Dos vidas

Jay Asher

Fragmento

cap-1

1

—Odio esta época del año —protesta Rachel—. Lo siento, Sierra. Sé que ya lo he dicho más de una vez, pero es la verdad.

La niebla de primera hora de la mañana desdibuja la entrada del instituto, que se levanta al otro lado del césped. Avanzamos por el camino de cemento para no mojarnos los pies, pero no es del tiempo de lo que se queja Rachel.

—Por favor, no me hagas esto —le digo—. Me vas a hacer llorar otra vez, y yo lo único que quiero es pasar el resto de la semana sin…

—¡Pero es que no es ni una semana! —me interrumpe—. Solo quedan dos días. Dos días hasta que empiecen las vacaciones de Acción de Gracias y luego te irás todo el mes. ¡Más de un mes!

Me cojo de su brazo y seguimos caminando. Soy yo la que, como cada año, se va a pasar las vacaciones lejos de casa, pero Rachel se comporta como si fuera su mundo el que está a punto de desmoronarse. Su cara desencajada y sus hombros caídos son su manera de decirme que me echará de menos. Todos los años le agradezco este momento melodramático. Me encanta el sitio al que voy, pero la despedida siempre es dura. Aunque debo reconocer que saber que mis amigas contarán los días hasta mi regreso me ayuda a sobrellevar la situación.

Señalo la lágrima que asoma por la comisura de mi ojo.

—¿Ves lo que has hecho? Ahora no podré parar de llorar.

Esta mañana, cuando me alejaba con mi madre del vivero de árboles de Navidad que tiene mi familia, el cielo estaba prácticamente despejado. Los trabajadores ya se habían repartido por los campos para cortar los árboles de este año y las motosierras zumbaban como un enjambre de mosquitos.

La niebla fue apareciendo a medida que bajábamos. Se extendió sobre las granjas más pequeñas y siguió avanzando por encima de la interestatal hasta llegar al pueblo, arrastrando a su paso el típico olor de la estación. En otros momentos, nuestro pequeño pueblo de Oregón huele a maíz o a remolacha, pero en esta época del año huele a abeto recién cortado.

Rachel abre una de las puertas de cristal del instituto para dejarme pasar y me sigue hasta las taquillas. Una vez allí, sacude su brillante reloj rojo delante de mi cara.

—Tenemos quince minutos —dice—. Estoy congelada y de mal humor, así que vamos a tomarnos un café antes de que suene el timbre.

La profesora de teatro del instituto, la señorita Livingston, es conocida por promover el consumo de cafeína entre sus estudiantes para así tener los espectáculos preparados a tiempo, y ni siquiera se molesta en hacerlo con sutileza. Por eso siempre hay una cafetera encendida entre bastidores. Rachel es la jefa de escenografía, así que tiene acceso libre al auditorio.

El fin de semana anterior, el departamento de teatro hizo la última representación de La tienda de los horrores. Los decorados no se desmontarán hasta las vacaciones de Acción de Gracias, así que cuando Rachel y yo encendemos las luces del fondo de la platea, vemos que aún siguen en pie. Sentada en el escenario, entre el mostrador de la floristería y la enorme planta carnívora, está Elizabeth. En cuanto nos ve, levanta la cabeza y nos saluda. Rachel camina delante de mí pasillo abajo.

—Este año queremos darte algo para que te lo lleves a California.

La sigo entre las filas vacías de butacas rojas. Está claro que les da igual que me pase los últimos días de clase hecha un mar de lágrimas. Subo la escalera que lleva al escenario. Elizabeth se levanta, viene corriendo hacia mí y me abraza.

—¿Ves como tenía razón? —le dice a Rachel por encima de mi hombro—. Te dije que lloraría.

—Os odio a las dos —protesto.

Elizabeth me entrega dos regalos envueltos en un papel plateado y brillante. Me imagino lo que es. La semana pasada estuvimos las tres en una tienda de regalos del centro y vi que miraban unos marcos de fotos del mismo tamaño que los paquetes. Me siento para abrirlos y apoyo la espalda contra el mostrador de la tienda, justo debajo de la vieja caja registradora.

Rachel se sienta delante de mí con las piernas cruzadas, de manera que nuestras rodillas casi se tocan.

—Os estáis saltando las normas —les digo, y deslizo un dedo bajo un pliegue de papel del primer paquete—. No deberíamos intercambiarnos regalos hasta que vuelva.

—Queremos que tengas algo nuestro para que te acuerdes de nosotras todos los días —explica Elizabeth.

—Nos da un poco de vergüenza que no se nos haya ocurrido antes; lo teníamos que haber hecho desde la primera vez que te marchaste —añade Rachel.

—¿La primera vez? ¿Te refieres a cuando éramos bebés?

Las primeras Navidades de mi vida las pasé con mi madre en casa mientras mi padre estaba en California encargándose de la tienda de árboles de Navidad que montamos allí todos los años. Pero nos echó tanto de menos que al año siguiente decidió no ir; dijo que prefería centrarse en la distribución al por mayor, como hacía el resto del año. Sin embargo, mi madre lo sintió mucho por las familias que nos compraban el árbol todos los años; se había convertido en una tradición navideña más. Y aunque solo era un pequeño negocio familiar que había puesto en marcha mi abuelo, lo cierto es que significaba mucho para mis padres. De hecho, ellos se conocieron porque mi madre y mis abuelos maternos eran clientes habituales de la tienda. Así que, finalmente, decidieron que fuéramos todos a California, y esa es la razón por la que todos los años paso allí una temporada, desde el día de Acción de Gracias hasta Navidad.

Rachel se inclina hacia atrás y apoya las manos en el suelo.

—¿Han decidido ya tus padres si serán vuestras últimas Navidades en California?

Rasco con la uña el trozo de celo que sujeta otro de los pliegues.

—¿Esto os lo han envuelto en la tienda?

—Está cambiando de tema —le susurra Rachel a Elizabeth, lo suficientemente alto como para que yo lo oiga.

—Lo siento —me disculpo—, es que no me gusta pensar que este podría ser nuestro último año allí. Sabéis cuánto os quiero, pero echaría mucho de menos ir a California. Además, aún no me han dicho nada. Les he oído hablar y sé que están bastante preocupados por el dinero, pero hasta que no tomen una decisión prefiero no pensar en ello.

Si seguimos montando la venta de árboles las próximas tres temporadas, habrán sido treinta años seguidos. Mis abuelos compraron el solar cuando el pueblo estaba en plena expansión. Algunas ciudades mucho más próximas a nuestra granja de Oregón ya tenían tiendas parecidas, aunque no demasiadas. Ahora todo el mundo vende árboles, desde los supermercados hasta las tiendas de bricolaje, e incluso algún que otro particular para recaudar dinero. Los negocios como el nuestro ya no son tan habituales. Si lo dejáramos, solo nos quedaría la venta al por mayor a supermercados y a actos benéficos, o a otros puestos de venta directa como el nuestro.

Elizabeth me pone una mano en la rodilla.

—Una parte de mí quiere que vuelvas el año que viene porque sé que te encanta, pero si te quedaras podríamos pasar la Navidad juntas por primera vez.

No puedo evitar sonreír al pensarlo. Las adoro y ellas lo saben, pero Heather también es una de mis mejores amigas y solo la veo un mes al año, cuando estoy en California.

—Toda

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos