que yo.

Salimos del coche y uso mi llave para entrar en casa. Entramos justo cuando varios están gritando, a saber por qué. Pero pronto las voces se acallan y los ojos se centran en nosotros. Cojo la mano de Natasha para darle ánimos.

—Familia, os presento a Natasha. Natasha, mi familia.

—Buenas noches —murmura ella.

Su acento es tan intenso que le aprieto la mano. Imagino que no le agrada mucho saber que tiene un medidor de emociones en el acento, pero a mí me viene bien para saber cómo está.

Me fijo en la mirada que nos dedica mi primo Felipe, pero decido que, como últimamente es un deshecho emocional, no tengo por qué darle una jodida explicación de nada. Que arregle lo suyo con Camille y luego hablamos.

—¡Natasha! —Mi primo Mario, que también vive conmigo, se acerca de inmediato—. ¿Te apellidas Romanov? —pregunta.

—No.

—Es que, si te apellidaras Romanov y en vez de Natasha te llamaras Anastasia, te pediría matrimonio.

Mi padre le da una colleja enorme antes de mirarme con cierta preocupación. Mi tía Trinidad, la madre de Mario, le riñe por comportarse así. Yo me limito a poner los ojos en blanco. El idiota está obsesionado con Disney a niveles preocupantes. En serio, yo insisto en que hay que llevarlo a que lo analicen o algo, pero todo el mundo coincide en que simplemente tiene complejo de Peter Pan.

—¿Es amiga tuya? —Mi abuela se planta frente a nosotros. Con eso sí me pongo tenso. La casa es suya, después de todo.

—Sí —le digo, asintiendo con la cabeza.

—Muy bien, Natalia, hija. Ven que te dé un poco de tortilla. Estás muy delgada.

—Natasha, abuela. Se llama Natasha —la corrijo.

—¿Y qué he dicho yo?

—Natalia está bien —afirma Natasha mientras se deja guiar por mi abuela a través del salón—. Es la traducción de mi nombre, no hay problema.

—¿De dónde eres, Natalia?

—Nací en Rusia, señora, en Moscú, pero llevo años en España.

—Rusia, qué lejos, por Dios. Y cuánto frío, Virgencita. Hale, siéntate. ¿Los boquerones te gustan?

Natasha se sienta a su lado, conmigo a su otro costado, y mira el plato que le enseña mi abuela.

—Creo que no los he probado nunca.

—Si es que los jóvenes no sabéis comer. ¡No sabéis! —exclama mi abuela mientras le aparta unos boquerones en un plato—. Están sin espinas, así que te lo comes todo, menos la cola.

Estoy a punto de decirle a mi abuela que no agobie a Natasha, pero un trueno enorme suena en la casa. La tormenta se ha intensificado y no puedo evitar que el vello de la nuca se me erice al pensar lo que hubiese pasado si yo no hubiese visto a Natasha sobre las rocas. ¿Seguiría allí? A estas alturas y con esta tormenta, seguramente hubiese caído al agua y...

—Pero ¡si hoy no daban lluvia! —grita mi tío Callum, el padre de Felipe, Aza, Alma y Aidan—. El sur de España ya es tan poco fiable como Irlanda.

—Hombre, te he visto un poco exagerado ahí —le comenta mi tía acariciándole el brazo.

Él se ríe y se pone a darle conversación a Natasha, que intenta esquivar los boquerones a como dé lugar.

—¿No te gustan? —pregunta mi tío.

—Es que no tengo mucha hambre —admite ella.

—Si no quieres esto, pues tarta —dice mi abuela—. Algo tendrás que comer, que estás en los huesos.

—Abuela, no la agobies —intervengo.

—Pero ¿quién la agobia? ¿Decirle que coma es agobiarla? ¡Los jóvenes os agobiáis por nada hoy en día!

Eso hace que mis hermanas gemelas, Candela y Adriana, salten y empiecen a discutir porque se sienten ofendidas de inmediato. Algunos primos se suman en contra y otros a favor. Y en esas estamos cuando el timbre suena. Mi prima Azahara le insiste a mi primo Felipe para que abra, pero este se niega. Discuten, y al final es Aidan, el pequeño, el que abre la puerta, dando paso a una Camille empapada y visiblemente nerviosa.

—Buenas noches. Es increíble cómo llueve. Cualquiera diría que me he traído el tiempo de Irlanda.

