Te odiaré hasta que te quiera (Bad Boy's Girl 1)

Blair Holden

Fragmento

cap-1

 

Introducción

Ya están otra vez. Mis padres vuelven a pelearse. Oigo sus gritos a través de las paredes de casa, que parecen de papel. Siguen creyendo que si se pelean en la planta baja, yo no los oigo desde arriba. Pero, por desgracia para ellos, y para mí, me llega hasta la última palabra con total claridad.

Es lo de siempre. Se enzarzan hasta que quieren tirarse de los pelos y luego se van a su habitación. Últimamente, mi padre está durmiendo en la de invitados, de la que sale a escondidas todas las mañanas antes de que yo me vaya a clase.

Cree que no me doy cuenta, pero sí.

Soy consciente de que no están bien, pero no se separarán. Son así de tercos. Es algo que he heredado de ellos, la cabezonería, pero espero no verme nunca en una situación parecida. Claro que yo no tengo que preocuparme por encontrar a alguien que me quiera para luego acabar odiándolo, porque el tío del que estoy enamorada nunca me va a querer. Está demasiado ocupado babeando por Nikki la Zorra. Vale, un momento, que rebobino y te explico los motivos exactos por los que Nikki es una zorra.

Nicole Andrea Bishop, también conocida como el origen de todos mis males, es mi ex mejor amiga y segunda capitana del equipo de baile del instituto. La conozco desde la guardería, cuando todo eran arcoíris y mariposas, y compartir un helado con otra niña te convertía automáticamente y para siempre en su mejor amiga. La verdad es que eso es lo que fuimos Nikki y yo durante más o menos diez años. Luego llegó el instituto, y ella se transformó en un engendro de Satanás.

Adiós a la niña mellada que me hacía trenzas porque yo era físicamente incapaz. Adiós a la amiga con un acné importante que se quedaba despierta toda la noche ayudándome a estudiar para los exámenes de francés, una auténtica pesadilla para mí. Adiós a la chica a la que consideraba casi una hermana, que cenaba con mi familia todos los sábados antes de la maratón semanal de Las chicas Gilmore.

Para cuando terminó el primer año, a Nikki ya la había poseído el espíritu de Regina George y yo era la mosca que no dejaba de revolotear a su alrededor. Hice todo lo que pude para mantener viva nuestra amistad, de verdad que sí, pero mi orgullo tenía un límite.

Ahora es cuando te cuento que yo antes estaba gorda. Y cuando digo gorda, no me refiero a esa gordura que te permite llevar vaqueros ajustados con una camiseta corta y aun así atreverte a criticar esos kilitos de más.

Por aquel entonces pesaba la friolera de ciento cinco kilos, más que todo nuestro instituto junto. Era esa chica que llevaba chándal con capucha y Converse todo el día, todos los días, sin siquiera planteárselo. Pero, antes de que te dé pena, déjame que te diga que nunca fui consciente de mi peso. Es más, tampoco me suponía un problema. No hacía régimen ni deporte (para disgusto de mi madre) y tampoco sacrificaba pequeños animalillos para que los dioses me hicieran perder milagrosamente los kilos que me sobraban. Comía lo que me apetecía, me quedaba en casa viendo Gossip Girl en el portátil y mis compañeros de clase me obviaban, no me hacían bullying, pero pasaban de mí. Fue entonces cuando Nicole se apuntó al equipo de baile, y de pronto todo el mundo empezó a odiarme. ¿Sabes?, es como si aún oyera los silbidos y los comentarios discretos; bueno, discretos más bien poco, cada vez que Nicole y yo pasábamos junto a un grupillo de estudiantes.

«¿Qué hace una macizorra como Nicole Andrea Bishop con una tía como esa?»

«¿Qué le estará haciendo Tessa la Obesa para obligarla a que sea su amiga?»

«¿Por qué Nicole no se quita ese peso de encima y ya está?» Sí, este era para partirse.

Ni que decir tiene que Nicole acabó dándose cuenta de que yo estaba perjudicando su reputación, así que, después de meses evitando mis llamadas y sin tiempo para quedar conmigo, al final me dejó bien claro que era una carga para ella y que ya no podíamos seguir siendo amigas.

Me tragué el orgullo y lo acepté. Diez años de amistad a la basura, así, sin más, y todo porque mi mejor amiga era demasiado cobarde para plantarle cara a la gente que cuestionaba nuestra amistad. Y no me habría parecido mal si se hubiera limitado a ser eso, una cobarde, pero Nicole decidió que un defecto de semejante calibre no era suficiente para ella. Por lo visto, uno de los requisitos de la popularidad es convertirse en uno de esos villanos retorcidos que salen en las pelis. Y se puso manos a la obra.

Cuando empezamos el segundo curso, yo había perdido treinta y seis kilos y ella había ganado un novio. Y no uno cualquiera. Nicole volvió a clase siendo la novia del chico del que yo estaba colgada desde los ocho años.

Jason «Jay» Stone fue el primer chico que me regaló flores. Bueno, si por flores entendemos un diente de león arrancado de cualquier manera. Íbamos a tercero y aquel día yo había ido al colegio con mi diadema favorita. Me dijo que estaba muy guapa, y a mí aquello me bastó para enamorarme hasta el tuétano. Con el paso del tiempo nos hicimos buenos amigos. Bueno, al menos él se comportaba como un amigo. Yo me quedaba muda cada vez que se me acercaba. Y es que era el prototipo de chico americano: rubio, ojos azules y con una habilidad envidiable para jugar al béisbol. Por desgracia, a medida que fui ganando peso, empecé a avergonzarme de que me vieran con él. Estaba gorda y era todo lo torpe que puede ser una preadolescente. Digamos que no era el tipo de chica que merecía pasar tiempo con Jay Stone, así que acabé por alejarme de él.

Nicole sabía perfectamente lo que yo sentía por él. Incluso me animaba a que le pidiera para salir porque, según ella, Jay estaba colgado de mí a pesar de mis problemas de peso. Yo estaba totalmente en contra de esa idea, por decirlo suavemente. Sin embargo, al volver del verano y antes de empezar el segundo curso, vi la luz al final del túnel. Me había pasado horas encadenada a la cinta de correr, consumiendo mi propio peso en agua, y sentí que quizá esa vez sí. Aquel sería mi año. El año en el que por fin tendría una oportunidad, en el que me convertiría en alguien capaz de tontear con Jay Stone.

