Emily in Paris

Catherine Kalengula

Fragmento

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Estoy en un taxi, y el corazón me late tan fuerte que está a punto de explotar. ¡Yo, Emily Cooper, estoy en París! Todos necesitamos sueños en la vida, y el mío siempre ha sido venir a esta ciudad. Lo supe una tarde, mientras veía la película Moulin Rouge, con la sublime Nicole Kidman. Debía de tener siete u ocho años, y allí, ante la pantalla, exclamé: «¡Yo también quiero ir a París!». Mi madre me contestó: «Está un poco lejos de Chicago, ¿no?». Y mi padre añadió: «En tu lugar, me lo pensaría dos veces. Dicen que los franceses solo se lavan una vez al mes».

Pero nada podría haberme disuadido, ni siquiera los olores corporales.

¡Ah, no soy idiota! Sé que la historia de Moulin Rouge transcurre durante la Belle Époque y que aquello es agua pasada. Sí, pero cuando el sueño es tan fuerte, no hay quien lo pare. Esta película sembró una semilla en mí, una semilla que no ha hecho más que crecer y florecer con el paso de los años.

Las calles de París desfilan ante mis ojos, y cada monumento es más maravilloso que el anterior. ¡Y yo no dejo de sonreír! Aunque una parte de mí tiene miedo. Miedo a no encontrar mi lugar aquí. Miedo a echar demasiado de menos a Doug, mi novio. Miedo a que la realidad no se ajuste a mi sueño.

Domino todos estos miedos a base de entusiasmo. Los entierro bajo una tonelada de optimismo. Porque los sueños nos empujan hacia delante, pero los miedos nos paralizan por completo.

El taxi se detiene frente a un edificio antiguo situado en una plaza con un encanto indefinible. ¡Incluso hay una pequeña fuente! Intento no parecer demasiado sorprendida, aunque estoy a punto de ponerme a dar saltos y gritar: «¡París, aquí estoy!».

¡Y pensar que esta felicidad se la debo a un espermatozoide! Si mi jefa en Chicago no se hubiera quedado embarazada en el momento adecuado, sería ella la que estaría aquí. I love you, little renacuajo.

Cuando salgo del taxi, me recibe un chico moreno, vestido con un traje bastante clásico. El agente inmobiliario, supongo.

—¿Emily Cooper? —me dice estrechándome la mano—. Soy Gilles Dufour, de la agencia de alquiler.

Hi! ¡Hola!

Mi apartamento está en una quinta planta sin ascensor. En la portería descubro una escalera de caracol absolutamente fantástica. Me parece mucho menos genial después de haber subido decenas y decenas de escalones cargada con mis grandes maletas.

Primera observación sobre París: lo antiguo es bonito, pero no es muy práctico.

—¿Ya estamos? —le pregunto sin aliento.

—Tu apartamento está en la quinta planta —me informa Gilles Dufour—. Esta es la cuarta.

—He contado cinco plantas.

Suelta un suspiro desesperado, en plan: «¿Esta tía es idiota o qué?».

—En Francia, el primero es el entresuelo. Así que el segundo es el primero, y así sucesivamente.

—Qué raro —le digo perpleja.

—No, es perfectamente lógico —me contesta.

¿Cómo hacerle entender que lo que para unos puede parecer lógico, para otros no lo es necesariamente? Ni me molesto. Estoy impaciente por descubrir mi pisito parisino. Hago un último esfuerzo y consigo subir mis maletas hasta el sexto piso. Diga lo que diga Gilles Dufour, los músculos de mis muslos me indican que efectivamente es el sexto.

—Tu magnífica y coqueta buhardilla —me dice.

Enseguida entiendo lo que significa «coqueta» en su lenguaje de agente inmobiliario: diminuta. La decoración se parece vagamente a la de mi bisabuela. Y huele un poco como la casa de mi bisabuela. Al menos estoy en territorio conocido. Pero ¡las vistas son increíbles! Ventajas de estar en el sexto piso, supongo.

Oh My God! —exclamo extasiada—. Me siento como Nicole Kidman en Moulin Rouge.

—Sí, tienes todo París a tus pies —me confirma apoyando una mano en mi hombro—. Hay una cafetería estupenda ahí abajo. Es de un amigo mío. Bueno, ¿te gusta? All is good?

