Prólogo

—Existe un lugar en el mundo donde las olas llegan a la orilla con tanta suavidad que quienes tienen la fortuna de recibirlas aseguran que se sienten abrazados. Es un lugar donde la arena es dorada, los atardeceres muestran todos los tonos de naranja y el mar sabe a sal.
—¿Otro cuento sobre Isla de Sal?
Miré mal a mi hermana. Recuerdo que la miré tan mal que más tarde sentí alivio por no tener esos poderes de superhéroes que tanto deseaba, pues la habría fulminado con un rayo láser en ese mismo instante.
—¡Deja que lo cuente! —exclamé.
—Calma, chicos. Recordad que es la hora mágica, nada de peleas.
Mamá sonrió de ese modo que con los años se convertiría en bálsamo en mis peores momentos.
¿Cómo lo conseguía? Bañarnos mientras cantaba como una sirena, llevarnos a dormir e inventar cuentos para nosotros y, más tarde, bailar descalza en la cocina con papá. Todo mientras el mundo se desmoronaba.
No en general, sino el otro, el importante: nuestro microcosmos.
—Es que yo quiero oír historias de otros lugares más lejanos, mamá. Yo quiero que, por una vez, Orión y Galatea se suban a un barco y se vayan a explorar el océano entero —insistió mi hermana.
—¿Y cómo sabes que los protagonistas de esta historia se llaman Orión y Galatea?
—Siempre se llaman así. Siempre somos nosotros —contestó ella con una sonrisa mellada.
—Es que no hay mejores protagonistas. Ni más bonitos ni más curiosos ni más valientes —respondió mi madre.
Tenía los ojos azules, el pelo rubio oscuro y la piel blanca y llena de pecas, como si una constelación especial hubiera caído del cielo para posarse en el puente de su nariz y sus mejillas. Nació lejos de Isla de Sal, en otro país, pero solía decir que no importaba porque sus costas también estaban bañadas por el mar Mediterráneo y no había nada que uniera más que eso.
Con el tiempo, entendí que mamá veía la vida de un modo diferente al resto de las personas.
—Luna dice que llamarse Orión es de frikis —dije como si nada.
Mi madre no se ofendió. Al revés. Soltó una carcajada y me revolvió el pelo, parecido al suyo en tono, pero mucho más rizado, como el de papá. Con el tiempo se oscurecería hasta ser moreno, pero en aquel momento me sentía como si papá y mamá hubieran arrancado piezas de su propio puzle para crear el nuestro. Tenía el color de ojos de mamá, pero eran más grandes y expresivos, como los de papá. Era alto como él y lucía pecas como ella. Mi hermana y yo éramos la mezcla perfecta de los dos. O eso decía la gente que nos conocía.
—Cuando vea a esa diablilla de Luna, pienso tener una conversación muy seria con ella. Pero ahora vamos a volver a ese lugar especial en el que estábamos. ¿Cómo podría llamarse?
Puse los ojos en blanco. A mis ocho años, empezaba a negarme a ser partícipe de esos teatros que creía más propios de niños pequeños. Una verdadera lástima, pues no tenía ni idea de lo mucho que echaría de menos esas escenas al crecer.
—¡Isla de Sal! —gritó mi hermana.
—Quién lo hubiera imaginado, ¿verdad? —Mamá soltó una pequeña risotada y se levantó de los pies de la cama—. Y, dime, pequeña: ¿por qué quieres que Orión y Galatea se vayan en un barco?
—¿Y por qué no?
Nuestra madre miró a mi hermana pequeña con atención. Como si le hubiera descubierto una verdad indiscutible. Entonces, asintió y fue hacia el lado de la cama donde Galatea descansaba. Le besó la frente y volvió a sentarse a los pies del colchón que compartíamos porque, aunque nos encantaba decir que ya éramos mayores, al caer la noche nos negábamos a dormir separados.
—Creo que tienes razón, mi vida. Ya es hora de que Orión y Galatea se suban a un barco y exploren el mundo. Después de todo, es el único modo de que descubran qué es lo mejor de alejarse de casa.
—¿Y qué es? —pregunté.
—Volver —susurró. Sus ojos se centraron en la foto de los cuatro que había sobre la mesita de noche y suspiró con melancolía—. Volver a casa. Esa, sin duda, es la mejor parte de alejarse.
La miré pensativo. Mamá era la persona más risueña del universo, pero a veces, en momentos puntuales, se ponía seria y sus ojos se llenaban de algo que no podía descifrar. Una sombra que no alcanzaba a comprender. No lo entendía porque solo era un niño y, cuando le preguntaba si estaba bien, esbozaba una gran sonrisa, me abrazaba e inventaba una de esas historias que tanto me gustaban, decidida a que sus sombras ni siquiera tuvieran la oportunidad de rozarnos.
