INTRODUCCIÓN
El enfant no tan terrible
Aviso para géminis bifrontes: si persistís en vuestra doble personalidad, ofreciendo al mundo la mejor de las caras pero deseando por dentro que se pudra, acabaréis siendo sorprendidos en un renuncio y vuestro destino no será menos desagradable que el del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Así que menos falsa diplomacia y falsos halagos. Ya es hora de que miréis de frente.
MATILDE URBACH, noviembre de 1993
El hallazgo de David Gistau fue rasgar los géneros, ensanchar la columna hasta más allá de lo canónico, romperla sin temor a reconstruirla usando pedacitos de categorías culturales que parecían exiliadas de la prensa española por la prominencia de lo clásico, pero a las que él, no sin riesgo, abrió fronteras. Su acierto fue escribir como tantos intentan escribir hoy en una época en la que la mayoría aún escribía como antes. A finales de los noventa, en las páginas del diario La Razón. Ni la fecha ni el periódico son circunstanciales a una notoriedad granjeada a través de una singularidad que sobresalió al lado de firmas sobresalientes.
Por supuesto, Gistau acudía a los clásicos. Por sus textos se pasean la sintaxis y las expresiones de Camba, las luces de Foxá y la dichosa pluma de Chaves Nogales. En el espejo, el dios tronante Umbral. De fondo, un fragrant flashback del aroma de la redacción del diario Pueblo. Y en la meta, ¿Hemingway? Sin embargo, su incesante voluntad de poseer un estilo propio no le permitió plagiar a sus maestros: le conminó a estudiarlos, sí, porque sólo de las lecturas de otros puede nacer el rasgo del diferente; pero también a adaptarlos, a invitarlos a su columna en el mismo párrafo que a Astérix o a un Geyperman; a obligar a dialogar a Duchamp con Homer Simpson; a encontrar unos huevos, unos genitales, en los contextos más insospechados, ya sea en una cita de Unamuno o en la cara de la negrita del día. La naturalidad, la desinhibición, la modernidad, la desacralización, la canallada respetuosa de montar a Salinger sobre los lomos de Simba forjaron una seña de identidad: la del desmitificador, la del desenmascarador de vanidades de tecla suelta. Evolucionaría, claro, en El Mundo y en ABC. Sería un impertinente educado que desbrozaría la prosa que a veces difumina la idea, sería padre —y cuánto configuraría esto su escritura—, echaría dos canas y se consagraría como un escapista del dogma para, simplemente, contar lo que vivía a la gente de su generación (y a quien quisiera leerlo). David Gistau se transformaría en una suerte de escritor de columnas, con el ojo siempre puesto en su prosa formativa, como Graham Greene y sus conflictos morales o el humor irónico de Osvaldo Soriano. Se imbuiría del estilo del nuevo periodismo americano que tanto referenciaba, desde Tom Wolfe a Norman Mailer. Y así descubriría qué quería ser cuando creía que no podría ser otra cosa.
Este libro se publica porque David Gistau murió como nunca nadie debiera morir. Primero, porque no pudo envejecer. Incumplió, sin quererlo pero temiéndolo, el único propósito de su obra desde hacía años: no morir prematuramente, demasiado pronto para sus hijos, como su padre había muerto antes para él. Nada de lo humano ha sido ajeno a una obra de extrovertida dependencia íntima, exteriorizada en innumerables artículos en los que supura un vínculo especial con una infancia marcada por un padre que fallece antes del tiempo reglamentario.
En un piso de alquiler de la Ciudad de los Periodistas —suntuosa para algunos, decorosa para otros, ruinosa para su promotora, la Asociación de Prensa de Madrid— transcurrió la niñez de David Gistau (Madrid, 19 de junio de 1970. Géminis). La familia Gistau Retes educó a sus hijos en un ambiente francófilo, en unos años donde la enseñanza en España comenzaba a dar muestras de cierta renovación. En el colegio Saint-Exupéry. La admiración por la cultura y las tradiciones del país vecino que siente su padre intensifica un afrancesamiento ya heredado por lazos de sangre: los de su madre, Isabel Retes (1945).