No tenía la menor idea de lo que se me venía encima.

La primera vez que vi a Jay después del verano fue en los pasillos, justo antes de entrar en clase. Yo llevaba mis mejores vaqueros, que casualmente me hacían un culo bonito, una camiseta ajustada y ligeramente escotada, lo justo, y mis botas negras de rock star. Me había peinado a conciencia, ondulando mi melena rubia en plan playero, e iba perfectamente maquillada. Por desgracia, en cuanto lo vi, no fueron necesarios ni cinco minutos para que tuviera la cara llena de chorretones de rímel.

Jay tenía la lengua metida hasta la campanilla de mi mejor amiga, perdón, ex mejor amiga. Si aquella mañana hubiera desayunado, el contenido de mi estómago no habría tardado en volver a salir por donde había entrado. Recuerdo que sentí una presión en el corazón, como si alguien me lo apretara con todas sus fuerzas hasta romperlo en mil pedazos. Se me llenaron los ojos de lágrimas y noté un nudo en la garganta. Fue lo peor que he sentido nunca.

Había perdido a Jay Stone, el amor de mi vida, y por si fuera poco a manos de mi ex mejor amiga, que encima me lo restregaba por la cara. Fue como si todo el peso que había perdido no significara nada para ellos. Estaba condenada a seguir siendo Tessa la Obesa, la chica sin amigos e invisible para el único chico que había querido.

Avanzamos dos años y aquí estoy, una veterana en la segunda semana de su último año de instituto. Por increíble que parezca, es sábado por la noche y esta veterana está en casa acosando al amor de su vida por Facebook. Sí, ahora estoy hablando de mí misma en tercera persona, cosas del aburrimiento

Recorro su perfil, que parece estar lleno de fotos de su novia en diferentes secuencias de un selfie. Enfermizo, así es como yo llamo a semejante nivel de egocentrismo.

La imagen del perfil es una foto de ellos dos en la playa. Él la levanta por la cintura y le besa la frente mientras ella le dedica a la cámara una de sus sonrisas de ángel (exterminador).

Intento apartar de mi mente las fotos que aparecen de Nicole mientras me regodeo en el perfil de Jay. Es tan perfecto, tan guapo, con el pelo rubio y despeinado y los ojos del azul del mar... Tiene una sonrisa matadora, hoyuelos en las mejillas, pequitas en la nariz, los pómulos muy marcados...

¿Parezco muy enamorada? Pues para él es como si no existiera, porque está demasiado ocupado intercambiando babas con la puñetera Nicole Andrea Bishop. Son la pareja perfecta, los típicos que salen elegidos rey y reina del baile de graduación y acaban casándose porque parece la conclusión más lógica. La perfección conduce a la perfección, aunque dicha perfección esté corrompida hasta la médula. ¿Cómo puede ser que no se dé cuenta de lo maléfica que es su novia? ¿Cómo puede estar tan ciego y no ver sus defectos?

Ah, espera, que ya me acuerdo. Los colmillos solo los enseña cuando ando yo cerca; cuando está con él, es inofensiva como un chihuahua. Para ser justos, Jay sí que se acerca siempre a saludarme y se ofrece a llevarme los libros cuando tenemos clase juntos. Obviamente, nunca acepto su ofrecimiento porque Nicole siempre está al acecho, observándome y sacando fuego por la nariz.

Aprovecho que hoy me siento especialmente sádica para refrescar un par de veces la página, pero se me petrifican los dedos a medio camino cuando veo una publicación. No una cualquiera, sino La Publicación con mayúsculas. La única capaz de arrancarme un grito, literalmente, y hacerme lanzar el portátil a diez metros de mí. La sentencia de muerte que me mira fijamente a los ojos dice: «Vuelvo a casa, tío. Ya puedes montarme una fiesta de la leche, Jay Jay».

¿Quieres saber quién es capaz de amedrentarme de esta manera, hacerme temblar de los pies a la cabeza y conseguir que desee vivir en la Edad Media?

Bueno, pues el nombre que me fulmina desde la pantalla es Cole, Cole Stone, y está a la altura del de Nicole. El universo funciona según una lógica cuando menos misteriosa, ¿verdad? Bueno, pues yo a veces creo que conmigo lo que tiene es un sentido del humor un poco retorcido. ¿Cómo explicas, si no, que los nombres de las dos personas que más estragos han causado en mi vida sean prácticamente idénticos?

Pero me estoy desviando del tema, el problema no es que sus nombres se parezcan, es que Cole... Espera, ¿vuelve Cole? ¡Mierda!

Cole, para aquellos que no sepan por qué se me eriza el vello solo con oír su nombre, es el hermanastro de Jay y la única persona, además de Nicole, cuyo pasatiempo preferido es hacerme sentir desgraciada. Me ha machacado sin descanso durante toda la primaria y la secundaria. Por suerte, teniendo en cuenta que estamos hablando de un delincuente, antes de que empezáramos el instituto acabó donde acaban todos los de su calaña. La academia militar lo ha mantenido alejado de mí estos últimos tres años.

Y ahora vuelve a casa.

Cole Stone, el motivo por el que me sé los nombres de todas las enfermeras de urgencias y ellas el mío, vuelve a la ciudad. ¡Dios mío, ahora serán dos! Cole y Nicole unirán sus poderes diabólicos para convertir mi vida en la peli de miedo más realista de la historia.

Trago saliva ruidosamente y cierro el portátil apartándolo a un lado, como si estuviera poseído.

Vale: Universo y su enfermo sentido del humor, uno; rubia gordi que siempre termina muerta en la bañera, cero.

cap-2

1

Él es Bush y yo, su mini-Afganistán

El lunes por la mañana, cuando mi padre me lleva al instituto, lo primero que hago es subirme la capucha de la chaqueta. Es una reminiscencia de los días de Tessa la Obesa; me va tan holgada que, si me descuido, desaparezco en ella. Hoy mi objetivo es ser tan invisible como me sea posible, ¿y qué mejor forma de conseguirlo que llevando algo que «mi nuevo yo» no tocaría ni con un palo? Un saco de patatas me quedaría mejor.