Solo el tiempo me hizo ver que Helena, nuestra madre, era tan grandiosa que consiguió hacernos felices aun cuando su vida se rompía en mil cristales diminutos.
1
Orión

Termino de limpiar la cafetera mientras mi hermana y mi padre siguen dando gritos tras la barra. Galatea sostiene una caja entre las manos mientras mi padre la mira exasperado.
—Es imposible que no entiendas lo peligroso que es, Gala.
—¿Por qué? Tú mismo dijiste que necesitamos ofrecer más cursos y talleres. Las velas artesanales son bonitas, huelen bien y…
—¡Y pueden prenderse en cualquier momento! Más aún dentro de una librería, porque te recuerdo que esto es una librería, hija.
—¡Café literario! —exclama mi hermana.
Es la discusión más recurrente en nuestra familia. Hace años, cuando aún éramos niños, mis padres pensaron que sería buena opción ampliar la idea de negocio de la librería que llevaban toda la vida regentando y que heredaron de mis abuelos paternos. En los tiempos que corrían, vender solo libros parecía una buena forma de arruinarse, sobre todo si vivías en un pueblo perdido del sur y prácticamente rodeado por el mar Mediterráneo. No en vano se llama Isla de Sal. Nuestra única conexión con la península es una carretera de doble sentido estrechísima y que los turistas saturan demasiado en verano. Así pues, las grandes marcas comerciales e internet son un gran avance…, salvo si tienes un pequeño negocio que puede irse a pique en cualquier momento.
Al parecer, valoraron dos opciones: convertir la librería también en papelería y copistería, o ser un poco más arriesgados y convertirla en un café literario donde la gente pudiera comprar libros, tomar algo con calma o merendar un postre casero. Se decidieron por esto último gracias a mi madre, que siempre soñó con tener la librería llena de gente con la que poder charlar y vio la oportunidad perfecta de ver ese sueño cumplido. Mi padre es mucho más práctico, o eso dice él, pero se enamoró del proyecto de todos modos.
Lo malo es que, cuando crecimos, nos dimos cuenta de que no basta solo con eso. Las ganas y la ilusión son importantes, pero no mantienen un negocio a flote. Teníamos que marcar la diferencia. No es fácil tener un café literario entre el mar y los acantilados. Sí, estamos en el paso que va hasta el faro de Isla de Sal y eso nos coloca en medio del camino de muchos turistas en verano, aunque, aun así, es insuficiente. Las vistas son privilegiadas, pero, si queremos que la gente recurra a nosotros para comprar libros antes de que lo haga desde la comodidad de casa, debemos atraerlos. Así es como empezaron los talleres: pintar bolsos y bolsas de algodón, decorar conchas de mar, hacer cerámica, coser, grupos cerrados de amigos o amigas que pintan lienzos y toman vino (lo segundo con más talento que lo primero) y un sinfín de eventos destinados solo a que La Librería de Helena no caiga en el olvido.
Mi sugerencia fue crear una página web, pero mi padre se negó, alegando que eso haría que la gente se quedara en casa y nuestra librería solo tenía sentido si estaba llena de gente. Cuando dice esas cosas, yo siempre pienso que es un poco irónico que se riera de mamá por sus ideas románticas cuando él, en el fondo, es igualito.
El caso es que la discusión que mantienen no parece tener fin, pero lo tendrá y sé de sobra quién ganará. Apostaría un brazo ahora mismo a que en menos de un mes tendremos el primer curso de velas artesanales y, con toda probabilidad, mi padre estará por aquí merodeando y probando a hacer velas con la excusa de vigilar, pero disfrutando en secreto de aprender a hacer algo nuevo. Lo que de verdad importa de la discusión que mantienen ahora mismo es que sirve para que unan lazos.
Sí, mi hermana y mi padre unen lazos gritándose y todos en Isla de Sal son conscientes. Es su forma de demostrarse el amor incondicional que sienten, del mismo modo que la forma que tenemos papá y yo de demostrarnos amor es salir a caminar casi en silencio u ordenar libros, también en silencio. Es más por mí que por él. Tengo fama de ser bastante reservado y serio desde niño. No es por lo que pasó con mi madre, ya me ocurría antes de eso. Era bastante más formal que mi hermana a la hora de relacionarme. Y no lo digo como una queja o porque lo tome como un defecto, sino todo lo contrario.
Veo el modo de vivir de Gala, tan lleno de desbordamientos emocionales en todos los sentidos que a veces siento ansiedad solo de imaginar que yo tuviera que exponerme al mundo así, como lo hace ella: al borde del abismo y bailando sobre sus propios miedos.