Su padre, Miguel Gistau (1943), había sido un niño acomodado afincado en la capitalina calle Serrano. Hijo de Tomás Gistau Mazzantini, quien fuera teniente de alcalde de Madrid y procurador en Cortes, y de Ana María López-Dóriga y Muñoz, que ostentó el Vizcondado de Rostrollano. El título podría haber recaído en David, pero la reforma de la ley de títulos nobiliarios posibilitaría que la primogénita, su hermana Isabel (1969), sea la actual vizcondesa.
Miguel había estudiado Derecho. Y era un socialista obstinado. Sentía una adoración extrema por Felipe González y reclutaba a sus hijos para repartir propaganda en las bocas de metro del Barrio del Pilar. Cada domingo los enfilaba en el balcón para entonar La Internacional mientras Isabel madre prefería escuchar a Elvis y bailar al son del rock que triunfaba en París. A esta mezcolanza hay que añadir que Miguel ejercía de abogado en el hoy extinto diario Pueblo, el periódico de los sindicatos del régimen. Allí, a una redacción que antes de su decadencia cautivaría a gran parte de la España franquista, llevaba a sus hijos, que de pequeños prestaban más atención a un montacargas con el que se divertían saltando adentro y afuera, arriba y abajo, que a las máquinas de escribir de José María García, Arturo Pérez-Reverte... No sabían ni quiénes eran.
Después de Isabel y David, nació la tercera hermana, Inés (1972). El matrimonio Gistau Retes, fechado en 1968, duraría hasta que su madre decide separarse en el 78, lo que se registraría años más tarde como uno de los primeros divorcios legales en España desde la II República. Pese a todo, no se trataría de una ruptura traumática para la relación paternofilial. El exmatrimonio mantendría la cordialidad y la presencia de Miguel en el hogar sería continua por el beneficio de sus hijos, con los que acostumbraría a tomar el aperitivo en la madrileña y madridista marisquería Txangurro, en la calle Doctor Fleming. Con el tiempo, Isabel se emparejaría con un antiguo paracaidista de la guerra de Argelia, y de esa unión nacería la cuarta hermana, France Lamy (1982). No se llegaron a casar. Miguel, en cambio, contraería matrimonio con una azafata de tierra de Iberia.
Pese a la entonces sorprendente y aparente normalidad, tras el divorcio se exacerbó en el progenitor una deriva personal que sí pasaría a ocupar a David. La preocupación por el estado de su padre desencadenó lo que no había provocado la separación de sus padres: una maduración de los mayores de la casa impropia de su edad. El 23 de septiembre de 1985, Miguel Gistau López-Dóriga fallece tras una explosión de gas en su domicilio. El entierro será en Gijón, el abogado se había mudado a Asturias en 1983, contratado como secretario técnico de la Consejería de Trabajo y Acción Social del Principado.
David Gistau empieza a escribir a los 14 años. Cuentos y leyendas que brotan de la mente de un niño capaz de pasarse horas y horas y horas en su habitación, pero también de conjugar ese mundo interior con la pachanga de fútbol en la calle. Tras la muerte de su padre, encuentra cobijo en su biblioteca. De hecho, había sido Miguel el inductor del contacto de su hijo con la tradición patria del columnismo literario a través de las obras de Umbral, con quien, en sus estertores, David labrará una insondable relación que acabará desmontando el dandismo impuesto del dandi por antonomasia. Desarrollará una predilección por los libros sobre historia, emperadores, Julio César, Roma —conocerá la historia de cada piedra de la ciudad—... Y por los tebeos, que para eso es un adolescente. El luto se cubre también con un medido hooliganismo por el Real Madrid, equipo sobre el que, años más tarde, escribirá unas crónicas y columnas que con humor y simpatía engatusarán al lector. Estos textos recogerán la concepción del periodismo deportivo que desde décadas anteriores practicaban figuras como Gonzalo Suárez, quien bajo el pseudónimo de Martín Girard, y a la manera del nuevo periodismo —antes de saber qué demonios era eso del nuevo periodismo—, coprotagonizó la información junto a los personajes del momento con un estilo personal cubierto de un halo literario colmado de licencias entonces insospechadas, como presentar una entrevista al actor James Cagney narrando su propio desayuno. ¿Y qué me importa a mí el croissant del señor Girard?, denunciarían los reaccionarios.