Mi padre me mira extrañado mientras me alejo del coche caminando de puntillas. Luego ya tendré tiempo de explicarle que estoy intentando conservar la vida. Cuando por fin desaparece calle abajo, yo aprieto el paso, todavía de puntillas, imitando a la protagonista de una peli mala de espías, y me pierdo entre la multitud. De momento, todo va bien. El plan es coger los libros de la taquilla lo más rápidamente posible, porque hoy ese va a ser el único sitio donde alguien pueda reconocerme. La estrategia también implica sentarse en la última fila de clase y pasar tan desapercibida como una pulga a lomos de un yorkshire terrier. Es curioso lo fácil que es pensar como James Bond cuando tu vida corre peligro.

Quizá estés pensando que exagero y que ni siquiera sé si Cole vendrá hoy al instituto, pero lo cierto es que lo conozco lo suficiente como para esperarme alguna de las suyas. Atacará cuando sepa que estoy con la guardia baja y eso, amigos míos, os aseguro que no va a pasar.

—Tessa.

¡Mi plan hecho añicos! Cierro los ojos y echo a andar hacia clase, casualmente en dirección opuesta a la persona que intenta cargarse ese plan que tanto me ha costado urdir.

—¡Tessa, espera!

Sigo andando sin dejar de mirar a los lados, esperando que Cole no aparezca a la vuelta de una esquina con una pistola de pintura en la mano. El muy ladino... Qué pasa, que ahora tiene esbirros a su servicio, ¿no?

Como puedes ver, la paranoia no me sienta especialmente bien.

Aprieto el paso cuanto puedo, pero no es suficiente. Una mano me sujeta por el hombro y yo abro la boca para gritar, pero entonces mis ojos se posan en la pulsera que adorna la muñeca de mi perseguidor y suspiro aliviada. Resulta que la propietaria de la pulsera, lila y con unas cuentas con letras de color rosa en las que se puede leer M-E-G-A-N, es mi mejor amiga. Puedo estar segura de que no pretende hacerme daño físico; bueno, al menos no a propósito.

—¿Por qué... —pregunta haciendo una pausa para coger aire— vas... —y coge aire de nuevo— tan rápido?

Jadea como si en lugar de perseguirme por el pasillo del instituto acabara de correr un maratón, pero he de decir en su defensa que es aún más nerd que yo y que el deporte es un concepto desconocido para ella.

—Vamos a clase y te lo explico —le digo cogiéndola del brazo y tirando de ella antes de que empiece a llamar la atención.

—Eh, aquí huele a cotilleo —replica ella frotándose las manos como una loca mientras sus ojos verdes brillan de la emoción.

Esta es Megan Sharp, una de mis mejores amigas pos-Nicole. Nos unió el odio a la química y a tener que quedarnos hasta tarde en la biblioteca. Megan es una estudiante de matrícula y su destino es la universidad de sus sueños, Princeton. En su tiempo libre no hay nada que le guste más que saberlo todo de todo el mundo, por poco fiable que sea la fuente. Es una chica despampanante, con el pelo caoba y una complexión perfecta. Parece una muñeca de porcelana. Yo le envidio su capacidad para ser pequeña y delicada, todo lo contrario que yo.

Entramos en clase y, como siempre, la señorita Sanchez está durmiendo en su silla mientras alrededor de su cabeza planea una escuadrilla de aviones de papel. Megan y yo localizamos a Beth, nuestra otra mejor amiga, que está sentada junto a la ventana, escribiendo como una loca en una libreta, y nos dirigimos hacia ella.

—¡Eh, Beth!

Doy un salto al oír la voz estridente de Megan, pero es imposible que sea más discreta. Sus saludos matutinos a pleno pulmón son una filosofía de vida para ella. Beth no levanta la mirada y me doy cuenta de que está en uno de sus momentos «estoy escribiendo una canción, si te acercas te mato», así que aparto a Megan de ella y las dos nos sentamos en silencio.

Beth Romano es mi otra mejor amiga pos-Nicole. Llegó al instituto en segundo, así que no conoció a Tessa la Obesa, aunque sí ha sido testigo del martirio al que me somete Nicole. Decir que no soporta a los abusones es quedarse corta. Si me dieran un centavo por cada vez que he tenido que impedir que le diera un puñetazo a Nicole, podría irme a vivir a Tombuctú. Tiene ese estilo de rockera chic, con medias de rejilla y camisetas de grupos de música, además de la imprescindible chupa de cuero. Su pelo negro y sus penetrantes ojos azules refuerzan la intensidad que desprende.

Puede que a los demás su aspecto les resulte intimidante, pero no hay mejor amiga que ella.

—Bueno, ¿vas a decirme por qué huías de mí como si acabaras de matar a alguien, o por qué vas vestida... así?

Me mira de arriba abajo y yo intento no ofenderme. He vestido así buena parte de mi vida y entonces a nadie le suponía un problema.

—¿No lo sabes?

Por lo visto, eso es lo peor que le puedes decir a alguien que se alimenta de cotilleos. Su expresión cambia y me mira, como una loca.

—¿Qué? ¿Qué es lo que no sé?

—Cole Stone ha vuelto.

Trago saliva y se hace el silencio, un silencio incómodo y yo sé por qué. La sorpresa que transforma el rostro de Megan apenas dura diez segundos, momento en el que se convierte en compasión.

—Lo siento —me dice con tono solemne, poniendo su mano sobre la mía.

—Creo que no acabo de ver el problema. ¿Por qué te da tanto miedo el tal Cole? —pregunta Beth mientras le da un mordisco a su hamburguesa de queso.

Su rostro se contrae en una mueca y escupe lo que tiene en la boca. Dos años en el instituto y aún no sabe lo mala que es la comida. Nos hemos sentado en la esquina más alejada que he podido encontrar en toda la cafetería. Por sorprendente que parezca, he conseguido llegar viva a la hora de la comida.

Megan me corta antes de que pueda abrir la boca.

—Cole es el bully de Tessa —explica con toda naturalidad.

Antes de que pueda corregir a Megan, a Beth se le salen los ojos de las cuencas.

—No es mi bully. Solo es alguien diseñado específicamente para torturarme —digo yo con una naturalidad escalofriante.

—No será para tanto.

Beth se encoge de hombros y rebusca en su mochila hasta que encuentra una bolsa de patatas medio vacía, abierta y cerrada repetidas veces.

—Sí, no será para tanto. ¿Sabes qué es grave de verdad? Quedarse sin chocolate y sin Ryan Gosling a media semana, Beth. Cole y su reino del terror merecen un título aparte.