Elevo las cejas con sorpresa. Camille vivió con nosotros hasta no hace mucho, cuando volvió a Irlanda para estar con su madre, que vive sola allí. Le insistimos en que debía quedarse aquí, porque se notaba que era feliz, sobre todo por la relación que comenzó con Felipe, pero ella se marchó de todas formas.

Miro a mi primo, que la observa como si fuera un fantasma.

—¡Sorpresa! —grita Aidan—. Por esto tenías que ir tú, imbécil. Ahora debería quedármela yo y así aprendes.

Mi tío Callum le da tal tirón que lo quita de la escena. Felipe no reacciona y yo empiezo a tensarme, porque Camille está pasándolo visiblemente mal.

—¿Qué haces aquí? —pregunta al final acercándose a ella.

—Tengo algo que enseñarte. Mi libro más complicado.

—Vamos fuera.

—Pero... llueve a cántaros —contesta Camille.

—Podéis ir a casa —sugiere Azahara.

Entonces me doy cuenta. Miro a mi prima, me concentro en su sonrisa y en lo emocional que parece estar esta noche. Me percato de que es probable que ella sea compinche de todo esto. Felipe y Camille murmuran algunas cosas más y finalmente abandonan la casa.

—¿Creéis que lo arreglarán? —plantea Mario—. Quiero que Galaxia vuelva con nosotros.

—¿Galaxia? —pregunta Natasha a mi lado.

Sonrío y paso un brazo por su silla. Me alegro mucho cuando no se tensa. Me alegro tanto que eso sí que me tensa.

—Se lo puse por sus pecas. Camille vivió con nosotros unos meses. Vino de vacaciones, pero se enamoró de mi primo Felipe y...

—Y con suerte —sigue mi prima Azahara—, al acabar la noche habrá vuelto a nuestras vidas. Eso si mi hermano no la caga mucho. Por cierto, te recuerdo.

—¿Perdón? —dice Natasha.

—Del restaurante.

Cierto. La primera vez que vimos a Natasha fue en el restaurante en el que Felipe y Mario trabajaron el verano pasado. Ella estaba allí con su novio y este la trató tan mal que tuve que meterme en medio y pedirle que no se fuera con él. Por desgracia, no me hizo caso. Algo me dice que todo esto tiene que ver con ese cabrón, pero no es momento de preguntar.

—Oh. —Natasha se ruboriza un poco—. Lo siento, no recuerdo mucho de aquel día, pero perdona por...

—Bah, no pidas perdón por nada. Me alegra que estés aquí.

Natasha sonríe, prueba la tortilla que mi abuela le pone en el plato y yo aprovecho para concentrarme en la sonrisa de mi prima Azahara. Sé que tenemos una conversación pendiente y que me sacará todo lo que pueda de ella, pero ahora mismo no quiero que se preocupe de nada, salvo de disfrutar de su noche.

—¿Cómo se lleva ser un año más vieja? —le pregunto.

—Pensé que sería más traumático —dice riéndose—. La verdad es que de momento está siendo bastante... interesante. —Mira a su lado, a un chico de ojos azules que le sonríe sin despegar los labios y yo elevo las cejas.

—Sí, está siendo una noche interesante...

Aza se ríe y yo la imito. Siempre hemos tenido mucha confianza, así que es raro que ambos estemos en situaciones parecidas. Bueno, no tanto, porque no sé quién es este tío, pero cuando lo oigo hablar me puedo hacer una idea aproximada. Mi prima trabaja desde casa, como yo. Ella es diseñadora en una empresa y yo trabajo como informático autónomo. El caso es que diría que este es el chico que trabaja en su misma empresa, pero es de Barcelona y según entendí ya ni siquiera se hablaban, así que no tengo ni idea de qué va este tema.

—Esto está buenísimo. —A mi lado, Natasha me sonríe mientras me señala los boquerones—. En serio, ¡buenísimo!

Me río y cojo su copa.

—¿Quieres una copa? ¿Vino? ¿Agua?

—Agua estará bien. —Se vuelve y se centra en mi abuela—. ¿Hay más boquerones?

—Claro que hay más, niña. Tú no te preocupes y cómete los que tengas ganas.