El fallecimiento prematuro de Miguel Gistau encolerizó a un niño que, no obstante, asumiría ciertas tareas ingratas para su edad, quizá movido por dos de las enseñanzas paternas: la importancia de mantener a la familia unida y un sentido de la lealtad cercano al de la mafia, que tanto le fascinaba, consistente en defender a los tuyos aunque estén equivocados. Así, llamó a la segunda esposa de su padre para que devolviese una parte de las pertenencias de este, de las que se había adueñado tras el óbito sin consensuarlo.
En un hecho extraño, sobre todo en alguien que no había recibido una educación militar, sobre todo en unos años en los que se podía esquivar, abrazó con encanto la llamada al servicio militar obligatorio. Lo cumplió en Hoyo de Manzanares, con diecinueve años. No superó el test psicológico para portar armas, que era lo que más ilusión le hacía, porque le diagnosticaron trastorno compulsivo de ansiedad, y lo destinaron a la enfermería para ayudar al médico. Lo pasó en grande repartiendo medicinas. Llevaba un mes en la mili cuando dos policías franceses aparecieron en el umbral de la casa familiar. Querían detener a David Gistau. La doble nacionalidad hispanofrancesa que poseía posibilitaba la llamada al reclutamiento armado en Francia, siempre y cuando no se realizara en España, pero él no había advertido de su formación a las autoridades galas y para la marina francesa era ni más ni menos que un desertor.
En 1988 se había matriculado en la Universidad CEU San Pablo, en Periodismo. Pero no asistía a una sola clase pese a que por entonces su familia no nadaba en la abundancia. Había vuelto a vivir en la Ciudad de los Periodistas tras un periodo en Presidente Carmona y mudarse, con la segunda pareja materna, a la calle Poniente, a un chalet en Chamartín. Rota su relación con el excombatiente, Isabel mantuvo a sus hijos con trabajos en márketing y publicidad, entonces con un puesto de responsabilidad en AGF Seguros. Acabaría de jefa de protocolo en la embajada francesa.
Gistau nunca se centró en la carrera, y este gatillazo universitario forzaría el comienzo de su vida profesional. Sería en Paisajes desde el tren, una revista que Renfe distribuía entre sus usuarios y que por entonces hacía el Grupo 16. Allí congeniaría enseguida con el redactor jefe, Benjamín Ojeda, que pronto descubriría que enviar a Gistau a hacer reportajes era rentable porque siempre encontraba una historia. Este becario de lujo estaba a su mando porque Isabel había pedido a un amigo que buscase unas prácticas para su hijo. Se inicia, pues, en Paisajes, la doma de un periodista que escribirá crónicas por medio mundo y se encargará de redactar un horóscopo en clave de humor bajo el borgiano pseudónimo de Matilde Urbach: «Sagitario, te habíamos avisado de que tu ritmo de vida no lo soportaría ni una hipotética querida del sultán de Brunei. Ahora te toca camelar al director de tu banco, a tu cónyuge, a tus acreedores y a tu barman de guardia, que no acaban de explicarse por qué teniendo un trabajo hermoso y un sueldo más que digno, no eres capaz de llegar a fin de mes ni con la extra». Finiquitado el contrato entre el Grupo 16 y Renfe para realizar Paisajes, Benjamín Ojeda se lo llevará de redactor jefe a un nuevo proyecto, T+5, que conseguirá continuar con la revista ferroviaria. Y de ahí, a la publicación M&Cía (Madrid y Compañía), que, dirigida por Ignacio Ruiz Quintano —a quien David definió en un momento de su carrera como el mejor columnista de España—, se distribuirá entre los hoteles de cinco estrellas de la capital con reportajes, al entender de entonces, muy masculinos: boxeo, mafia...
David Gistau concedía una importancia inusitada al sentido del humor, algo lógico en un hombre que adoraba la cultura como entretenimiento. Su paso por aquellas revistas, sus cualidades de narrador y ese talento para la predicción del futuro con escasa base en la posición relativa de los astros, llamarían la atención por partida doble. Primero, en televisión, donde trabajaría de guionista en programas de humor. Arrancaría en Canal+ y acabaría en espacios de fama como Esta noche cruzamos el Mississippi, de Pepe Navarro. En multitud de ocasiones se referiría a la época profesional de Paisajes y entre guiones como la que más añoraba y en la que más se divirtió. En la esquina, le esperaba un periódico recién fundado.