—Sí, good —le contesto sin poder dejar de sonreír—. Es maravilloso.

Me gustaría que me dejara sola. Ya he entendido la historia de las plantas y quiero contemplar París. Mi París. Disfrutar de este momento… sola, ya que no puedo hacerlo con Doug. Por desgracia, Gilles Dufour no parece dispuesto a marcharse.

—¿Tienes hambre? —me pregunta—. ¿Quieres tomar un café o…?

—Qué va, tengo que ir a la oficina.

—¿Y te apetece una copa, esta noche? —insiste.

¿Por qué me da la ligera impresión de que intenta ligar conmigo? Debo decir que no es muy sutil. Y sin duda se precipita. Creía que me tomaba por idiota. Parece que no le molesta tanto. Pero a mí sí. Solo quiero mis llaves. ¿No es lo que se espera de un agente inmobiliario? ¿O es que el precio del alquiler incluye otros «servicios»? Un paquete especial, por así decirlo.

—Tengo novio —le digo con la esperanza de cortar la conversación.

—¿En París?

—En Chicago.

—Así que no tienes novio en París —deduce encantado.

Guau. A esto se le llama ser emprendedor. Y sobre todo plasta. Es una de esas situaciones embarazosas que queremos que duren lo menos posible. Y olvidarlas. En cuanto tengo mis llaves, lo empujo suavemente, aunque con firmeza, hacia la puerta.

Que vaya a ofrecer su paquete de «apartamento y revolcones» a otra persona.

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Savoir. Así se llama la agencia de marketing de lujo que el Grupo Gilbert, mi empresa de Chicago, ha adquirido en Francia. Por eso estoy aquí. Tengo que desarrollar su estrategia de redes sociales. Espero que mis compañeros sean majos. No quiero darles lecciones. Solo mostrarles otra forma de ver las cosas, otro ángulo. Y también aprender de ellos. Será muy enriquecedor. ¡Me dan escalofríos solo de pensarlo!

La agencia está a apenas unas calles de mi buhardilla, así que aprovecho para admirar los edificios de piedra, las tiendas y las plazas. Ya me siento bien en París, como si hubiera vivido aquí toda la vida.

Nicole Kidman estaría muy orgullosa de mí.

Empujo la puerta de la agencia con el corazón lleno de esperanza y una gran sonrisa en los labios. Todo irá bien. Los franceses no pueden ser tan diferentes de los estadounidenses, ¿verdad? No hay que creer todo lo que dicen. Por ejemplo, hace dos horas que he llegado y no he notado ningún olor corporal.

Esto lo dice todo, ¿no?

Mientras espero en la recepción aparece un chico. Me mira como si fuera un insecto. No hay problema. Aplico el SED: Sonreír. Entusiasmo. Dinamismo. ¡La clave del éxito! Junto con el trabajo, por supuesto. Mucho trabajo. Cantidades ingentes de trabajo.

Hi! ¡Hola! —le digo alegremente—. Hola, soy Emily Cooper, del Grupo Gilbert, de Chicago.

—¿Cómo? —me pregunta—. Lo siento, me cuesta entender el acento de Quebec…

Vale, OK, es cierto, tengo un poco de acento, casi nada. Por suerte, el traductor de mi teléfono habla francés perfectamente. Y se encarga de comunicar por mí que voy a trabajar en esta oficina.

De repente el tipo reacciona raro. Parece asustado. ¿O consternado? Pero mi llegada estaba planificada. ¿Quizá no lo sabía? Se acerca al mostrador y descuelga el teléfono.

—La chica estadounidense está aquí —anuncia a su interlocutor.

Parece que lo sabía. Enseguida llega una mujer. La encuentro muy elegante vestida de negro. El problema es que no entiendo lo que me dice. Aparte de la primera palabra: «Hola». Y también su nombre, Sylvie. No me he enterado de nada más.

—¿Puedes hablar más despacio? —le pido.

—¡Vaya! —me suelta.

No parece contenta. Pero rápidamente le haré olvidar esta primera impresión. ¡SED, la clave del éxito!

La sigo por el magnífico local.

—Creía haber entendido que habías hecho un máster en francés —me dice.

—No, esa es Madeline, mi jefa —le explico—. Yo soy Emily. Emily Cooper. Y estoy muy emocionada de trabajar aquí.