Ella lo hace. Se concentra en su plato y come mientras yo la miro un tanto atónito con su apetito. No por incomodidad, al revés, me encanta que se sienta tan cómoda como para llenarse el estómago y confío en que la cocina de mi familia haga que vea las cosas de un modo distinto. Aun así, me sorprende muchísimo su capacidad de adaptación y el modo en que sonríe a todo el que le saque tema. No me engaño, no es una sonrisa que le llegue a los ojos y es evidente que no está alegre de verdad, pero el esfuerzo que hace por mi familia consigue que me prometa intentar ayudarla en la medida de lo posible con lo que sea que le pase. No solo por eso, sino porque... porque alguien tan joven no debería tener una tristeza tan profunda en los ojos.

—Ey, Natasha. —Mi primo Mario se sienta al lado de Azahara—. ¿Te gustan las pelis de Disney?

—No contestes a eso —le pido antes de señalar a mi primo—. Como empieces, hoy duermes en el césped. Te lo juro, Mario.

Mi primo es un tocapelotas, pero no es tonto. A veces lo parece, pero no lo es. De hecho, es superdotado. Yo lo dudo, pero lo dicen los especialistas, así que será verdad. Me mira con sus inmensos ojos, tan parecidos a los míos, y asiente una sola vez.

—Solo iba a decir que me encanta la peli de Anastasia.

—A mí también —dice Natasha a mi lado—. ¿La has visto en ruso alguna vez?

—¡No! ¿Tú sí?

—Claro. —Ríe—. Soy rusa.

—Ah, ya, claro. Tiene lógica. —Pongo los ojos en blanco, pero Natasha parece encontrarlo gracioso y vuelve a reírse, lo que solo sirve para que mi primo se venga arriba—. Oye, Natasha.

—Tash.

—¿Eh?

—Puedes llamarme Tash. Es más corto.

—Tash. —Parece pensarlo un instante antes de asentir—. ¡Me gusta! Bueno, a lo que iba. ¿Te puedo hacer una pregunta que me carcome un montón a veces?

—Miedo me da —murmura Azahara.

No lo digo, pero a mí también me da miedo. Natasha asiente y mi primo se lanza sin frenos:

—¿Vosotros, a la ensaladilla rusa, la llamáis ensaladilla a secas?

Natasha abre la boca para responderle, pero se queda en silencio mientras varios en la familia estallan en carcajadas. El chico que ha traído Azahara le da un gran sorbo a un botellín para ahogar una risita y la propia Azahara le da una colleja a Mario, pero a duras penas se aguanta la sonrisa.

—Bueno, nosotros no la hacemos como los españoles.

—No jodas.

—Lo siento —contesta Natasha sin dejar de sonreír—. Espero no decepcionarte demasiado.

—Ay, princesa, con esa cara, no podrías decepcionarme ni queriendo.

—Eh, niño, no te pases —le digo repentinamente serio.

Mario me mira elevando una ceja, sorprendido por mi tono brusco, y no es para menos. Yo también me sorprendo un poco, pero no es por nada en especial. Simplemente Mario no sabe en qué condiciones he encontrado a Natasha y no quiero que se le suelte esa lengua ligera y entrometida que tiene y acabe provocando justo lo contrario que hasta ahora.

Si hay algo que tengo claro es que mi familia en grandes dosis puede resultar abrumadora. Por eso, cada vez que algún familiar intenta profundizar en conocer a Natasha, interrumpo y cambio el tema. No quiero que la agobien y, puestos a conocer detalles de su vida, quiero ser yo quien los sepa primero. ¿Por qué? Pues por el mismo motivo por el que adoro la remolacha: porque sí. Y punto.

La noche sigue avanzando, Azahara sopla las velas, nos comemos la tarta como si no hubiésemos comido en años y mi abuela se enfada porque quiere guardarles un trozo a Felipe y a Camille.

—Esos no vienen, abuela. Esos están ahora mismo dale que te pego a...

—Cuidadito con lo que dices, Mario de las Dunas, que me tienes muy hartita esta noche ya.

Mario se calla, hasta él tiene sus límites. Yo me río justo antes de ver que Natasha se palpa los bolsillos a toda prisa.

—¿Qué ocurre? —pregunto.

—Mi móvil... —Me mira con los ojos como platos—. No lo encuentro, pero no es posible. Siempre lo llevo conmigo.

—¿No se te habrá caído antes? ¿En las rocas?

Ella me mira sorprendida, pero hay algo más en su cara. Algo mucho más oscuro e intenso.

—No puedo perder el móvil. Tiene un localizador. No puedo... Yo... necesito irme.

—Vale, tranquila. Eh, escúchame.

—¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta hasta ahora? ¡Ha pasado mucho tiempo!

Varios en la familia nos miran, tensos por la actitud de Natasha. Pero yo me limito a levantarme, cogerla de la mano y llevarla fuera, a través del jardín, hasta la casa de mis padres. Lo bueno de la casa grande es eso: que es muy grande. La casa original era la de mi abuela Rosario, pero cuando mi madre y mis tías se hicieron mayores, como había terreno de sobra, construyeron las suyas dentro. Así que he crecido rodeado, no solo por mis hermanas, sino también por mis primos. Natasha me sigue sin decir nada, pero su tensión es tal que le aprieto los dedos una y otra vez, intentando que se calme.

—Bien, ¿qué ocurre, Natasha? Y no me digas que nada. Dime, por favor, qué consecuencias puede tener que hayas perdido el móvil.

Ella me mira con los ojos llenos de lágrimas.

—Él me localiza por el móvil. Cada vez que salgo. Es la única condición para poder salir sola muy de vez en cuando.

—¿Condición? ¿Qué demonios...? ¿Qué edad tienes? —De pronto, un pensamiento me asalta, atragantándose en mi garganta—. ¿Eres menor de edad?

—¡No! Tengo veintitrés años.

—Bien, vale. —Respiro un poco más calmado, pero solo me dura hasta que recuerdo el motivo de su tensión—. Escucha, Natasha, nadie puede controlarte así, ni siquiera un novio. Puedes salir, eres libre y él no debería...

—¿Novio? —pregunta interrumpiéndome—. ¿Qué novio?

—El chico por el que supongo que estás así. El que estaba contigo en el restaurante, ¿no? ¿Acaso no es él quien te preocupa?

—Sí, pero no es mi novio. Si no le digo dónde estoy de inmediato, voy a tener un problema. —La miro sin entender nada y ella, lejos de tranquilizarse, deja ir las lágrimas que ha retenido hasta ahora—. Nikolai es mi hermano.

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3

Jorge

Miro a Natasha sin poder creerme lo que me cuenta. ¿Su hermano? ¡No la trataba como un hermano! Lo sé porque yo tengo dos hermanas pequeñas. Y un montón de primos. Ese tío la trataba como si fuera su dueño.

—¿Y siempre te habla como aquel día en el restaurante? —pregunto sorprendido.

Recuerdo el modo en que la trató cuando la conocí. De inmediato pensé que era un novio maltratador. No es que ahora sea mucho mejor, porque nadie tiene derecho a atemorizarla tanto como para que esté así por haber perdido el móvil.

—Él es mayor. Su responsabilidad es cuidarme y vigilarme.

Aprieto la mandíbula. Se ha puesto a la defensiva y no va a encajar bien que le diga que lo que yo vi no era a un hermano cuidando a su hermana pequeña, sino a un cabrón ejerciendo un maltrato psicológico de manual.

—¿Te sabes su número? ¿Podemos llamarlo para que se quede tranquilo?

Natasha niega con la cabeza.

—No, él no puede saber que he estado contigo. Tengo que ir con Sia. Ella sabrá qué hacer. Ella siempre sabe qué hacer.

—Vale, bien. Deja que me despida de mi familia y te llevo.

—No es necesario. Puedo llamar a un taxi.

—Te puedo llevar, Natasha. Déjame hacerlo. No quiero que cojas un taxi estando tan nerviosa.

Ella traga saliva y, cuando no se niega, tiro de su mano y la hago volver a la casa de mi abuela para despedirnos de mi familia.

—¡Espera un momento! —me pide Azahara—. Felipe se habrá llevado nuestro coche, así que tenemos que irnos contigo.

—Oye, no es buen momento.

—A mí no me importa —dice Natasha—. Puedo irme en un taxi.

—No, te llevo yo, de verdad —insisto.

—A nosotros no nos importa acompañaros —comenta Mario—. A no ser que molestemos.

Paso la mirada de uno a otro y al final levanto las manos, rindiéndome.

—¡Está bien! Vámonos.

Salimos de casa y me fijo en que el chico que viene con Azahara, lógicamente, la está siguiendo.

—¿Dónde tengo que dejarte a ti? —pregunto.

—Primero llevamos a Natasha a casa —responde mi prima—. Luego ya veremos.