Gistau aterriza en La Razón porque Tomás Cuesta, entonces adjunto al presidente Luis María Anson y encargado del área de Cultura, arquea la ceja ante la frescura, la rareza y la calidad literaria de lo que se hacía en Paisajes. Juntos empezaron a trabajar para convertirlo del reporterismo al columnismo, haciendo pruebas de artículos y siguiendo un consejo que Jaime Campmany había transmitido a Cuesta y este, a su nuevo fichaje: si alguien quiere permanecer tiene que escribir literatura. Porque el periodismo, decía, no queda; el periodismo se muere. Tras leer algunos de aquellos textos, Luis María Anson ordenaría que se le robusteciera el contrato a David Gistau, sugiriendo a la dirección del periódico que le diera espacios preferentes.
David Gistau no era ni correcto ni político. Por supuesto, cuando lo contrataron en La Razón era un hombre educado y con pulsiones relacionadas con la actividad y la doctrina políticas, pero con una concepción de la libertad tan insólita en alguien de su edad que pasaba por recomendarle al señor X que su mejor estrategia para la legislatura incluía jugar al Teto. Parece inconcebible la convivencia en armonía de semejante zafiedad con la pulcritud inherente a la columna en la tradición española, pero, sin pretenderlo, él la conseguía. Sus columnas en La Razón, donde además de hacer cameos en la mayoría de las secciones Gistau ocupó la contraportada mano a mano con Tomás Cuesta, eran salvajemente gamberras, con fogonazos de un estilo que, más tarde, ya en su llegada a El Mundo, en 2005, y posteriormente en ABC (2013-2018), lograrían sobrevivir a la actualidad del asunto periodístico. Estas son las más entretenidas. También las menos conceptuales. Y, por qué no, las que ensortijan metáforas y símiles menos ambiguos. Pero la fluidez de lectura, el nivel de ingenio, la modernidad que destilan y la creación de un universo propio comenzaban a configurar la identidad de un periodista que no jugaba con las verdades, ¡quizá porque entonces aún no las tenía!, pero que disfrutaba haciéndolo con las percepciones. No ejercía ni de juez ni de repartidor de prestigios. No había lecciones de vida. Buscaba entender y relataba su búsqueda. Leía, veía y, sobre todo, sabía cómo narrarlo. Y para ello no denostaba la primera persona, porque al estilo de Ruano, aunque sin su batín, consideraba que desde el yo no se puede mover el mundo, pero sí contarlo. Si un columnista es un estilo, cultivó el suyo con oficio, supo despojarse de la influencia de Umbral —muchos quisieron ver en él un sucesor— y optó por simplificar su escritura. David Gistau no era nadie aún, pero ya entonces se acercaba mucho a la identidad que perseguía.
Desde joven le urgió experimentar la sensación de vértigo. En 2001, tras el 11-S y lanzada la Operación Libertad Duradera por EEUU para ir a la caza de Osama Bin Laden, pidió a La Razón cubrir la guerra. No llegaría a establecerse en Afganistán, aunque sí haría una incursión frontera a través. Su base sería el Hotel Continental, en Peshawar, Pakistán, desde donde buscaría descubrirse como un gran corresponsal. Sin embargo, definiría la experiencia como un intento fallido de convertirse en periodista de adarga antigua y mochila. Se fue a una guerra, y cuando lo esperado de una guerra para un lector de periódicos es recibir muerte, lo que él enviaría a la redacción fue, en sus palabras, un trabajo mal hecho. Sus reportajes insinuaban que la figura del corresponsal merece un espacio noble, pero que él no podía ser aristocrático ni en zona bélica. Sus crónicas de color fueron durísimamente criticadas. Todas ellas, leídas. Desde el hotel de Peshawar no llegaría a Afganistán, pero sí a un matrimonio. Y a una novela: A que no hay huevos, una ficción con base fáctica sobre la tan explotada historia de chico conoce a chica. El libro, por cierto, sería editado por Ediciones Temascinco (¿se acuerdan de la revista de Benjamín Ojeda?) y posteriormente galardonado con el Premio 100.000 millas British Airways, patrocinado por la aerolínea y creado por la revista Lunas de miel, del mismo Ojeda.