Megan se me ha adelantado otra vez. ¿Hola? Que estamos hablando de mi bully.

—¿Está bueno? —pregunta Beth sonriendo socarrona.

Pasan unos segundos hasta que registro la pregunta, tiempo que aprovecho para quitarme el cuchillo de la espalda. ¿Qué importa si está bueno? Un monstruo es un monstruo, por muy bueno que esté.

—¡Cariño, ese chico deja a la altura del betún hasta al mismísimo David de Miguel Ángel! —se adelanta Megan y suspira. Le pego en el brazo y ella me mira, indignada—. Pero es verdad, está bueno.

Ojalá no fuera verdad.

La última hora de clase llega sin que me haya cruzado con los gemelos diabólicos, Nicole y Cole, pero básicamente es porque Nicole lleva todo el día con el grupo de baile. Por desgracia, ahora toca educación física y aunque ahora estoy mucho más a gusto con mi cuerpo, a la Tessa la Obesa que llevo dentro aún le cuesta ponerse pantalones cortos y desfilar frente a un grupo de chicos adolescentes que se mueren por expresar su opinión.

Pero tengo que hacerlo de todos modos porque esto es el instituto y educación física es una de las torturas obligatorias a las que nos someten, solo superada por la carne misteriosa que sirven los lunes en la cafetería. Oigo el timbre que anuncia que la última hora de clase va a empezar y bajo la guardia por un momento. Al parecer, Cole no ha venido y tampoco he visto a Nicole, así que no me puedo quejar. Demasiado pronto, lo he pensado demasiado pronto. Me maldigo en silencio y me muerdo la lengua cuando de pronto oigo su voz.

—Hola, Obesa.

Aprieto los dientes y muto la expresión de la cara para aparentar neutralidad. Estamos en el vestuario. Me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con el demonio personificado.

—Nicole —le digo registrando su presencia.

Ahí está, con su ropa de baile amarilla y lila que se reduce básicamente a una raquítica falda y una camiseta aún más raquítica si cabe. Lleva el pelo largo y oscuro recogido en una coleta alta que destaca aún más los rasgos de su cara. Tiene la piel inmaculada, como siempre, de un color caramelo absolutamente perfecto. La combinación de colores hace que destaque aún más el castaño de sus ojos y lleva brillo en los labios. Mi ex amiga es despampanante y lo sabe. Su ascendencia latina la hace destacar sobre la palidez y el pelo claro de la mayoría.

Lo que no entiendo es cómo consigue estar tan guapa después de pasarse el día en el gimnasio.

—Veo que aún no has empezado con los ejercicios que te dije para reducir caderas.

Vale, búrlate de mí y de mi trasero inmenso (presuntamente).

—Como parece que a ti no te han funcionado, he pensado que sería una pérdida de tiempo.

De vez en cuando vomito palabras cuando estoy en su presencia. Sé que no debería rebotarme, pero hoy ha sido un día muy largo. Estoy agotada y harta de tener miedo. Ella sonríe y recorre el espacio que nos separa hasta que apenas hay unos centímetros entre las dos. Quiere intimidarme, es evidente, y lo ha conseguido.

—¿Qué has dicho?

—Na...nada, no he dicho nada —tartamudeo mientras mi chulería se disipa rápidamente.

—Eso me parecía. Y ahora apártate de mi camino antes de que te atropelle como a una alimaña —me espeta, y me aparta literalmente de un empujón.

Cuando se va, me quedo unos diez minutos clavada en el mismo sitio, intentando con todas mis fuerzas no hiperventilar. Nunca se me han dado bien los enfrentamientos y no sé qué me ha impulsado a contestar a la bruja mayor del reino. Repito los ejercicios de respiración que he visto en la tele, que resultan ser bastante inútiles. Todavía aterrorizada me dirijo hacia mi taquilla, que es donde guardo la bolsa de gimnasia y el móvil. Suelo cambiar la contraseña de la taquilla cada pocos meses después de que Nicole y su aquelarre de brujas me gastaran una broma.

Te aseguro que se pasa más vergüenza paseándose desnudo por el instituto en la vida real que en la peor de las pesadillas.

Después de poner mis pertenencias a buen recaudo, me dispongo a volver al gimnasio cuando sufro el tercer sobresalto del día. Esta vez, sin embargo, mi corazón hace exactamente lo contrario que al ver a Nicole.

¡Palpita, el corazón me palpita!

—Por fin te encuentro, Tessa. Llevo buscándote todo el día.

Jason Stone aparece en mi campo de visión, y, en cuanto veo su sonrisa, apoyo la espalda contra la taquilla para no desmayarme. Es como un adonis rubio y con ropa de deporte. Tiene piernas de corredor, fuertes y torneadas, y los bíceps tan marcados que se me ponen los ojos vidriosos.

—¿En serio? —Suspiro lánguidamente al ver que se acerca a mí y luego me propino un bofetón mental por haber sonado tan estúpida—. ¿En serio? —repito, esta vez con voz más grave, tanto que parezco mi padre el otro día, cuando se atragantó con un hueso.

—Sí, claro. De hecho, desde ayer que quiero hablar contigo.

Sé que debería escucharle con atención, que es evidente que está diciendo algo importante, pero es que es tan guapo... Dejo que mis ojos se paseen por su cuerpo, por su cara, por su pelo rubio y perfecto...

—¿Tessa?

Agita una mano a un palmo de mi cara y me devuelve de sopetón a la realidad.

—¿Q...qué?

—Quería saber si estás bien.

—Perfectamente —respondo, consciente de que en mi cara se acaba de dibujar una sonrisa de oreja a oreja.

Jay es tan mono que me pregunta si estoy bien y me habla a pesar de que sabe que a su novia no le haría ninguna gracia.

—¿En serio?

Parece sorprendido. Me pregunto por qué.

—Sí, en serio. El domingo tuve un poco de fiebre, pero nada que no se cure con un buen plato de sopa.

—No, no decía...

¡Está tan mono cuando se embarulla!

—¿Qué?

—¿Qué? —repite él con una mueca adorable en el rostro.

Nos damos unos segundos para resituarnos. Yo aprovecho para centrarme, Jay yergue los hombros y me mira con compasión.

—Tessa, pensaba que sabías que Cole va a volver. Nos ha anunciado que viene a pasar su último año de instituto aquí, en casa.