La miro sin entender una mierda de lo que sea que ocurre, pero la tensión de Natasha es tal que abro el coche y les dejo subir a todos. Cuando estoy tras el volante, miro a mi prima, en medio de Mario y su compañero, totalmente encajonada. Suspiro. No pienso preguntarle si va bien porque ha sido ella la que se ha empeñado en esto.

—Bien, ¿dónde vive tu amiga?

—Tiene una pequeña cafetería en Fuengirola —me dice.

Miro el reloj de pulsera que llevo.

—Pero es posible que esté cerrada, ¿no?

—Sí, pero no es problema. Estará allí.

No cuenta más y yo tampoco pregunto. La noche está siendo bastante surrealista, así que simplemente arranco y dejo que me guíe. Por fortuna, la casa de mi abuela y mis padres también está en Fuengirola, aunque sea a las afueras, pero no tardamos mucho en acercarnos a la playa. Paramos en segunda línea de playa, en una calle con poco tránsito frente a un local.

—Aquí es —murmura.

Me fijo en una cafetería de estilo americano y antiguo. Es como ver la jodida cafetería de Grease aquí, en Fuengirola. Hay sofás rojos y blancos, contrastando con otros en tonos aguamarina; cuadros con fotos de batidos y postres tan coloridos que dan hambre, y otros con coches antiguos y chicas pin-up. Todo es colorido, vintage al estilo americano y muy muy atractivo, la verdad.

—Joder, cómo mola, ¿no? —pregunta mi prima echándose hacia delante entre los dos chicos para mirar mejor—. Aquí tienen que hacer unos batidos buenísimos.

No me da tiempo a decir nada más. La puerta de la cafetería se abre y en apenas dos segundos una mujer sale, se encamina hacia nosotros, abre la puerta del copiloto y tira de la mano de Natasha hablando en ruso a toda pastilla. Está visiblemente alterada, pero no para mal. Diría que está preocupada, pero todo pasa tan rápido que apenas consigo pestañear antes de bajar del coche y ver cómo la arrastra hasta la cafetería.

—¡Eh! ¡Espera un maldito momento! —grito justo antes de que me cierre la puerta en las narices.

La chica en cuestión se gira, abre la puerta cristalera y me atraviesa con la mirada. Joder, es impresionante. En el sentido literal de la palabra. Tiene el pelo verde, con flequillo, recogido en un moño bajo. Sus ojos no son verdes, pero tampoco azules, y están perfectamente maquillados con una de esas líneas negras que hacen que las miradas se profundicen más. Y sus labios pintados de un rojo intenso son hipnotizantes. En serio, es alucinante que esa boca sea real. Además, lleva un pijama de Batman, tiene un brazo entero tatuado y... es muy guapa, pero jamás hubiese pensado que una chica con su aspecto sería amiga de Natasha.

—Oye, no sé quién eres, ni qué le has hecho, pero te largas de aquí ahora mismo o llamo a la policía —me dice con la ira dibujada en los ojos.

—¿Policía? ¡Madre mía, menudo carácter de mierda carga la muñeca diabólica!

Se podría decir que soy yo el de la frase, pero no, es mi primo Mario.

Se ha bajado del coche y se enfrenta a la chica enfadado como pocas veces. Hay una cosa de Mario que poca gente sabe: se lo toma todo a risa, menos su familia. No lleva bien que nos traten mal, desde nunca, así que no me extraña que haya saltado.

—¿Qué me has llamado? —pregunta la chica, acercándose a él con tan mala hostia que doy un paso atrás.

Mario, en cambio, aprieta los dientes.

—Ya me has oído. Hemos venido aquí a traer a tu amiga, tu prima o tu novia, lo que quiera que sea, con toda la buena fe, y estás siendo maleducada, grosera y avasalladora. ¡Estás siendo una bruja Disney, tía!

Me froto los ojos. Ya tardaba...

—Mira, imbécil, como vuelvas a decirme...

—¡Sia, por favor! —exclama Natasha en español—. Tiene razón. Han sido amables conmigo. Solo me han ayudado esta noche. Te lo puedo explicar todo.

La tal Sia le dice algo en ruso, a lo que Natasha responde a toda velocidad. Yo me frustro, el ruso no es un idioma como el inglés o el francés del que puedas captar algo si afinas el oído. El ruso suena como si alguien quisiera matarte constantemente y es evidente que Natasha y su amiga no están hablando de temas alegres, así que el tono es... duro. Y no se entiende una mierda.

