Mía en el silencio (Confesiones de los Welltonshire 2)

Marión Marquez

Fragmento

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1

Inglaterra, 1837

Francis estaba exhausto, harto de todo. De sus obligaciones, del clima, de sus vecinos de siempre y de las fiestas a las que estaba obligado a asistir cuando estaba en casa. De la sofisticada gente de Londres, de las fiestas de la ciudad, de las debutantes, de las madres de las debutantes, de las amantes demandantes. De su cuñado. De su hermana —aunque a ella le perdonaba todo—. Pero, sobre todas las cosas, estaba cansado de su madre. Francis Laughton amaba a su madre y daría la vida por ella, pero últimamente se estaba convirtiendo en alguien intolerable.

Annabeth no dejaba de recordarle ni un solo día que necesitaba una esposa.

Por eso había vivido los últimos meses en la residencia solariega de Thornehill, junto a su hermana Emmie, su cuñado Joseph y su pequeño sobrino Jacob. Convivir con Joseph era mucho menos agotador que soportar a Annabeth y los que vivían en su casa, quienes habían convertido en hábito el hecho de mencionar por casualidad lo ansiosos que estaban por tener una nueva señora en la mansión, alguien que relevara a la condesa viuda de sus obligaciones. Aunque eso era cierto a medias, a Annabeth le encantaba dar órdenes y organizarlo todo, a todas horas.

Su cuñado no se había mostrado muy feliz al principio, pero había terminado por resignarse a que él no se iría pronto. Y eso mismo había sucedido: Francis había permanecido en Thornehill el último mes de embarazo de Emmie y un mes más después del nacimiento de Jacob.

Ahora se encontraba en la entrada de Beckford Manor, la recién heredada propiedad de su buen amigo Granville Winn, quien, al ser hijo segundo de un barón, había adquirido por sorpresa el título de vizconde por parte de un fallecido primo lejano. Fran tenía conocimientos, práctica y los amigos necesarios para ayudarlo a amoldarse a su nueva posición y, por supuesto, muchas ganas de retrasar el regreso a su propia casa.

Alejándose del carruaje en el que había llegado, caminó en dirección a la puerta de entrada mientras observaba los alrededores. No sabía si era impresión suya o si todo estaba un poco descuidado. Dejado... Rozando lo desastroso.

Golpeó la puerta con poca fuerza, temiendo que, si esta estaba en las mismas deplorables condiciones que el jardín delantero, pudiese llegar a caerse. Un joven abrió a los pocos segundos.

—Milord —saludó con una leve inclinación.

—Buenas tardes. —Sonrió—. Soy lord Welltonshire y estoy aquí para ver a lord Beckford.

—Por supuesto, milord. Adelante, por favor —musitó el muchacho, al que la librea le quedaba grande. ¿Sería el mayordomo? Se veía muy joven y, por la forma en la que actuaba, carecía de la experiencia y la preparación que debería tener para ser uno—. Lord Beckford está con su abogado en el despacho. Puede esperarlo en el salón blanco o, si lo desea, puede subir al cuarto que han dispuesto para usted.

—Prefiero el salón.

—El salón blanco, milord —indicó asintiendo y señaló con un brazo extendido hacia una puerta ancha, a un lado de donde se encontraban—. ¿Puedo ofrecerle algo más? ¿Té?, ¿galletas?

—Sería perfecto, gracias.

Fran cruzó el umbral de la ancha puerta del llamado salón blanco abstraído en sus pensamientos. Su madre repetía que era de muy mal gusto andar siempre tan distraído y desatento a todo, pero era algo que no podía evitar y que tampoco le había dado problemas en su vida. Sin prestar atención a nada, su mirada se paseó por los rincones a medida que se acercaba a los sillones que había en el centro del salón. Se sentó y estiró las piernas, dejándose caer por completo contra el respaldo. Y nada pudo impedir que un silbido de confort y desahogo escapara de sus labios cuando su cabeza estuvo bien cómoda sobre los almohadones traseros y, para disfrutarlo mejor, decidió que cerrar los ojos era una buena opción.

Los viajes en carruaje podían ser agotadores. Él prefería viajar a caballo, pero las circunstancias y el equipaje no se lo habían permitido. Y ni el coche más lujoso de Londres evitaba que fuese un suplicio pasar horas sentado. Sobre todo para alguien tan activo como él.

—¿Milord?

El conde abrió los ojos de golpe y estuvo a punto de caerse del sofá cuando vio la imagen que se presentó ante sus ojos. Sacudió la cabeza y pestañeó varias veces para asegurarse de que no estaba teniendo una pesadilla. Las cejas de la anciana, canosas al igual que su cabello, se alzaron en un gesto de censura y Fran no tuvo más opción que obligar a su cuerpo a terminar de reaccionar y ponerse de pie con agilidad.

—Usted parece un hombre bastante distinguido como para no poseer los modales básicos, señor.

Oh, por favor. Tenía que ser una broma pesada... ¿De dónde había salido esa mujer? ¿Era una de esas terribles bromas que le gustaba hacer a Granville?

—Mis disculpas, señora —musitó reuniendo paciencia. Se tomó un tiempo para examinar a la mujer, que, por las ropas viejas y gastadas, no podía ser más que una empleada—. ¿Puede explicarme de qué forma la he ofendido, por favor? El mayordomo me ha indicado que puedo esperar aquí a lord Beckford.

—Ese niño que juega a ser el mayordomo nunca tiene idea de nada, el muy zopenco —se quejó, y sacudió una mano en un gesto que Francis creyó divertido dada la escasa altura de la mujer—. Pero eso no lo excusa a usted de ser tan desconsiderado. Debería haber pedido permiso al entrar o, al menos, saludar. ¿No le han enseñado cómo actuar frente a una dama?

Sin remedio, los ojos de Francis quisieron desviarse en busca de la dama en cuestión. La anciana soltó un jadeo de desaprobación y negó con la cabeza. Él estaba desconcertado y seguía sin encontrar a la dama. Dudaba que esa mujer estuviese hablando de ella misma en tercera persona. ¿Y por qué lo trataba tan mal?

—Disculpe, señora... —No alcanzó a terminar la frase cuando una joven pareció materializarse casi en la otra punta de la sala. ¿Habría estado sentada en algún rincón y por eso no se había percatado de su presencia antes? ¿Cómo era posible?—. Oh, milady, disculpe.

Sonaba confundido, pero no podía evitarlo. La situación era tan extraña como la joven, quien se movía muy despacio, con la cabeza gacha; no era capaz de ver su rostro, lo que no hizo más que intrigarlo. La señora mayor se interpuso entre ambos cuando la muchacha estuvo a pocos pasos de él. No lo dejó acercarse más y volvió a dedicarle una mirada fulminante. ¿Y ahora qué había hecho mal? Contuvo un suspiro, acostumbrado a que las mujeres, léase su madre y su hermana, les gustara regañarle.

Entonces sus ojos se posaron sobre la muchacha, que se había aproximado. Él era un apasionado en cuanto al sexo contrario se refería, y le gustaba apreciar la belleza de una mujer, aunque fuese de lejos. Su pasado y los errores de su padre, que lo perseguían en cada momento de su vida, le habían enseñado a valorarlas y estimarlas por sobre todas las cosas. A causa de sus viajes, había conocido a muchas mujeres diferentes, todas ellas especiales a su manera, pero la que tenía frente a él era, sin duda alguna, una belleza inglesa. La mitad de su cabello dorado estaba recogido y la otra caía por detrás de su espalda, con unos mechones por delante. Su vestido no era gran cosa, más bien parecía viejo y alejado de la mo

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