Una ilusión como lo nuestro (Salvajes 1)

Elsa Jenner

Fragmento

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Mis ojos recuperan la visión y de pronto soy consciente de que todos me miran. Permanezco inmóvil. Solo pienso en que este mar de oscuridad me arrastre hasta las profundidades y me saque de aquí. Quiero que dejen de señalarme, quiero hacerme invisible, quiero que alguien me abrace y me diga que todo va a estar bien, quiero volver a lo que fue, quiero comprender por qué.

Dicen que se puede pasar del éxito al fracaso y del todo a la nada con facilidad, pero nunca imaginé que fuera posible hacerlo en tan solo unos segundos.

Mis piernas se mueven temblorosas en busca de una salida. Veo las escaleras de emergencia. Subo los escalones de dos en dos, sin mirar atrás, sin pensar. Necesito aire, necesito respirar.

Salgo a la azotea. Todo está patas arriba, están de obras y parece que esta zona ya no es transitable; sin embargo, hay una especie de pasillo con tablas. Camino con cuidado y llego hasta el final. Me asomo al borde y miro al vacío. Por un momento pienso en que es la altura suficiente para poner fin a esto que siento. Me viene a la mente el recuerdo de esos sueños en los que caes al vacío y despiertas justo antes del impacto. Me pregunto cómo será no despertar, ¿dolerá?

Una pareja camina por la calle, pero no se percatan de mi presencia aquí arriba. Eso es todo lo que sucede durante unos minutos, ellos caminan y yo los observo casi sin parpadear, con el rumor de fondo del ligero tráfico nocturno.

Pienso en él y en lo que debe estar pensando de mí después de lo que acaba de pasar. Lo había visto entre el público, había venido a verme... ¿Será que en el fondo sí me quiere? Ya no lo sabré.

Hace mucho frío. Cierro los ojos. Todo lo que acontece en mi mente está envuelto por una niebla densa e irreal. Si me lanzo al vacío ahora, todo terminará. Es lo mejor. Esto no tiene solución, ya nada volverá a ser lo que fue. Todo el mundo hablará de lo que acaba de suceder, todos me señalarán a mí.

Por un momento me imagino lo impactante que será encontrarme ahí abajo con los sesos esparcidos por toda la calle y mi ropa impregnada de sangre. Siento que me va a explotar la cabeza de la presión.

Tengo miedo de abrir los ojos porque sé lo que va a pasar a continuación. He tomado una decisión, pero antes tengo derecho a contar mi historia.

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1

ADRIANA

Le di un sorbo al café y, antes de que pudiera percibir el aroma a vainilla, sonó el telefonillo. Me pregunté quién sería a estas horas de la tarde.

Dejé la taza sobre la encimera de la cocina y fui directa hacia el salón.

—¿Sí? —respondí tras descolgar el auricular.

—¿Adriana Castillo?

—Sí, soy yo.

—Una carta certificada.

—Ya le abro.

Mientras que el cartero subía hasta el cuarto piso, aproveché para ponerme los zapatos y ganar tiempo. Eran las cinco y media y tenía que estar en el cine a las seis para prepararlo todo antes de la primera sesión.

Sonó el timbre y abrí la puerta. El cartero me pidió el número del DNI y, después de firmar en un aparato electrónico, me entregó la carta. Cuando en el reverso del sobre vi el logo de la prestigiosa Escuela de Actores Carme Barrat, sentí una especie de sube y baja por el pecho. Sí, quería ser actriz, todas tenemos derecho a soñar. Por las mañanas, de lunes a jueves, iba a clases de interpretación, había hecho alguna que otra obra de teatro y un pequeño musical, pero nada serio. En la mayoría de castings te pedían tener un videobook profesional, y yo no tenía ni material ni dinero para hacerlo.

Dudé si abrir el sobre o esperar a estar preparada emocionalmente para una negativa. El reloj me dio la respuesta, faltaban apenas quince minutos para las seis. Ya iba tarde. Guardé la carta en el bolso y salí de casa a toda prisa.

Lo bueno de vivir en el centro de Madrid era que no tenía que coger el metro para casi nada. Aunque cualquiera al que le dijese que vivía al otro lado del río Manzanares, junto al Puente de la Reina Victoria, respondería que eso no era el centro, pese a estar frente al Parque del Oeste, a diez minutos del Templo de Debod y a quince del Palacio Real.

Tener un piso en propiedad en esa zona a mis veintiún años era todo un lujo. Aunque el precio que había tenido que pagar para ello había sido demasiado caro. No, no hablo de una hipoteca, sino del hecho de haber perdido a mis padres cuando apenas había alcanzado la mayoría de edad. Recibir una herencia tan joven no es ninguna suerte. Y menos cuando esta es una casa que pide a gritos una reforma, cuando te quedas con un montón de deudas y cuando pierdes a las dos únicas personas que conformaban tu familia. Bueno, estaba el abuelo Paco, que en realidad no era mi abuelo biológico, pero como si lo fuera.

Lo conocí gracias a la Fundación Grandes Amigos, una ONG en la que trabajaba como voluntaria una vez por semana haciendo compañía a personas mayores. Comencé a visitar a Paco dos años antes de que mis padres fallecieran y entablamos un vínculo que iba más allá de la amistad. La casualidad o el destino hizo que un día, mientras charlábamos, Paco reparase en que ya nos conocíamos. De pequeña, jugué con él uno de esos fines de semana en los que mis padres me llevaban a merendar junto al río Manzanares, que por aquel entonces apenas era un riachuelo que arrastraba toda la mierda de la ciudad; en él no sobrevivían ni los patos. Mi madre nunca me dejaba jugar cerca del agua, y mucho menos bañarme. Por suerte, con el paso del tiempo, Madrid se había empeñado en integrar el río en la ciudad: habían rehabilitado sus siete presas, remodelado los puentes antiguos y construido algunos nuevos, y los alrededores ya eran zonas verdes repletas de árboles por las que poder pasear.

Paco se convirtió en un apoyo fundamental para mí cuando perdí a mis padres. Él tenía un pequeño cine al que iba a visitarlo más veces de las que el voluntariado exigía. No fue nada fácil convencerle para que me dejara trabajar con él cuando la señora que se ocupaba de todo se jubiló. Él quería que yo estudiase, y lo hice, hasta terminar el bachillerato. Luego, como no tenía dinero para matricularme en ninguna escuela de cine privada, me tocó ponerme a ahorrar. El abuelo aceptó que lo ayudara en el cine mientras encontraba una sustituta para la mujer que se había jubilado, algo que nunca llegó a suceder. Mi trabajo consistía en vender las entradas, hacer palomitas, servir refrescos y recoger toda la porquería que dejaba la gente después de ver una película que se había estrenado hacía ya siglos, porque el cine, obviamente, no pagaba los estrenos.

Dejé atrás la plaza de España y caminé a toda prisa por una vetusta calle del centro. El ruido de los coches se perdió en la lejanía. Al igual que la algarabía de la ciudad. Las gotas de sudor me recorrían la espalda. A esa hora, en pleno agosto, el calor era insoportable.

Entré en el cine por la puerta trasera. Era pequeño, apenas contaba con una sala y estaba medio en ruinas.

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