No, eso no va conmigo. Soy más de rutinas pautadas. Levantarme cada día a la misma hora, salir a correr, tomar café solo sin endulzar y abrir la librería a solas, disfrutando del silencio antes de que mi padre y mi hermana lleguen y aporten su música, sus gritos y su propia esencia.
Quizá por eso La Librería de Helena funciona tan bien, después de todo. Es un lugar administrado por tres personas que tienen más amor por el lugar que por mucha gente, así que, a nuestra forma excéntrica e inusual, encajamos casi a la perfección.
Casi, porque siempre faltará mi madre, aunque una gran parte de ella siga aquí con nosotros…
—¡Orión, díselo! —grita mi hermana—. ¡Dile que no puede ser tan cabezota! —Señala a nuestro padre y luego lo mira con desesperación—. ¿Sabes lo que deberías hacer? Jubilarte.
—¡Ja! —Mi padre no se queda corto gritando—. Solo hay una forma de que me saques de aquí algún día, pequeña sabelotodo. ¡Y es con los pies por delante!
—Arg, no te soporto cuando te pones melodramático.
—¡Tú eres mucho más melodramática que yo! ¿A que sí, Orión?
—¿A que no, Orión?
Los ignoro a los dos. Esa es mi señal para quitarme del medio, así que abro la caja registradora, compruebo que tenemos cambio y luego hago mi propio café, cojo el libro que estoy leyendo ahora, El nombre del viento, y salgo fuera, al acantilado, mientras ellos me llaman cobarde y siguen a lo suyo.
Inspiro hondo en cuanto estoy fuera. Observo el mar infinito y, por lo que sea, pienso que hoy parece distinto. Y no lo entiendo, porque todo está igual que siempre: las olas rompen contra la orilla a lo lejos y contra los acantilados a nuestro lado. El calor empieza a sentirse, pese a que el sol no haya salido aún y el olor a sal y pinos lo envuelva todo. Es como siempre, pero, a la vez, hay algo, una especie de presentimiento que me carcome desde que me he despertado. No quiero pensar que es por el día que marca el calendario, ni por lo que significa, pero apenas hace un par de horas que he despegado los párpados y la ansiedad ya amenaza con abrirme un agujero en el estómago.
Doy un sorbo a mi segundo café del día e intento concentrarme en la lectura. A lo mejor tampoco es buena idea cargarme de cafeína, pero lo hago por orgullo. No tomarla implica aceptar que mis emociones me controlan y no voy a permitir que eso pase. No voy a pensar, ni siquiera para mí mismo, que un simple número en el calendario es capaz de afectarme aún de este modo, pero pasados unos minutos suelto el libro a un lado y cierro los ojos, frustrado.
Dejo que el viento me despeine los rizos cortos y ensortijados e inspiro hondo. Lo único que tengo que hacer para sobrevivir a esta sensación de mierda es dejar que pase el día. Solo eso. Dejarme arrastrar por las horas hasta que llegue el momento de dormir y pueda felicitarme a mí mismo por haberlo superado un año más sin mostrar la más mínima emoción, ni buena ni mala, respecto a lo sucedido.
El problema no es mi autodominio o mis emociones. Lo tengo controlado. Lo he tenido controlado durante años. El problema es el grito ensordecedor que da mi hermana y la forma en que un escalofrío me recorre la columna vertebral porque sé que, de algún modo, mis planes de mantenerme inalterable acaban de arruinarse.
2
Luna

Apoyo la nuca en el reposacabezas y resoplo frustrada antes de recordarme a mí misma que eso no va a ayudarme a solucionar nada. Cierro los ojos, inspiro hondo para autorregularme y vuelvo a girar la llave del contacto, pero mi vieja furgoneta se niega a moverse del sitio.
Que se te rompa el coche es malo, pero que se te rompa la furgoneta en la que vives y llevas toda tu vida en medio de la única carretera que une Isla de Sal con la península justo cuando acaba de empezar la temporada de verano es catastrófico.
Tengo detrás a un montón de coches con conductores enfadados. Y otro montón enfrente pasando por mi lado con cara de curiosidad, pero no se detienen y mucho menos dejan espacio para que puedan avanzar los que están detrás y que tanto y tan abiertamente me odian.
La Luna del pasado se habría muerto de ansiedad en una situación como esta. La Luna del presente tiene más herramientas, o eso me gusta pensar, así que, cuando me doy cuenta de que girar la llave una y otra vez es inútil, porque no arranca, bajo de la furgoneta, me dirijo al coche que tengo justo detrás y miro al conductor que no deja de vociferarme. En el pasado le habría gritado hasta desgañitarme, pero en este momento consigo sonreír con toda la dulzura del mundo y me siento tan orgullosa de mí misma que casi exploto.
