Solo la verdad

Anna Politkovskaya

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Ve donde está el silencio y di algo.

Amy Goodman,

Columbia Journalism Review, 1994

A principios de 2005 fui invitada por el PEN, el club dedicado a promover la literatura y la libertad de expresión, para entregar un premio a Anna Politkóvskaya. La oportunidad de conocerla personalmente me entusiasmó porque estaba al tanto de su trabajo y la admiraba por su valerosa oposición, tanto a la guerra de Chechenia como al régimen autoritario del presidente Putin. Su intrépida actitud ante los más graves peligros la habían convertido en una de las pocas periodistas internacionales a la que tanto los defensores de los derechos humanos como los abogados miraban con respeto.

Mi elogio rindió homenaje a su fidedigna cobertura de los horrores padecidos por el pueblo checheno, e hizo un repaso de la tortura y el aterrador simulacro de ejecución que sufrió a manos de las tropas rusas por haber informado de las atrocidades que estas infligían a la población, así como de sus reportajes sobre el asedio al teatro de Moscú con su sangriento desenlace, y de su actitud de firme desafío ante las amenazas de las autoridades estatales y de otras siniestras figuras del horizonte político ruso.

Tenemos con ella una deuda de gratitud por haber ayudado a que Occidente tuviera una mejor comprensión del emergente panorama de la Rusia postsoviética y por arrojar luz sobre la verdadera naturaleza de la ocupación de Chechenia, un brutal conflicto astutamente presentado por Rusia como su particular frente en la guerra contra el terrorismo. Ninguna democracia es digna de ese nombre si la libertad de prensa se ve cercenada o si los escritores y los periodistas son presionados. Sin embargo, aquí tenemos una escritora que, con gran riesgo personal, se ha enfrentado a las amenazas del Estado para decir la verdad al poder.

Anna recibió el premio con buen humor y humildad. Tal como esta selección de sus artículos demuestra, el alcance de su trabajo iba mucho más allá de cubrir acontecimientos y sucesos concretos; y, con frecuencia, levantaba el velo de una crueldad sistemática que no solía despertar demasiado interés a nivel internacional. Sus tenaces investigaciones le suponían una insistente correspondencia y la obligaban a pasar días enteros sentada en los tribunales. Su cobertura del caso del Cadete, por ejemplo, demuestra su firmeza y tenacidad a la hora dar cumplida información de un largo juicio que sin duda habría desanimado a muchos de sus colegas. Serguéi Lapin, el Cadete, era un miembro de las fuerzas armadas rusas destacadas en Chechenia a quien muchos consideran responsable de la desaparición de civiles que fueron sacados a la fuerza de sus casas y de los que nunca más se volvió a saber nada. Era conocido por su faceta de torturador y asesino mercenario, pero a pesar de todos los esfuerzos para hacerlo comparecer ante los tribunales, logró manipular el juicio mediante la intimidación y las influencias encubiertas. Anna creía firmemente que la incapacidad del sistema judicial para hacer justicia debía ser documentada, y que correspondía a la prensa, en nombre de aquellos que habían sufrido sus consecuencias, exigir la debida transparencia y asunción de responsabilidades. Se había reunido con las esposas y madres de las víctimas del Cadete y escuchado sus historias, por lo que sabía que este era responsable. Su lucha por ellos ayudó a que finalmente fuera declarado culpable.

Tras la ceremonia, nos sentamos a tomar una copa de vino y a charlar de política. Anna trazó un sombrío panorama de la Rusia de Putin, un país gobernado por una administración que conservaba un inquietante parecido con la de Stalin, una tierra cuyos servicios secretos se dedicaban a suprimir las libertades civiles y donde el miedo campaba a sus anchas en las universidades, las salas de prensa y en cualquier otro lugar donde hubiera arraigado la noción de democracia.

Anna había sido objeto de amenazas de muerte enviadas por teléfono e internet. Se habían publicado artículos difamándola, había sido despreciada y sometida al ostracismo social hasta tal punto que algunos de sus antiguos amigos y colegas evitaban cualquier contacto con ella para que su reputación no se resintiera. Me habló con tristeza de la carga que eso representaba en su vida privada, y de los efectos que tenía en su familia e hijos. Sin embargo, en lugar de doblegarla, su soledad y aislamiento constituían para ella una fuente de energía y determinación, como si hubiera cruzado algún tipo de Rubicón y se hallara más allá de los conceptos habituales de miedo o valor.

Poco antes de la concesión del premio, había sido envenenada mientras volaba hacia Rostov del Don para cubrir la crisis de los rehenes de Beslán. Un grupo terrorista retenía a un centenar de escolares y adultos, y su rescate acabaría en un baño de sangre. Sin embargo, Anna nunca llegó. Esa noche, mientras conversábamos, me describió el suceso con aterradora verosimilitud: cómo había hecho una serie de llamadas telefónicas a varios colegas que sin duda fueron interceptadas; cómo subió al avión y aceptó una taza de té negro antes del despegue para despertarse en un hospital.

A pesar de nosotros mismos, solemos alimentar la frágil esperanza de que conceder honores internacionales a aquellos que se atreven a alzarse, a defender la libertad de expresión, la justicia y la libertad les confiera cierta protección ante la ira de sus enemigos, por muy poderosos o vengativos que puedan ser. En el caso de Anna, ese optimismo resultó infundado.

Murió asesinada de un tiro el 7 de octubre de 2006, una noticia que cayó como un mazazo. A pesar de todo, la energía que le había dado fuerzas para seguir adelante no la abandonó hasta el final. Fue realmente una mujer excepcional cuyo valor a la hora de enfrentarse a la opresión constituye el legado que deja al mundo y una fuente de inspiración para todos nosotros.

Recuerdo que cuando me despedí de ella, la noche de la concesión del premio, le pregunté si no había pensado en marcharse de Rusia, aunque solo fuera temporalmente. Me cogió la mano, me sonrió y me contestó: «El exilio no es para mí. De ese modo, ellos ganarían».

Helena Kennedy, QC

Anna me llamó al hospital por la mañana, antes de las diez. Se suponía que tenía que pasar a visitarme. Ese día le tocaba, pero algo le había surgido en casa. Anna me dijo que sería Lena, mi segunda hija, la que iría en su lugar y me prometió que el domingo vendría sin falta. Parecía estar de buen humor y su voz era alegre. Me preguntó cómo me encontraba y si estaba leyendo cierto libro. Sabía que me encanta la novela histórica y me había dado La más augusta corte bajo el signo de Himeneo, de Alexander Manko, aunque ella no lo había leído. Le dije: «Anya, me cuesta leerlo. Tengo que releer tres veces cada página porque tengo a papá ante mis ojos constantemente». [El marido de Raisa Mazepa había muerto hacía poco.] Intentó calmarme. «No sufrió. Todo ocur

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