Lo sé todo, hermosa criatura, porque me paso los fines de semana espiándote. Pero eso no hace falta que lo sepas. Es hora de poner en práctica mis inexistentes aptitudes como actriz.

—¿Qué? ¿Lo dices en serio? Pero... Ostras, ¿en serio va a volver? —exclamo.

—Sí, en serio.

¿Soy yo o la vuelta de su hermano le hace tan poca ilusión como a mí?

—Solo quería saber si estás bien. Como tu relación con Cole es...

—No es una relación, Jay, es simple y pura tiranía. Él es Bush y yo, su mini-Afganistán.

Se echa a reír y me derrito al ver los hoyuelos que aparecen en sus mejillas.

—Se me había olvidado lo divertida que eres.

Sus ojos azules brillan mientras me sonríe. Madre mía...

—Escucha, si se mete contigo, tú dímelo, ¿vale? —añade al cabo de unos segundos, muy serio.

Y yo asiento.

—¿Me protegerás?

Me oigo y pienso que eso ha sonado muy ñoño, pero qué más da. Jay se rasca la nuca y murmura que sí. Tengo que concentrarme para no saltarle al cuello y comérmelo a besos.

—Gracias, Jay, no sabes cuánto significa para mí.

Hay un leve tono rosado en sus mejillas que no desaparece cuando nos dirigimos juntos hacia el gimnasio. Por suerte, Nicole no está y durante la siguiente hora puedo fingir que Jay es mío y que todo es perfecto.

cap-3

2

Soy Svetlana, su malvada gemela rusa

—Cariño, he oído que Cole ha vuelto —me dice mi padre cenando.

Bueno, aún no, o yo no estaría aquí sentada de una sola pieza, pienso mientras aplasto un guisante con saña.

—Ah, ¿sí? No lo sabía —respondo, y a mi madre se le escapa una carcajada de incredulidad.

—Cuando estabais juntos, erais tan adorables... No te dejaba en paz —recuerda con nostalgia mientras yo intento decidir qué parte del calvario que he pasado es la que mi madre encuentra tan «adorable».

—Ojalá lo hubiera hecho —murmuro.

—Tess, no puedes llevarte mal con el hijo del sheriff, lo sabes, ¿verdad? Es año de elecciones y necesitamos toda la ayuda posible —dice mi padre, y yo lo miro como queriendo decir: «¿Te estás quedando conmigo?».

Si pretende que le haga la pelota a mi némesis solo para que él pueda ganar las elecciones, ya puede ir despidiéndose del cargo.

—Sobre todo teniendo en cuenta lo mal que lo ha hecho tu padre en esta última legislatura —interviene mi madre con toda la dulzura del mundo, pero asegurándose de que sus palabras escuezan y mucho.

Presiento el inicio de una discusión, así que me acabo la cena en un tiempo récord. Me olvido por completo de Cole y corro escaleras arriba antes de que la cubertería empiece a volar por los aires.

—¡Travis, levántate! —grito cuando llego a la puerta de la habitación de mi hermano.

Golpeo tres veces, muy fuerte, hasta que mi hermano me responde con su saludo habitual, un vete a la eme. Es parte de nuestro ritual diario. Mi hermano mayor es inmune a los despertadores, así que he asumido el deber de asegurarme de que no ha caído en un coma.

Puede parecer extraño que mi hermano se levante a la hora de la cena, pero en casa nos hemos acostumbrado a su naturaleza nocturna. Mis padres asumen que han perdido al hijo pródigo y yo he aprendido que la mejor forma de tratar con el nuevo Travis es mantener una distancia prudencial.

Te cuento: Travis tiene veintiún años y todavía vive en casa porque lo expulsaron de la universidad, ni más ni menos que por plagiar un trabajo, algo bastante estúpido para un estudiante de sobresalientes como él. Luego el amor de su vida lo abandonó y él se refugió en el alcohol para, y cito textualmente, «superar esta mierda».

Lleva con resaca crónica desde el año pasado y, aunque lo intenta, mi padre no puede hacer nada al respecto. Es el alcalde y no puede ir aireando sus trapos sucios en público. Cuando alguien se interesa por Travis, nos limitamos a ignorar la pregunta o decimos algo como que está trabajando en sus otras «ambiciones», por ejemplo escribir la próxima gran novela americana.

En el centro de esta familia disfuncional estoy yo. Desquiciada y a punto de sufrir un ataque nuclear, que es como algunos describirían el regreso de Cole Stone.

Me dejo caer sobre la cama y cojo todo lo que necesito para hacer los deberes. Mañana tengo que entregar una redacción, aunque ya la tengo hecha. Vale, preparé un esquema y la redacté el mismo día que el profesor nos la puso de deberes, pero nunca está de más releerla. Es lo que se hace cuando tu única opción es convertirte en una empollona. Nicole se ha asegurado de apartarme de cualquier actividad que implique relacionarse socialmente.

Estoy revisando la redacción y añadiendo notas a pie de página cuando mi padre entra en la habitación. Tiene la cara roja como un tomate por culpa de la competición de gritos que acaba de celebrarse en la cocina.

—¿Estás libre, Tess? —me pregunta, expectante.

—Bueno, no exactamente, tengo que acabar esto...

Antes de que termine, me pone una carpeta en las manos, como si no hubiera oído lo que acabo de decirle.

—Perfecto, necesito que le lleves esto al sheriff inmediatamente. Se lo acercaría yo mismo, pero tengo que salir y lo necesita cuanto antes.

—Pero papá...

¿Quiere que vaya a casa de los Stone? ¿Es que ha perdido la chaveta? ¿Tan decepcionante soy para él como hija que está dispuesto a enviarme a mi propia muerte? No puedo ir a casa del sheriff porque resulta que ese mismo sheriff es el padre de Cole. Si Cole ya ha vuelto, ir a su casa es como darle una patada a una colmena, y sé de qué hablo. No es una experiencia muy agradable precisamente.

—Haz lo que te digo o te castigo —me espeta con aires de suficiencia.

—Pues castígame —replico yo con una sonrisa de oreja a oreja.

Tampoco es que salga mucho, solo de vez en cuando al centro comercial con Megan y Beth. Ninguna de las dos es especialmente fan de las compras, así que por lo general Megan y yo acabamos hablando de cotilleos en el Starbucks mientras Beth se escabulle a la tienda de discos y se pasa las horas muertas allí.