—Entiendo tu frustración, pero, como puedes ver, la furgoneta no arranca. Te aseguro que yo estoy más molesta que tú, porque llevo ahí dentro mi vida entera, así que ¿qué tal si me ayudas en vez de gritarme e insultarme?
Los mofletes se le encienden en el acto. Suele pasar. Los energúmenos al volante lo son solo hasta que alguien les planta cara con una sonrisa y sin bravuconerías. Entonces es como si se desinflaran.
—¿Eres la hija de Vicente? —Esta vez, la que tiene que hacer esfuerzos para no encenderse soy yo, porque había olvidado que Isla de Sal es un lugar en el que todos me conocen desde que llevaba pañales—. Pero ¡bueno! —El hombre suelta una risotada y sale del coche con tanto ímpetu que tengo que apartarme de un salto. Tras él sigue habiendo una caravana de conductores enfadados, pero, de pronto, a mi querido vecino no parece importarle—. ¡Pensaba que eras una guiri dando por saco! ¿Cómo es que has vuelto? ¿Y qué le ha pasado a tu furgoneta? ¿Y por qué te has comprado un trasto tan viejo?
—Las tres respuestas a tus preguntas son muy largas —contesto sonriendo con amabilidad—. ¿Puedes ayudarme? Creo que es la batería.
—Claro que sí, no te preocupes. Tengo unas pinzas para arrancar en el maletero, así que, si es eso, lo arreglaremos en un santiamén. —Me mira un instante más, quizá intenta encajar la imagen de la chica del pasado con la mujer que le sonríe en el presente—. Estás… cambiada.
—Es lo que ocurre con el paso de los años. Cambiamos.
—Tus padres se alegrarán de tenerte de vuelta.
Mi madre, sí. Mi padre no tiene ni idea de que he vuelto y, por absurdo que suene, hasta este momento no me he parado a pensar en nuestro reencuentro. Supongo que ella estará feliz y él…, no sé. Con él nunca se sabe, pero lo imagino reaccionando con fingida indiferencia a mi vuelta, porque así es como reaccionó a mi despedida hace seis años.
—Aún no los he visto. Eres la primera persona de Isla de Sal a la que saludo.
—¡Qué honor! —Su alegría es tan sincera que se me hace difícil pensar que hace solo cinco minutos me gritaba barbaridades—. Pues arreglemos tu tartana para que puedas ver a la gente.
Se encarga de todo. Desde parar el tráfico de un lado de la calzada para que avancen los que están detrás de la furgoneta hasta ponerle pinzas a mi batería y, unos minutos después, arrancarla por fin. Lo miro con una gran sonrisa de agradecimiento y él parece orgulloso de su propio trabajo, pero aun así me señala con un dedo.
—Eso sí, deberías llevarla a que la vea Manuel. Tiene varias cosas que deberías mirar. Espero que no pagaras mucho por esto.
Me doy cuenta de inmediato de lo fácil que me ha resultado olvidarme de que los vecinos de Isla de Sal tienen por costumbre meterse en tu vida. Por ejemplo, Manuel es el único mecánico del pueblo y estoy segura de que es cuestión de horas que sepa el estado de mi furgoneta. Y no será porque yo se lo cuente.
—Hablaré con él en algún momento, aunque pensaba que a estas alturas estaría jubilado.
—¡Manu hijo! —contesta riendo.
—Ah, entiendo.
—Estabais juntos en el colegio y era de tu grupo de inseparables. ¿O es que no te acuerdas de él? Era un crío de lo más simpático. ¡Todavía lo es!
Claro que me acuerdo de Manu. Era el típico niño dicharachero y popular que hacía amigos sin problemas. Y era un gran chico, así que me alegra saber que lidiaré con él y no con su padre para que revise mi furgo.
—Iré a verlo en cuanto pueda —le aseguro—. Bueno, muchas gracias, José.
—¡Te acuerdas de mí! —Otra carcajada. Al parecer, estoy contribuyendo a hacerle muy feliz—. Claro que sí, como debe ser. Puede que te largaras hace un montón de años, pero has descubierto en tus propias carnes que no puedes sacar Isla de Sal de ti. Nosotros siempre recordamos a los nuestros —sentencia con orgullo.
Sonrío por respuesta porque, aunque es un poco bruto, José es un buen hombre. O lo era hasta que me fui. En realidad, ya no estoy muy segura de cómo se habrán desarrollado las personas que antes formaban parte de mi vida. Es, de hecho, el tema al que más vueltas le he dado desde hace un tiempo. Yo he crecido y siento que hay partes de mí que han cambiado con los años. No me refiero al físico, aunque también. Me refiero a todo lo demás. Mis pensamientos, mi modo de actuar y pensar ante la vida. Sin embargo, cuando imagino a los demás, lo hago como si no hubieran cambiado. Estar aquí me ayudará a constatar la realidad para dejar de alimentar la mente con preguntas absurdas.
