Animal de nieve

Dara Scully

Fragmento

Capítulo 1
1

Llegó con el galope de los caballos. Los animales habían comido de su mano, habían lamido aquellas palmas blancas, hermosas: palmas hechas para la caricia. Las alumnas lo vieron desde los dormitorios. Desde las ventanas: los ojos calientes de la casa. De pie, algunas ya vestidas, otras todavía en camisón, los pies desnudos, fríos sobre el suelo de madera. Tenían la vista clavada en el hombre desconocido. Quién sería, se preguntaron. Quién sería aquel hombre que tocaba a los caballos con sus manos delicadas, que se quitaba luego el sombrero en un saludo correctísimo. Tal vez un ministro, se dijeron, o un predicador; sin duda alguien de importancia, pues ahí estaba Miss Bell, erguida, rígida como su bastón: una mujer de negro. La expectación ascendía en los dormitorios. Pronto lo perderían de vista, entraría en la casa, su casa, su colegio. Seguiría a Miss Bell por los pasillos, por los rellanos silenciosos, entraría tal vez en su despacho. ¿Para qué?, se preguntaban. Una de las maestras va a casarse. Tal vez nos deje Miss Stone, que tiene el rostro blanco de las novias. Las alumnas especulaban. Un hombre había penetrado en sus dominios, en su colegio de paredes de piedra, de entramados de flores en los jardines. ¿Acaso se aventuraban a decirlo? ¿Era tal vez un maestro? ¿Se atrevería Miss Bell a dejar que un hombre enseñara a las muchachas?

Frédéric permanecía en silencio. Había dejado atrás un hilo de pisadas suaves, un rumor en la gravilla. No había visto a las muchachas en las ventanas. Podría haber alzado la cabeza, mirarlas: rostros pequeños como flores tras los cristales. Pero seguía con la vista a la mujer que cojeaba. Su bastón acompasaba el movimiento de su cuerpo. Le recordó a un fantasma que había conocido una vez, en un tiempo apenas perceptible. Ella tampoco hablaba. Se había presentado con educación; había en sus gestos una elegancia solapada, cierta nobleza en los rasgos afilados, en sus manos. Alguien habría dicho: no es sólo una profesora. Una directora de un colegio para niñas. Un animal dormido la poseía. Habitaba en su cojera, acentuada en las escaleras que llevaban al último piso. Quiso preguntarle su edad. Quiso saber, aquella primera vez, ante la mirada ciega de las muchachas, cuándo se había quedado coja. Si se había caído de un caballo. Si había sido la enfermedad o una rotura mal curada. Pero el silencio se había vuelto movedizo. No hubiera podido hablar, aunque lo deseara. Estaba allí, denso, caliente, un silencio que ascendía por la casa. Una palpitación muda de las voces de las niñas, de las maestras, todo detenido ante el paso irregular de quien guiaba la vida del colegio.

Era un lugar sobrio. Los pasillos estrechos se abrían a las aulas. Dijo que se las enseñaría luego, cuando se hubiera acomodado. ¿Llegaría su equipaje al mediodía? Algunas de las maestras ya se habían instalado. Le señaló las escaleras, el tercer piso: los dormitorios. Allí las alumnas cuchicheaban. Una de ellas, alta, de gesto altivo, observaba desde la balaustrada. Luego les relataría cómo Miss Bell había guiado al hombre por el colegio. Imaginaría el paso desigual, la voz grave, el gesto amplio de la mano ante las cosas. Imitaría con perfección sus movimientos. Era sin duda un maestro, de geografía tal vez, quizás un refuerzo para las matemáticas. Un maestro joven, de mirada diáfana. «¿Creéis que será severo? ¿Habrá tenido amantes?» Las niñas soñaban con los amantes. Soñaban con las novias, con Miss Stone, que llevaba un anillo dorado. Pero la muchacha se conducía con misterio. Había visto más de lo que contaba, y lo que decía se alteraba a través de sus palabras. Podía ser todo lo que ellas imaginaran. Un caballero, un religioso, un hombre del mal. Lo que ella dijera sería aceptado por las muchachas aún descalzas, aún vestidas de blanco nocturno. Tenía el poder de la que ha visto, dominaba la ceguera de las otras. «Lo conoceremos mañana», les dijo. Y ellas empezaron a vestirse.

Lo dejaron con la promesa de la comida. El cuarto era pequeño, desnudo; la luz aniquilaba su misterio. Veía el jardín desde la ventana. Un parterre de flores se acomodaba ante sus ojos. Al fondo, los sauces cercaban la casa, la hierba todavía húmeda de rocío, fresca. Imaginó sus paseos por aquel jardín cuidado, la lectura entre los sauces. De niño disfrutaba leyendo en los jardines. Aspiraba el aroma de las flores, la tibieza de la hierba; sus manos acariciaban la tierra con el cuidado de quien toca a un animal pequeño. Supo que aquel jardín lo acogería. A diferencia de la casa, de las alumnas todavía invisibles, aquel jardín le resultaba conocido. Lo había habitado antes, en otra vida, en otro tiempo feliz y escurridizo.

Comió en su cuarto, en el escritorio que daba a la ventana. Una mujer joven le trajo una bandeja. Le dijo que pronto subirían su maleta, el baúl pequeño y anticuado. Él se había quitado la chaqueta, se había desatado los zapatos. El viaje había sido largo. «¿Tomará también la cena en su cuarto?», le preguntó. Un cierto bullicio se había apoderado de la casa. Las muchachas, uniformadas, calzadas ya con sus botas relucientes, cruzaban las estancias, se reconocían de nuevo, volvían a la vida del colegio. Habían pasado alejadas un verano entero. Habían aprendido palabras nuevas, tenían cosas que contarse. A él le daban jaqueca. Aquella voz caliente, unísona, trepaba por las paredes de la casa. Tomaría la cena en su cuarto. Comería en la quietud de aquel reducto pequeño, aquel espacio blanco, limpio. Se enfrentaría a ellas a la mañana siguiente.

Despertó temprano, antes que la casa. En el jardín se intuía el otoño; los sauces ondulaban sus ramas con el viento. El día sería fresco. Atrás quedaban el verano, las fresas maduras sobre la mesa, los largos baños en el río. El colegio se plegaba sobre el frío, comenzaban a encenderse las chimeneas, las estufas. Pronto pasearían con mitones. Las capas largas de las niñas rozarían las hojas, la hierba a punto de escarcharse. Un invierno prematuro se intuía en los parterres. O tal vez era su propia debilidad. Su miedo creciente a haberse equivocado. Estaba en un colegio. A los treinta y seis años enseñaría música por primera vez. Dejaría atrás las enseñanzas básicas, la botánica, el álgebra, el estudio meticuloso de la ciencia. Aquello que le habían enseñado se disipaba. Tocaría como cuando era niño, enseñaría escalas, tal vez no enseñara nada en absoluto. ¿Qué sabrían las alumnas de música? ¿Habría alguna virtuosa entre ellas? En realidad no le importaba. Las niñas se mantenían alejadas, su voz había enmudecido. Estaba allí como podía estar en cualquier parte, atento sólo al trazado de las nubes en el cielo. Un último lugar al que aferrarse, aquel colegio, aquella música que le había sido devuelta tras años en la sombra.

Habría preferido desayunar en su cuarto, pero aquella mujer joven de la víspera le pidió que la siguiera. Las maestras desayunaban en el comedor pequeño. Eran de edades variadas, de rostros serenos, ag

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