—Haz lo que te digo, Tess —insiste mi padre con un suspiro—, y no chistes. Enviaría a tu hermano, pero como según el reloj ese por el que se rige aún es por la mañana, probablemente esté demasiado borracho para funcionar o la resaca no le permita entender lo que le digo.

—¡Pero papá, puede que Cole esté allí y tú sabes mejor que nadie lo mal que me trata! —protesto, y por un momento me planteo arrodillarme a sus pies y rogarle que no me obligue a ir.

—No estoy para dramas, cariño. Coge los papeles y vete.

Tira de mí hasta que me levanto de la cama y luego básicamente me empuja hacia la puerta.

—Eres un padre cruel y despiadado, lo sabes, ¿verdad? —le digo mientras me acompaña escaleras abajo hasta la puerta principal, que, oh, qué caballero, abre para que pueda salir.

—Uno no llega a alcalde siendo simpático con la gente. Venga, date prisa.

Y me cierra la puerta en las narices.

Genial, vamos. Me pregunto cuántos huesos me rompería si intentara trepar sigilosamente hasta mi habitación.

Ojalá pudiera decir que la casa de los Stone está a kilómetros de la mía. Si así fuera, al menos podría fingir un caso grave de deshidratación, desmayarme y acabar en el hospital. La imagen de mi padre deshaciéndose en disculpas por haber sido un déspota se me antoja sorprendentemente agradable.

Por desgracia para mí, el universo es implacable y solo han pasado cinco minutos cuando de pronto me encuentro frente a la enorme casa de tres plantas de los Stone. Farrow Hills es un pueblo lleno de gente bien. Las casas son más bien haciendas y sus residentes suelen estar podridos de dinero. El sheriff Stone no debe de cobrar una millonada haciendo de policía, pero viene de una familia rica y se nota. Lo mismo pasa con mis padres, lo cual significa que la opulencia hace tiempo que ya no me intimida.

Mi mano se detiene sobre el timbre mientras imagino las distintas situaciones que se pueden dar si Cole está en casa. La mayoría terminan conmigo en el hospital con un montón de huesos rotos y el ego hecho trizas. Cole nunca me ha hecho daño físico, no de forma directa, pero muchas de sus bromas tienen como objetivo mi evidente falta de coordinación y no sé cómo lo hago, pero siempre acabo con algún miembro enyesado. Cierto es que casi han pasado cuatro años desde la última vez; sin embargo, no puedo decir que eche de menos el hospital o su maravilloso olor a desinfectante. Preferiría no tener que visitar a Martha, mi enfermera favorita, al menos no en un futuro cercano.

Cierro los ojos con fuerza y pulso el timbre dos veces. Espero cinco minutos y decido probar con el pomo de la puerta. Con un poco de suerte, no habrá nadie en casa. Así puedo dejar los papeles sin necesidad de interactuar con persona alguna.

El sheriff suele pasar muchas horas en la comisaría y su segunda esposa, y madre de Jay, es médico y trabaja en el turno de noche del hospital. Puede que Jay haya salido también, pienso con un mohín. Estará dándose el lote con Nicole, me digo, y la idea me hace apretar los puños con fuerza.

Por suerte, giro el pomo y la puerta se abre. Doy gracias a Dios en silencio y asomo la cabeza. No hay nadie en el vestíbulo. Una luz solitaria ilumina el camino que lleva a la cocina, que está prácticamente a oscuras. Si la memoria no me falla, las habitaciones de los chicos están arriba y la del señor y la señora Stone, a la izquierda de la cocina. Entro de puntillas para no hacer ruido. Mi padre me ha dicho que le entregue los papeles a alguien, no que los deje por ahí encima, pero siempre puedo escudarme en que no había nadie en casa. Me adentro en la casa sujetando la carpeta entre las manos y la dejo encima de un pequeño escritorio cubierto de papeles que parecen importantes.

—¡Piensa rápido, Tessie! —exclama una voz que me arranca un escalofrío, y levanto la cabeza instintivamente.

Después de tantos años, un error de novata total.

En cuanto miro hacia arriba, veo el cubo entre sus manos, pero, como siempre, tardo demasiado en reaccionar. Cole está medio escondido entre los barrotes de la escalera. Vierte el contenido del cubo directamente sobre mí y en cuestión de segundos estoy calada hasta los huesos de una mezcla de agua helada y colorante verde.

Mientras intento reponerme de la impresión, oigo el estallido de la risa diabólica que mana de las fauces del monstruo. Me quedo quieta, empapada y con la boca abierta, incapaz de procesar que me acaban de gastar una broma pesada.

Cole baja las escaleras dando saltitos, sin parar de reír, mientras yo permanezco inmóvil.

—Ah, Tessie, no sabes cuánto te he echado de menos —se burla mientras se acerca a mí, pero se le congela la risa en cuanto me ve—. Tú no eres Tessie —dice, contrariado, y se detiene delante de mí con el ceño fruncido.

Señoras y señores, les presento a Cole Stone. Metro ochenta y cinco de pura maldad, capaz de engañar a cualquiera con su pelo castaño despeinado y sus ojos azul claro. A cualquiera menos a mí. A primera vista, otra persona vería en él a un modelo de pasarela, a un dios de una belleza devastadora, y yo sería la primera en llamar necia a esa persona.

Siempre he sabido comprender su verdadera naturaleza, que es la del mismísimo diablo reencarnado. Cole es un gilipollas, un desgraciado encantado de haberse conocido a sí mismo y está, está...

Repasándome de arriba abajo. ¡Mierda! Y yo con estas pintas de Pitufina verde calada hasta los huesos. Tengo que hacer que deje de mirarme.

—Pero tú sigues siendo un tonto y un inmaduro.

Estoy furiosa. Me despego la camiseta mojada del cuerpo y tiro del mechón de pelo que se me ha metido en la boca. Clase, Tessa, ante todo clase.

—Me acabas de llamar tonto y estás en mi casa, que es donde el padre de Tessie ha dicho que estaría su hija. ¿Quién eres y qué has hecho con mi bizcochito? —exclama sujetándome por los hombros y tirando de mí.

Le propino un manotazo en el pecho y me aparto de él.

—Para empezar, mido metro setenta, así que no tiene ningún sentido que me llames «bizcochito», y segundo, ni se te ocurra volver a ponerme la mano encima, Stone, o te castro con mis propias manos.