Me subo a la furgoneta azul turquesa. Es preciosa pero tan vieja que gruñe con cada kilómetro que recorremos juntas, y termino de atravesar la carretera que me conduce de manera definitiva al lugar que me vio crecer.
Durante un instante, pienso en ir a casa y saludar primero a mis padres. Es lo que haría cualquier hija, pero yo no soy cualquier hija. Y ellos no son unos padres cualesquiera. Además, mi motivo principal para llegar a Isla de Sal el 19 de junio en concreto ha sido otro.
Conduzco hasta el extremo más alejado de la isla y, de ahí, voy sendero arriba. Sé que en apenas unos minutos tendré que aparcar en un llano habilitado y seguir subiendo a pie. No es mucho. Un paseo de cinco minutos a paso ligero y diez caminando con calma.
Dejo la furgoneta y, al sacar la llave del contacto, me pregunto si conseguiré que arranque de nuevo. Me obligo a no pensar en ello. Cojo el regalo que he traído conmigo y comienzo a subir. Me concentro en la arena de la playa que invade el camino. Durante un tiempo, cuando era pequeña, algunos vecinos quisieron realizar obras en el camino hacia el faro para hacerlo más asequible. Por fortuna, la mayoría se negó alegando que, si empezaban a subir coches, pronto convertiríamos el lugar más bonito de la isla en el más explotado y pisoteado. Sigue siendo un camino de arena y, aun así, son muchas las personas que suben al viejo faro para admirar las vistas de los acantilados.
También son muchas las que, como yo en este momento, suben solo hasta la mitad para visitar La Librería de Helena, que se encuentra en un pequeño acantilado que bien podría considerarse un balcón al mar, pues tiene incluso escaleras de piedra para llegar al agua. No está excesivamente alto, pero sí lo bastante como para tener unas vistas increíbles. Este lugar y sus dueños, Helena y Lucio, eran un bálsamo para mí tantas veces que no podría contarlas.
Y sus hijos, Orión y Galatea, fueron mis mejores amigos hasta que las cosas se complicaron demasiado. Todo se enredó y, cuando peor se puso, yo opté por marcharme y desaparecer. Me largué y no dije nada. Fui una cobarde y ese es el motivo por el que ahora noto un nudo de nervios enorme en el estómago.
Tengo miedo de que rechacen mi visita. Terror, más bien, pero no puedo dejar de hacerla porque ya lo he pospuesto demasiado. No puedo seguir diciendo que he superado de verdad mi niñez y mi pasado si no me enfrento a la parte que más dolió.
Tardo once minutos en llegar, lo que indica que estoy tan nerviosa que mi paso cada vez ha sido más lento, pero no me he detenido, así que estoy orgullosa de mí misma. Lo que no sé es cuánto me durará.
Vislumbro una de las entradas de la librería y siento un alivio inexplicable al darme cuenta de que la buganvilla fucsia sigue enredada en la fachada igual que hace años. No sabía cómo estaría por dentro, pero al menos eso sigue intacto. Los marcos de las ventanas continúan siendo azules, igual que la puerta, y todavía tienen sillas y mesitas de forja rodeando el edificio blanco de dos plantas pintado con cal año tras año. Es extraño que una librería me haga sentir más en casa que mi propia familia, pero así es.
Siento el pinchazo de las lágrimas, pero me lo trago. No es el momento de ponerme sentimental. Llegará, estoy segura, pero antes tengo que mantenerme entera para acabar mi propósito.
Me obligo a poner un pie detrás de otro y, cuando estoy a solo unos pasos de la entrada, oigo los gritos de Gala y Lucio. Sonrío enseguida al darme cuenta de lo mucho que he echado de menos oír sus discusiones míticas. Al parecer, da igual que Gala ya no sea una adolescente, porque sigue comunicándose con su padre de la misma forma. Hablan de algo relacionado con unas velas, pero mi corazón late tan fuerte que apenas entiendo nada. En un momento dado, pongo la mano en el picaporte de la puerta y juro que lo único que puedo oír es el rugido del pasado, mis propios latidos y unos pensamientos internos desordenados y caóticos que intentan dar algo de cordura a todo esto que estoy sintiendo.
Abro la puerta, inspiro hondo y, cuando el olor de La Librería de Helena entra en mí, sé que lo de aguantarme las lágrimas va a ser imposible. Sobre todo cuando Galatea me ve, grita y corre hacia mí como si hiciera solo unos minutos que nos separamos y todo estuviera bien entre nosotras.
Como si no la hubiera abandonado durante seis años.