—Sí, pero es bastante molesto —me comenta mientras entramos en su despacho.

No la entiendo. ¿Qué es molesto? ¿Que me sienta feliz de trabajar en París? ¿Debería poner cara de funeral, como ella? ¿Será una tradición francesa? Nada de sonrisas en el trabajo. OK. Tomo nota. Pero no puedo.

El famoso SED, ¡sí!

—Perdona, ¿qué es lo molesto? —le pregunto.

—Tu fuerte acento y el hecho de que te cueste entendernos —me contesta.

—Sé que tengo un poco de acento —admito—. Pero si no habláis muy deprisa, todo irá bien.

—No se trata de que vaya a ser complicado para ti, sino de que lo será para nosotros —me dice.

¿Complicado?

Después conozco a Paul Brossard, el creador de la agencia. Le tiendo la mano. Me da un beso. Incluso dos. Otra tradición francesa, supongo. Es un poco raro besarse entre compañeros de trabajo. No es que seamos íntimos precisamente. Pero, bueno, al menos no tiene cara de funeral. Casi parece alegrarse de verme. ¡Qué bien!

Welcome to Paris! —me dice.

Oh, y además hace el esfuerzo de hablar en inglés. So cute!

—Así que ¿has venido a enseñar trucos siux a los franceses? —me pregunta.

No lo he entendido del todo, pero sonrío.

—Estoy segura de que tenemos mucho que aprender los unos de los otros —le digo.

—Pero ¿tienes experiencia en marketing de lujo?

—No, hasta ahora me he ocupado básicamente de productos farmacéuticos para residencias de ancianos —le cuento.

Pero es lo mismo, ¿no? Si puedo vender medicamentos para la artrosis y andadores, podré hacer lo mismo con perfumes y ropa de marca. Después Paul me habla de sus vacaciones en Chicago, donde probó nuestra especialidad: la deep dish pizza. ¡Una delicia!

—La verdad es que sabe a cagadero, si se me permite decirlo —comenta.

¿A cagadero? Otra cosa que se me escapa. Quizá haya comparado nuestra deep dish pizza con un plato francés: el cagadero. Hum, nunca lo había oído. Solo conozco la ratatouille, por los dibujos animados. ¡Ah, y también el foie gras!

—Asquerosa —añade Sylvie.

Esto lo he entendido.

Empiezan a hablar de esto y de aquello. Que una vida sin placer es una vida de mierda (sé lo que significa). Que todas las marcas para las que trabajan se definen por la belleza y el refinamiento. Y que no ven qué podrían aprender de mí.

Diría que a ser modestos, para empezar.

Pero prefiero callarme. Si quiero integrarme, no debo mostrarme demasiado crítica.

Tengo que mantener la mente abierta. Sí, eso es.

La mente muy muy abierta.

Y sobre todo no ser susceptible.

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Ataviada con mi mejor aliada (mi sonrisa), me siento alrededor de una mesa con Sylvie, Paul, Julien —el chico al que he conocido al llegar— y otras dos personas: un chico de pelo claro y rizado, y una mujer de aspecto serio con gafas superelegantes (probablemente Chanel o Dior).

—Ante todo, disculpad mi acento —empiezo a decir—. Iré a clases para mejorar, tenéis que darme tiempo.

La mujer de las gafas se levanta sin decir una palabra y se va. ¿Qué he dicho?

—Patricia es alérgica a los acentos —me explica Sylvie.

Nunca había oído hablar de esta alergia.

Sigo hablando:

—Para los que me ven por primera vez, soy Emily Cooper y estoy muy emocionada de trabajar en París. Estoy impaciente por conoceros a todos y por que me conozcáis a mí.

El tipo de pelo rizado levanta la mano. Qué majo, quiere hablar conmigo. Ya sabía yo que mi discursito SED surtiría efecto. ¡Bastaba con creerlo!

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

—Me llamo Luc. ¿Por qué gritas?

Oh.

No estoy gritando. ¿No será que los franceses tienen los tímpanos sensibles? ¿Una peculiaridad genética?

En cualquier caso, tomo nota: hablar como si estuviéramos en un velatorio.

A continuación les cuento mi proyecto sobre las redes sociales. Se trata no solo de la cantidad de seguidores, sino también de tener contenido impactante, de confianza y de participación.

—¿Quién se ocupa de las redes sociales? —les pregunto al concluir mi pequeño speech.

Julien señala la puerta.

—Patricia.

Oh. Okaaay.

Esto promete…

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Mi primer día no ha sido tan genial como había imaginado. Además, echo de menos a Doug. Sí, claro, nos hacemos videollamadas. Pero no es lo mismo. Vuelvo a casa con la moral por los suelos. Me da la impresión de que no caigo bien a mis compañeros. O más bien que tienen ideas preconcebidas sobre mí. Lo más gracioso es que me había dicho a mí misma que tenía que superar mis prejuicios sin pensar que los demás también los tendrían.

¡Y encima voy a tener que subir seis pisos! Mis pantorrillas lloran de antemano. Bueno, al menos así no tendré que ir al gimnasio. Cuando lleve un año subiendo esta escalera, tendré los muslos de hormigón armado.

Cuando llego a mi puerta y giro una y otra vez la llave en la cerradura, en vano, me da un ataque. ¿Qué es esto? ¿Una conspiración? ¿Quién ha decidido fastidiar mi sueño parisino? ¿Quién?

¡Ya sé! ¡Ha sido el agente inmobiliario, que ha cambiado la cerradura mientras yo estaba fuera! No ha aceptado o se ha tomado a mal que rechazara su paquete de «apartamento y revolcones» y ha decidido vengarse. Si es así, lo demandaré. Conozco a un abogado buenísimo en Chicago. Gracias a él, mi tía Lily recibió 150.000 dólares por haberse resbalado con una hoja de lechuga en un supermercado, aunque solo se torció el tobillo.

—¡No puede ser! —me enfado mientras la cerradura sigue resistiéndose.

Al final un chico moreno abre la puerta. Hum, no está nada mal… Pero ¿qué está haciendo en mi casa? Ah, no, en realidad no es mi casa.

—Lo siento —me disculpo confundida—. Creía que era mi apartamento del quinto piso.

—Ah, no, estás en el cuarto —me corrige.

Oh My God! ¡Qué sonrisa! ¡Y qué pelazo! ¡Y esos ojos! Me cuesta desviar la mirada. Todo en este chico resulta… sexy.

—Sí, cierto —le digo—. Soy Emily. Emily Cooper, tu nueva vecina.

—¿Estadounidense? —me pregunta.

Creo que lo que le ha dado la pista ha sido mi ligero acento.

—Sí, soy de Chicago.

—Gabriel. Francés. Soy de Normandía.

¡Normandía la conozco! Las playas del desembarco, junio de 1944 y todo eso. Intento explicárselo a Gabriel, pero no me entiende. Aun así, nos despedimos con una sonrisa.

Y es la primera sonrisa realmente amistosa que me han ofrecido desde que he llegado a París.

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A la mañana siguiente llego al éxtasis total. The orgasm. No con Doug, no. Ni soñando con mi vecino, Gabriel, el SSG (Super Sexy Guy).

Con un pain au chocolat que compro en una panadería del barrio.

Oh My God! ¿Cómo explicar esta sensación? Primero es crujiente. Luego se funde en la boca. La masa con mantequilla se derrite literalmente en la boca con una explosión de sabores. ¡Zas! Y después el chocolate se lanza al ataque. ¡Pam!

Y entonces llegas al paraíso. ¡Qué placer, pero qué placer!

Nunca había comido nada tan rico.

Ever. In. My. Whole. Life.

Nunca olvidaré este momento: la primera vez que mordí un pain au chocolat, en París.

Nunca.

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Esta mañana, cuando llevo dos horas de plantón frente a la portería de la agencia, descubro una locura: no abre hasta las diez y media.

Las diez y media.

¿Y por qué no a media tarde, ya que nos ponemos? Vaya, mejor no abrir en absoluto. ¿Para qué molestarse? No me lo explico.

Increíble.

Lo que más me fastidia es no poder empezar a trabajar ahora mismo. Odio perder el tiempo, me pone enferma. Si quieres tener éxito en tu carrera profesional, debes aprovechar todas las oportunidades y ponerte manos a la obra.

Pero me da la impresión de que aquí pasan de todo. ¡Son

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