—En serio, la única chica que les desearía el mal a mis huevos es Tessie, pero tú eres otra persona...

—No, soy Svetlana, su malvada gemela rusa y he venido a acabar contigo mientras duermes —le espeto.

—Eres sarcástica, amenazas la integridad de mis huevos y me llamas tonto, cuando lo que realmente te apetece es decir una palabrota gorda. Eres Tessie, ¿verdad? —me dice como si no diera crédito a sus propias palabras.

He de decir en su defensa que la última vez que me vio yo pesaba lo mismo que dos luchadores de sumo juntos y era la orgullosa dueña de una enorme papada. Siempre había llevado el pelo recogido en un moño poco favorecedor, pero ahora lo llevo suelto y me llega hasta la cintura. Está empapado y se está rizando a la velocidad de la luz, pero sigue siendo largo.

—Vaya, no sabes cuánto te agradezco que me creas. Y ahora apártate de mí.

—¿Cuándo te has convertido en Tessie la tía buena? —pregunta, aún visiblemente aturdido y haciendo oídos sordos a todas las ordinarieces que salen de mi boca cuyos dientes, por cierto, han empezado a castañetear.

Intento no ponerme colorada cuando le oigo llamarme tía buena, pero es el primer tío que me lo dice y mis mejillas no pueden controlarse. En serio, no puedo sonrojarme por algo que haya dicho Cole Stone. Es un sacrilegio.

Pero está aquí, delante de mí, es de carne y hueso, y yo me pongo como un tomate.

—Bueno, es más de lo que puedo decir yo de ti. Sigues siendo tan horrible como siempre.

Le saco la lengua y él sonríe como el tío engreído que es.

—Esa no parece ser la opinión general. De hecho, sé de unas cuantas chicas que prefieren referirse a mí con el término «dios».

Arquea repetidamente las cejas y yo siento que me sube la comida por la garganta.

—Vale, vale, demasiada información. Me estás dando arcadas, así que será mejor que me vaya antes de que vomite.

—¿Como aquel día en tercero, cuando vomitaste durante tu inolvidable actuación en Blancanieves? —pregunta, todo inocencia, y yo lo fulmino con la mirada.

—¡Serás...! Fuiste tú quien me dio aquella magdalena pasada, no vomité porque estuviera nerviosa.

—Lo que tú digas, preciosa.

Resoplo, lo aparto a un lado y me dirijo hacia la puerta, pero, con mi racha de suerte actual, se abre antes de que llegue a ella y aparece Jay. Está para mojar pan, como siempre, con sus vaqueros y su camiseta ajustada. Me olvido temporalmente de los nervios y me lo como con la mirada.

—¿Tessa?

Sus ojos se van abriendo lentamente a medida que se da cuenta de las pintas que llevo. Genial, vamos. Por una vez que me lo encuentro sin que Nicole asome por encima de su hombro, resulta que parezco un perro al que acaban de darle un manguerazo para luego meterlo en un barreño de gelatina verde. Ah, las alegrías de ser Tessa O’Connell.

—Hola, Jay —digo sintiéndome un poco estúpida, y sonrío tímidamente.

Él me responde con una sonrisa incómoda y nos quedamos mirándonos el uno al otro, en silencio, un silencio perfecto típico de novela romántica. Es el tipo de silencio que solo es interrumpido cuando el chico besa a la chica y todo se vuelve mágico.

El nuestro, sin embargo, termina cuando Cole empieza a fingir que tiene arcadas.

Esta es mi particular versión de una novela romántica, que haría llorar lágrimas de sangre a la mismísima Danielle Steel.

—Sois patéticos.

Cole finge que se ahoga y por un momento deseo que ocurra de verdad. Jay lo fulmina con la mirada y pasa junto a mí para propinarle una colleja a su hermano.

—Te he dicho que la dejes en paz —le espeta, pero Cole se limita a poner los ojos en blanco—. Es envidia, ¿verdad? Dios, no sé qué problema tienes —le dice a su hermanastro, que desvía la mirada avergonzado.

—¿Y por qué debería tener envidia? —La pregunta es como un cuchillo que se me clava en el corazón, pero prefiero ignorar el dolor—. Puedo hacer que moje las bragas cuando quiera y tú no.

Esas son las palabras exactas que Cole le dice a Jay. Mi rostro se contrae del asco al ver que me guiña un ojo, y esta vez sí noto el sabor de la bilis.

—Tío, estás enfermo.

—Mejor eso que ser un pelele.

—No sabes de lo que estás hablando.

Es evidente que Jay se está cabreando por momentos, pero soy incapaz de seguir la conversación.

—Sé lo suficiente —replica Cole, y le da unas palmadas en el hombro fingiendo comprensión—. Venga, bizcochito, que te traigo ropa seca antes de que te conviertas en un polo humano.

Lo dice sin apartar los ojos de su hermano, como si estuvieran participando en un concurso de miradas penetrantes. El primero en rendirse es Jay, que se vuelve hacia mí.

—Puedes venir conmigo si quieres. Te buscaré una toalla y ropa para que te cambies —me dice, amable como siempre, y yo asiento encantada justo antes de que a Cole se le escape la risa y vuelva a cargarse el momento.

—No creo que eso sea una buena idea, Jay Jay. Qué dirá tu novia cuando sepa que has estado aquí con la amiga Tessie.

Estoy a punto de decirle que cierre la boca, que Jay no le tiene miedo a Nicole y que puede ser amigo mío sin pensar en la reacción de Nicole, pero la duda que ensombrece el rostro de Jay es como un puñetazo en mi estómago. De pronto, me doy cuenta de que Cole ha dado en el clavo. Jay se aparta de mí como si hubiera una especie de campo de fuerza invisible entre nosotros.

Un campo de fuerza llamado Nicole Andrea Bishop.

Cuando me doy cuenta, Cole me ha cogido de la mano y tira de mí hacia su habitación. Yo no aparto los ojos de Jay, a pesar de que él se esfuerza por mirar hacia todas partes menos a mí. Estoy enamorada de él, pero a veces me gustaría que fuera un poco más fuerte.