3
Orión

Entro en la librería listo para encontrarme con el estallido final de la discusión. Es cierto que mi padre y Gala se pelean a diario, pero yo sé que las discusiones en un día como este siempre acaban de un modo más dramático. Hace seis años que mi madre murió. Todavía me cuesta creer que ya haya pasado tanto tiempo, pero así es. En breve empezará a llegar gente a la librería para cumplir con la tradición y solo es cuestión de tiempo que el carácter explosivo de mi padre y mi hermana nos juegue una mala pasada. Sé lo que pasará si no entro: Gala escalará en su intensidad desmedida, no parará a tiempo y acabará corriendo hacia el faro envuelta en lágrimas, y mi padre se meterá las manos en los bolsillos y se irá a su propio refugio sin mediar palabra. Esas dos cosas me dejarán a mí con el marrón de aguantar el tipo frente a todo el mundo y no quiero. De verdad que hoy necesito que la carga emocional se reparta entre los tres, así que no lo pienso más y entro en la librería.
Me doy cuenta de inmediato de que mis predicciones son erróneas. Eso debería ser bueno, pero no lo es. No, si la chica que abraza mi hermana hasta casi asfixiarla es quien yo creo que es.
Apenas puedo verle el perfil, pero para mí sería imposible olvidarlo. Ha cambiado, es evidente. Su pelo está mucho más largo ahora, lo tiene semirrecogido con distintas trencitas entrelazándose y ha dejado de planchárselo de manera compulsiva, así que algunos rizos oscuros le caen sobre el hombro. Cuando por fin Gala se separa de ella y puedo verla bien, reparo en el septum que luce. Eso no estaba ahí cuando se largó, pero por lo demás está igual. Igual pero diferente. Las pecas en el puente de la nariz y las mejillas se ven incluso desde donde estoy y antes eran más suaves. Los ojos, del azul más pálido que nadie pueda imaginar, siguen siendo impresionantes, casi irreales. Una trencita le cae por el lateral de la mejilla y lleva unos pendientes largos con plumas, que parecen un atrapasueños. Al cuello tiene colgantes de cuero y pequeños objetos en los que no quiero fijarme para que no parezca que estoy repasándola de arriba abajo, aunque así sea.
En realidad, no estoy muy seguro de qué hacer, dónde mirar o qué decir, por lo que carraspeo y, mientras ignoro el incómodo silencio de la librería, digo lo más sensato que se me ocurre en esta situación:
—Buenos días.
No es un gran recibimiento, pero, no sé, supongo que no esperaría flores y serenatas después de seis años, ¿no? Aun así, su mirada dolida me hace tragar saliva, pero luego recuerdo que fue ella la que se largó y no contengo la mala cara, porque no voy a permitir que se haga la víctima mientras a mí me toca el papel de verdugo. No, la función no será así.
—Orión. —Su voz. Mierda. Había olvidado que Luna tenía el poder de hacer que incluso sus tonos de voz me afectaran. Tenía. En pasado. Tengo que recordar eso—. ¿Cómo estás? ¿Cómo estáis? —pregunta de inmediato, como si no quisiera centrar el reencuentro en mí.
Hace bien, porque mi padre se le acerca con una gran sonrisa, demostrando que ha esperado este momento mucho tiempo.
—Cariño…, ¿cómo has estado?
Si Luna pretendía aguantar el encuentro sin llorar, ha perdido toda posibilidad solo con esas palabras. Soy consciente del modo en que oculta la cara en el cuello de mi padre cuando él la abraza como si fuera una hija más. Porque hubo un tiempo en que así fue.
Yo me quedo aquí, con la puerta que da al patio exterior a mis espaldas y las manos en los bolsillos. Observando. Mi hermana se me acerca de inmediato.
—Holi, geme. Vengo a ofrecerte apoyo moral —susurra.
—Punto número uno: no somos gemelos, Galatea, así que deja de llamarme así. Punto número dos: no necesito tu apoyo moral ni de ningún tipo porque estoy estupendo.
Veo de reojo cómo pone los ojos en blanco.
—Punto número uno: nacimos el mismo año y eso nos convierte en gemelos.
—No, Gala, eso es lo que tú te empeñas en creer, pero no es así. Solo somos hermanos. A secas. Nos llevamos algo más de diez meses y no compartimos el vientre de mamá al mismo tiempo.
Me mira con el ceño fruncido. Para Gala, saber de niña que yo nací en enero y ella en diciembre del mismo año, y que es algo rarísimo, fue una gran noticia. De pronto, se sintió especial y lleva desde entonces dándome la turra con que somos gemelos, aunque sea mentira. Tenía cierta gracia cuando éramos niños, pero la verdad es que en este instante me resulta irritante.
—Claro que lo somos. Tú eres el gemelo malo, y yo, la buena —dice con voz rencorosa—. Encima de que vengo a prestarte apoyo incondicional…
—¡Que no necesito apoyo! —exclamo entre susurros mientras ella pone los ojos en blanco de nuevo.