Gistau se casó tres veces. En Pakistán coincidiría con la corresponsal argentina Teresa Bo, la que sería su segunda mujer. Pero ya ocho años antes, en 1993, había pasado jovencísimo por el altar con una chica que había conocido en Comillas, donde su familia veraneaba desde hacía generaciones. No duraría mucho tiempo. En agosto de 1995 David se partió la quinta y la sexta cervical por más de cuatro sitios cada una en un accidente en una piscina cuya superación rozó el milagro, según los médicos de La Paz. La médula quedó intacta y, tras un sufrido proceso para que las vértebras soldaran y varios meses de recuperación, sanó. Estuvo cerca de terminar en una cama en el hospital de parapléjicos de Toledo. Desde entonces arrastraría problemas de coagulación que, al poco tiempo, saldrían a la superficie en forma de trombo en el pulmón. Tras estos infortunios, se separa de su primera mujer.
El matrimonio con Teresa Bo, contraído en 2002, se rompió después de otro percance. Argentina se convertiría en una especie de segunda tierra para Gistau. No sólo era el hogar de su mujer, sino de una fraterna amistad, también cosechada en Pakistán, con el político Martín Lousteau, futuro padrino de sus dos primeros hijos. Durante un vuelo Argentina-España, David sufriría otro trombo. Una vez su vida estuvo fuera de peligro, Teresa se fue a cubrir una nueva guerra, la de Irak y, ahí, la unión civil entre ambos —su primer matrimonio había sido con todas las de la Iglesia— se acabó. Perseguían metas distintas.
Como si las muertes esquivadas fueran tiempo prestado, David cambió. Al menos en apariencia. Quiso suavizar la imagen de enfant terrible con la que le sacudían con sorna sus detractores y comenzó a buscar la vida en los planes a largo plazo. El 16 de noviembre de 2004, en la consulta de una dentista en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires, conoció a Romina Caponnetto (1976), que sería la madre de sus cuatro hijos y su refugio. Y aquí va una muestra del altísimo compromiso adquirido con el largo plazo por parte de Gistau —a ver quién osa insinuar lo contrario—: por entonces, Romina actuaba en el musical Cats y siempre guardaba un sitio privilegiado para el gallego recién conocido, ¡que asistía a las funciones pero no hacía más que bostezar en la butaca! Pese a ello, y tras la pertinente confesión del sopor que le provocaba el género, la relación avanzaría hasta formar una familia numerosa. L’amour.
A finales de ese mismo 2004, David Gistau respondería sí a las llamadas que venía recibiendo de Pedro J. Ramírez. Al director de El Mundo le atraían de él dos cualidades que, a su entender, siempre han tenido los grandes columnistas, desde Raúl del Pozo a Manuel Jabois, e incluso el propio Umbral. Gistau había demostrado polivalencia, podía trabajar como reportero, ser enviado especial ya fuera a un acontecimiento deportivo o a una zona de conflicto. Y atesoraba, además, un extraño don: la capacidad de sentarse en el sillón de su casa, mirar a las musarañas y encontrar un tema.
Primero se mudaría a Madrid en solitario, pero sabiendo que en febrero viajaría Romina. Si ella no lo acompañaba, David rechazaría la oferta. Pero la oferta fue irrechazable, tanto, que el 8 de septiembre de 2006 la cosa terminó en boda. Cuenta un rumor de fácil comprobación que cada miembro de la prole de David Gistau y Romina Caponnetto llegó —más o menos— nueve meses después de un éxito futbolístico: al menos el Mundial de Sudáfrica y las eurocopas ganadas por la selección española, que cubriría para El Mundo, encajan con el nacimiento de los tres primeros. Estirpe heredada de la triple corona o de la casualidad, Luca (2009), Leo (2011), Dante (2013) y Bianca Gistau Caponnetto (2016) apenas disfrutaron de un padre cuyo objetivo vital pasaba por disfrutar de ellos. Basta leer el artículo publicado con el nacimiento del primogénito para darse cuenta de que, pese a su profesión y anhelos, la temporada en la que Gistau salía a cazar el oso había terminado. Atrás quedaban Kosovo o navegar en un mercante por el Atlántico. Y eso no le generó tristeza, porque tenía enfrente una aventura diferente.
En su primer periplo en El Mundo —volvería a por un segundo en 2018— se consolidó la carrera de un hombre cuyos textos no se diluían por el