Cole me lleva a su habitación o a lo que parece ser, de momento, un proyecto de habitación. La cama y el sofá están tapados con sábanas blancas, hay cajas por todas partes y una fina capa de polvo lo cubre todo. Arrugo la nariz cuando veo la pocilga que tiene montada en el suelo, cubierto de ropa tirada de cualquier manera. Me abro paso de puntillas con la esperanza de no tropezar con su ropa interior. Cole está buscando en una de las cajas, de la que saca una sudadera de camuflaje con capucha.

—Cógela, bizcochito —me dice, pero con mis reflejos la sudadera me golpea la cara y por poco me deja ciega en el proceso.

—Gracias —respondo yo, la voz amortiguada por la tela, mientras me dirijo hacia el lavabo más cercano para quitarme la camiseta mojada.

Abro el grifo y me refresco la cara con agua fría. Estoy un poco aturdida, al borde de la dimensión desconocida. ¿Desde cuándo es tan majo Cole? Vale, está siendo majo después de convertirme en un caniche pasado por agua, pero no se me ha escapado lo que ha pasado durante la conversación con su hermano. Parecía que me estaba defendiendo. Pero ¿por qué?

Lo retiro, no pienso analizar sus actos. Su sitio está en la caja sellada de mi cabeza, la que reservo para la gente que me cae peor.

Cuando vuelvo a la habitación, Cole está tumbado en su cama mirando al techo, con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Sonríe levemente al verme entrar y se incorpora sobre un codo.

—Esta es la parte en la que te digo que estás más sexy con mi ropa que yo, pero el narcisista que llevo dentro me lo impide.

—Prefiero que no digas nada.

Un momento, se está quedando conmigo, ¿verdad? Quiere que piense que le gusto y luego, cuando empiece a sucumbir a sus encantos, me arrancará la alfombra de debajo de los pies, literalmente. Saldrá con alguna de sus bromas desagradables y yo acabaré en urgencias con la buena de Martha.

—No, lo digo en serio, Tessie, has cambiado.

No parece que me esté tomando el pelo y, por un momento, decido creerme que lo dice en serio, que cree que estoy guapa, aunque preferiría oírlo de boca de su hermano. En cualquier caso, me alegro de que alguien se haya percatado del peso que he perdido, aunque esa persona sea él.

—Te haría un favor encantado.

Mejor dicho, ahora mismo preferiría cruzarle la cara que seguir escuchando los piropos o las guarradas que me dice.

—Prefiero sacarme los dientes con unos alicates que plantearme esa posibilidad, Stone.

Me cruzo de brazos para intentar intimidarlo.

—Pero si te gusto, no lo niegues. Todos estos años fingiendo que me odias. La tensión sexual que llevas acumulada debe de ser insoportable.

Me burlo de su arrogancia hasta que de pronto comprendo que intentar razonar con él solo sirve para freírme las neuronas, así que opto por huir.

—Bueno, es un placer saber que has vuelto para amargarme la vida, pero ahora será mejor que me vaya antes de que te estrangule.

—Morbosa.

Me guiña un ojo y yo levanto los brazos al cielo. Me saca tanto de quicio que por un momento siento el impulso de poner fin a sus días.

—Adiós, Cole.

Doy media vuelta y cierro de un portazo mientras él se ríe a mis espaldas. No llevo aquí ni treinta minutos, y sin embargo tengo la sensación de que he pasado siglos con Cole. De repente, caigo en la cuenta de que el de hoy es solo el primero de una serie de encontronazos, que Cole ha venido para quedarse, y un ligero dolor empieza a extenderse por mi cabeza. La paz y la tranquilidad con las que esperaba afrontar mi último año de instituto se han evaporado en el preciso instante en que el demonio decidió volver a nuestro maravilloso pueblo. Con el tiempo, he aprendido a lidiar con Nicole, aunque sea de una forma muy cobarde, pero al menos convivíamos y con eso me conformaba. Ahora este entorno que tanto me ha costado construir está a punto de ser arrasado por cierto bellaco de ojos azules.

Mientras me dirijo hacia la puerta, no veo a Jay por ninguna parte. Su ausencia se me antoja morbosamente deprimente.

Cuando salgo a la calle, el demonio decide reaparecer. Cole asoma la cabeza por la ventana de su habitación y me llama. Así es como ha sabido que estaba en su casa, el muy desgraciado.

—¿Qué? —le grito mientras él me dedica una de sus sonrisas sibilinas.

—Mañana estate preparada a las siete, que te llevo a clase.

—¿Qué te hace pensar que voy a sentarme en el mismo coche que tú o, peor aún, a compartir contigo un trayecto de veinte minutos?

—Digamos que no te lo estoy pidiendo, bizcochito, te estoy informando. Si no sales por tu propio pie, te arrastraré hasta el coche si hace falta.

—¡Estás loco!

—No lo sabes tú bien.

Toda la conversación consiste en un intercambio de gritos a pleno pulmón, así que no pasa mucho tiempo hasta que una señora de pelo cano sale de la casa de al lado. La mujer se ajusta la bata como si le fuera la vida en ello y nos grita «asco de adolescentes» y que hagamos el favor de «cerrar el pico».

—Entonces qué, ¿vendrás conmigo o necesitas otra visita de la señora Lebowski? Tengo entendido que tiene un gran danés y que a Scooby no le da miedo morder.

Lo dice gritando, pero ahora lo hace para dar por saco.

—Vale —murmuro tan bajo que apenas me oye—. ¡Vale! —repito, esta vez más alto, y Cole me dedica su sonrisa de cien vatios.

—Nos vemos mañana, bizcochito —me dice, y cierra la ventana.

De pronto me doy cuenta de que acabo de firmar mi propia sentencia de muerte.

cap-4

3

La muerte por hierbabuena revolucionaría el mundo del crimen

No me avergüenza admitir que no soy de las que tienen un sueño ligero. De hecho, podría venir una grúa y levantar el techo de la casa conmigo debajo y yo ni me enteraría. Soy así, ya está, es algo genético. En casa valoramos las horas de sueño mucho más que la gente normal, hasta el punto que mi hermano ha llevado esa pasión al extremo y básicamente lo único que hace es dormir. Mejor dicho, beberse hasta el agua de los floreros y luego dormir.

Este amor hereditario por el sueño explica el odio que soy capaz de engendrar hacia cualquiera que me despierte antes de tiempo. Los que me conocen bien saben que es mejor no jugar con fuego. Puedes meterte conmigo, llamarme lo que quieras e incluso arrebatarme cru

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