—¿A qué crees que habrá venido? ¿Has visto su vestido? Es como…, como…
—¿Cómo si se hubiera convertido en una hippie? —pregunto con malicia mientras Luna y mi padre siguen hablando y poniéndose al día, ajenos a lo que ocurre en este extremo del local.
—No, idiota. Como si por fin fuera ella misma. Eso es. Parece que por fin se siente a gusto siendo ella misma.
—Entiendo. ¿Has llegado a esa conclusión en los tres segundos que ha durado vuestro abrazo?
—De verdad que intento no pensar que eres un cretino, pero qué difícil me lo pones, geme.
—Que no me llam…
—Orión, Gala, venid. —La interrupción de mi padre hace que le prestemos toda nuestra atención. Mi hermana se acerca, pero yo no puedo, así que me limito a mirarlo en silencio, dejándole claro que puede hablar ya porque no pienso moverme ni un paso. Él lo pilla y, aunque suspira como si estuviera un poco decepcionado, habla—: Luna quiere participar en nuestra tradición. Y lo hará el día más especial del año para nosotros. ¿No es precioso?
—Lo es, papi —dice Galatea emocionada.
Mi hermana sonríe, mi padre sonríe y Luna me mira como si temiera que de pronto me vaya a convertir en un ogro y privarla del derecho de contribuir.
—Solo lo haré si os parece bien a los tres —dice, pero únicamente me mira a mí.
—¿Cómo te has enterado de esta tradición?
—Me la contó mi madre.
—¿Cuándo?
—¿Qué?
—¿Cuándo te la contó? Porque llevamos años haciéndolo. Seis, para ser exactos.
Luna traga saliva y, no sé si es por mi tono afilado o por el hecho de que por fin me decida a acercarme a ella, pero el caso es que cuando habla su voz suena un poco temblorosa.
—Me lo contó cuando se enteró.
—Y se enteró desde el primer día, teniendo en cuenta que es una de nuestras clientas más fieles. —Luna mantiene silencio. Cuando me acerco más y me quedo a escasos centímetros de ella, gira la cara hacia el mostrador. Sí, sin duda sigue teniendo pecas y son más oscuras. Más llamativas. Claro que todo en ella es más llamativo ahora—. ¿Y en seis años no se te ha ocurrido venir a cumplirla?
—He estado ocupada —murmura.
—Se ha notado. Ha debido de ser una gran travesía la tuya.
—Orión. —La voz de mi padre suena a mis espaldas como una clara advertencia, pero lo ignoro.
—Oye, quise venir cuando ocurrió todo, pero estaba lejos.
—Ni siquiera lo intentaste, ¿verdad? Te envolviste en tus excusas de mierda y te quedaste donde quiera que estuvieras.
—Estaba en Australia. Aunque lo hubiese intentado, no habría llegado a tiempo.
—Pero no…
—Orión, ya basta —insiste mi padre cortándome.
—Solo quiero ver dónde está —dice ella con la voz rota.
La miro en silencio solo porque sé que, si hablo en este instante, mi tono va a ser demasiado amargo. Quiero gritarle, zarandearla y hacerle un millón de preguntas. El problema es que también quiero dar el último paso que nos separa, rodearla con mis brazos e inspirar su aroma como hice millones de veces en el pasado.
Trago saliva y no hago ninguna de las dos cosas, pues soy consciente de que ya no hay espacio para nada entre nosotros. Ni siquiera para la ira.
—Haz lo que tengas que hacer y luego lárgate. No debería resultarte complicado, ya has recorrido ese camino antes.
Me voy a la buhardilla e ignoro la exclamación de mi padre reprendiéndome por mi comportamiento y el intento de Gala de sujetarme la mano para que me quede. Subo los escalones sin hacer ruido y, solo cuando estoy arriba, amparado entre la penumbra, los libros guardados en cajas y los recuerdos de toda mi vida, me permito dar rienda suelta a todo. Las emociones, los recuerdos, los pensamientos e, incluso, los latidos de mi corazón, que al parecer solo necesita verla de nuevo para golpearme el pecho con fuerza, como si quisiera atravesarlo y saltar a sus manos.
Por fortuna, ya soy lo bastante adulto como para saber que eso, tratándose de Luna Torres, es la mayor estupidez que un hombre puede cometer.
4
Luna

Me quedo mirando las escaleras por las que desaparece Orión. Decir que su actitud no me afecta sería una mentira tan grande que ni siquiera tiene sentido intentar negarlo, así que me limito a inspirar hondo e intento mantener la calma y la vergüenza a raya. Siento un brazo alrededor de los hombros y, al girarme, me encuentro a Gala sonriéndome como hacía antes, cuando se veía envuelta en una discusión de su hermano y mía, y le tocaba ser la parte neutra y consolarnos a ambos.