—Hablar en un idioma ajeno al de la mayoría de los presentes es de mala educación —dice mi primo, enervado como pocas veces.

La tal Sia se interrumpe, lo mira elevando una ceja perfectamente depilada y luego nos señala.

—Yo aquí veo a dos españoles y a dos rusas. No sois mayoría.

—Me cago en mi vida. ¡Azahara, sal del coche! ¡Y tu amigo también!

—¡No es mi amigo! —grita, pero sale igualmente y lo arrastra con ella.

—¿Ves? Ya somos mayoría. ¡Lo que tengas que decir delante de nosotros, en español! A ver si voy a sacar el traductor de Google y se te va a tener que caer la cara de vergüenza.

La chica lo mira visiblemente sorprendida y luego, para mi propia estupefacción, se echa a reír mientras nos mira a todos.

—¿Queréis un batido?

La miro de hito en hito. ¿Un batido? ¿Qué...? Miro a Natasha, que está tan tensa como una tabla.

Creo que lo mejor para ella es finalizar la noche, así que niego con la cabeza.

—En otra ocasión —murmuro antes de centrarme en ella—. ¿Estarás bien?

—Lo estará. Yo me ocupo —dice Sia.

—¡Le preguntaba a Natasha! —Se mete mi primo—. ¿Eres tú Natasha? No, ¿verdad?

La dueña del pelo imposible, labios perfectos y tatuajes de estilo pin-up mira a mi primo como si quisiera estrangularlo con sus propias manos. Decido que este es el momento exacto para abandonar la escena.

—Bien, chicos, vamos al coche. —Miro a Natasha y, antes de poder irme, le pido que apunte mi número de teléfono—. Solo por si lo necesitas.

Ella no contesta, pero su amiga entra en la cafetería y sale poco después con una libreta que me tiende. Lo anoto, sorprendido de que colabore, se lo doy y le murmuro un «gracias» que me es correspondido con una pequeña sonrisa la mar de amable. La miro bien y me doy cuenta de que su actitud no es más que el resultado del intento de proteger a Natasha.

No puedo enfadarme con ella por eso, así que asiento una sola vez, en señal de entendimiento, y doy un paso atrás.

—Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, llámame, ¿vale?

Ella asiente levemente, pero cuando subo en el coche y vuelvo a casa, sé que no lo hará.

Es una pena. Por razones que no alcanzo a comprender, me gustaría ayudarla a solucionar lo que sea que hace que ande por la vida buscando rocas en medio del mar en las que perderse cuando la tormenta se cierne sobre su cabeza.

todas_mis_dudas-7

4

Nil

Azahara me está mirando. Me está mirando fijamente. Tiene los ojos abiertos como platos y casi parece que estuviera frente a un fantasma.

Trago saliva e intento aparentar tranquilidad sonriendo, pero lo cierto es que solo me falta ponerme a sudar. El vuelo ha sido un infierno, me he sentido todo el tiempo como si estuviera abandonando a Eric y a Ona. No sé si es normal sufrir esta ansiedad por separación, creo que sí. Pero, de cualquier modo, me he pasado todo el camino hacia aquí con las mismas ganas de avanzar que de volver a casa.

El problema es que al verla... Al verla en persona y no a través de una pantalla, he sentido que la presión aflojaba un poco, porque se trata de Azahara. Es real, joder, y está a un brazo de distancia. A solo un brazo. Es increíble.

Su pelo es aún más alucinante en persona. Se esparce por todas partes, como si pretendiera ocuparlo todo. Sus ojos son azules y preciosos. Su boca es... toda ella es increíble.

—Tú... —susurra.

Ha reconocido mi voz, lo sé. Jamás me ha visto, de ahí su sorpresa, pero me esfuerzo por sonreír y asentir.

—¿Puedo unirme a la celebración?

Ella emite un sonido estrangulado, como si quisiera hablar, pero no le sale nada. Coge aire y lo intenta de nuevo, mientras Lola y Edu disimulan sus sonrisas.

—Claro. —Frunce el ceño y carraspea—. Eh... Necesito ir al baño un segundo.

Se levanta y se va antes de que pueda frenarla, dejándome desconcertado. Miro a Lola y a Edu y hago una mueca.

—Creo que esto no ha sido buena idea.

—No digas tonterías. Está flipando, es normal. Yo también flipé la primera vez que te vi.

—Córtate un poco —dice Edu por señas—. Si te viera Lorenzo...

—Si me viera Loren

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