—Ya se le pasará.
—Lo dudo y no lo culpo. Lo que no entiendo es que tú no me odies del mismo modo.
—Yo siempre supe que volverías —responde con seguridad.
La miro con detenimiento para detectar los cambios que el tiempo ha hecho en ella. No son muchos. Sigue siendo una chica preciosa, alegre y charlatana. Tiene el pelo más claro que yo, de un rubio oscuro que en verano se aclara tanto como el trigo, pero sus ojos son del color del caramelo líquido, como los de su padre. Es preciosa por fuera, pero, sobre todo, por dentro, y hasta que me fui era mi mejor amiga.
—Sé que tengo que explicar por qué hice las cosas como las hice. Te prometo que no pretendía heriros, pero…
—Ya habrá tiempo para eso, Luna, basta con que sepas que estoy aquí. Yo no me fui a ninguna parte y no pienso irme ahora. Cuando quieras hablar con calma, lo haremos y me lo contarás todo. Ahora, creo que lo más importante es que cumplas con eso que has venido a hacer, ¿no? —Asiento y ella sonríe y enlaza los dedos de su mano con los míos—. Ven, te lo muestro.
Galatea me hace seguirla a través del pasillo central de la librería hasta la puerta por la que ha entrado Orión hace unos minutos. Salimos al patio, que no es otra cosa que el pequeño acantilado que vallaron cuando éramos pequeños. Recuerdo a Helena y Lucio hablando acerca de mantener los ojos puestos en nosotros en todo momento cuando andábamos por allí. Al final, hay unas escaleras de piedra que bajan directamente a la playa. Helena estaba obsesionada con que nos escaparíamos o nos haríamos daño, así que, a veces, salir a jugar al patio era como sentirse un reo vigilado por el carcelero. No podíamos alejarnos sin que sintiera miedo, pero había una parte bonita en eso. Era la forma en que protegía a sus hijos. Como niña, recuerdo mirar con envidia la relación que tenían mis amigos con sus padres. Yo me llevaba muy bien con mi madre, pero nunca logré conectar del todo con mi padre. No porque fuera un mal hombre, sino porque estaba tan roto por sus propias circunstancias que ni mi existencia sirvió para curar sus incontables heridas.
Como adulta, y después de mucho trabajo de autorreflexión y conocimiento, puedo entenderlo, pero la Luna pequeñita no podía. Ella no entendía por qué Helena se ponía tan nerviosa cuando nos acercábamos a los acantilados, pero su padre ni siquiera alzaba la vista de lo que estuviera haciendo si se caía y se hacía daño.
Por suerte, con el tiempo, fui tan asidua de la librería y la casa de la familia de Orión y Gala que, en cierto modo, Helena y Lucio me trataban como si fuera una hija más. Me hice adicta a aquello. Quería más y más, así que cada minuto libre intentaba pasarlo con ellos. Eso hería a mi madre, ahora lo sé. No le gustaba que en apariencia fuera más feliz en la casa de mis amigos que en la mía, pero nunca hizo nada por cambiar la situación. Ahora entiendo que tampoco había mucho que pudiera hacer. Gestionó todo lo que ocurrió a su manera y, si te soy sincera, no sé si yo en su lugar lo hubiese hecho mucho mejor.
—¿Estás bien? —La voz de Gala me saca de mis pensamientos.
—Sí, es solo que es… impactante. Volver y ver que todo sigue igual, pero al mismo tiempo no. Es un poco fuerte.
—Te entiendo. Yo no he salido demasiado de aquí, pero cuando lo he hecho siempre me sorprende darme cuenta de lo mucho que quiero este sitio. Sobre todo desde que está ella.
—¿Dónde está? —Mi voz suena un poco rota, aunque intente contenerme.
Gala sonríe, como si no estuviéramos hablando de su propia madre o como si ella fuera más fuerte que yo. Creo que es porque ella ha tenido el tiempo de gestionar su muerte estando aquí, presente. Se quedó y afrontó el duelo sin huir de él. Yo, en cambio, salí corriendo en cuanto intuí que ocurrirían cosas que no iba a poder soportar.
El balcón del acantilado es grande. Hay unas mesitas y sillas de forja, un espacio vacío para la gente que quiera sentarse a contemplar el mar y, a un lado, un patio estrecho pero alargado que recorre todo el lateral de la librería. La entrada sin puerta tiene forma de arco, típico de cualquier pueblo del Mediterráneo, sobre todo los del sur de España. Las paredes están llenas de macetas, con un techado hecho con cañizo y plantas trepadoras, y las buganvillas de la entrada recorren todo el muro, demos