Fuera de juego

Miguel Ángel Ortiz

Fragmento

cap-1

Canica de batería

Koldo abrió la puerta del Rojo y salió del bar con la mochila del colegio a rastras. Tiraba de ella por un asa. Las esquinas de los libros y cuadernos asomaban por la cremallera mal cerrada. Al arrastrarla, la gravilla de la plazuela crujía bajo su peso. Se plantó frente al Seat Panda. El coche, estacionado en batería junto a la puerta del bar, lucía con orgullo las abolladuras y rayones que salpicaban su carrocería azul. Se subió; su padre lo había dejado abierto, como hacía siempre, tras descargar la mercancía por la mañana. Lanzó la mochila sobre el roído asiento del copiloto y se sentó en el del conductor. Cerró de un portazo. Por el espejo retrovisor, vio dos cajas de plástico vacías en el maletero que esparcían un olor a pan recién hecho por todo el coche.

Tres golpes sonaron en la ventanilla.

—Koldo.

Koldo giraba un palillo entre los dientes mientras sujetaba el volante con las dos manos, con los ojos fijos en la pared de enfrente.

Toc, toc, toc. Los nudillos volvieron a golpear.

—Abre.

Al otro lado del cristal, Pedro le hizo un gesto para que bajase la ventanilla. Desde dentro Koldo solo veía la silueta, a contraluz, de su padre: alta, los hombros anchos, la camisa remangada hasta los codos.

Giró la manivela hasta que el cristal bajó a la mitad.

—Qué —dijo.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Cómo que no? —Pedro sacó una manzana del bolsillo del delantal—. No te has comido la fruta.

Koldo apretó el palillo entre los dientes.

—Dijiste que me lo dabas hoy.

Pedro limpió la manzana con el delantal hasta que el verde de la piel relució. La metió por el hueco de la ventanilla. Sujetándola, dijo:

—Te lo doy después de las clases. Eso dije.

—¿Qué más te da?

—¿Y a ti?

Koldo miró la manzana, agarró la manivela y empezó a girarla muy despacio.

—Si no me lo das —dijo, mientras el cristal subía—, no como fruta.

Pedro la sacó antes de que el cristal la guillotinase. Cuando la ventanilla se cerró del todo, le dio un mordisco.

—Tú te lo pierdes —dijo.

Y volvió al bar.

* * *

El reloj del salpicadero, cubierto de polvo, marcaba la una y cuarenta y tres minutos cuando se abrió la puerta del portal de enfrente, al otro lado de la plazoleta del bar. Terry, un milpatadas anaranjado, bajó las escaleras y husmeó el pie de la farola con el rabo tieso y el hocico ratonil pegado a la hojalata, hasta que encontró el sitio idóneo; levantó la pata, bajo la atenta mirada de su dueña, que le contemplaba desde la puerta del portal, y orinó. Cuando terminó, el perro salió disparado hacia los coches aparcados en batería.

Se detuvo junto a la rueda delantera del Seat Panda. Husmeó el neumático desgastado hasta que Koldo asomó la cabeza por la ventanilla.

—Chssst. Fuera, chucho.

El perro agachó el lomo y salió escopetado hacia el siguiente coche. Olisqueó las ruedas y subió a la acera del bar. No se detuvo en la puerta del Rojo, como si sintiera los ojos del chaval persiguiéndole por el retrovisor.

Fina le chistó desde la puerta del portal.

—Ahí no —le dijo—, a la Campa.

Terry miró a su dueña, las orejas tiesas, la cabeza ligeramente ladeada, y siguió su camino sin hacerle caso. En el espejo retrovisor, Koldo veía reflejada una parte del bloque. La fachada, en forma de U, estaba moteada con balcones de rejas marrones. Algunos se escondían detrás de toldos verdes bajados a media asta; otros se camuflaban tras las flores de los geranios y las petunias.

En el centro de la U, por donde correteaba Terry, había una piscina de hormigón, vacía, en forma de lágrima. La escalerilla de metal por la que, tiempo atrás, salían y entraban los bañistas, ahora estaba revestida de óxido. La pintura azul turquesa se caía a pedazos, descascarillada, como la piel de un leproso. Pegotes de chicles, aplastados y resecos, salpicaban de verde, rosa y gris el fondo de hormigón. Solo había agua en la parte más profunda, donde la lluvia formaba un hediondo charco en el que flotaban colillas, cáscaras de pipas y bolsas de patatas.

Tanto la piscina como el bloque en U recordaban a una urbanización que, en otra época, quiso ser lujosa: la fachada descarnada, la hierba alta entre las losetas, la descuidada hilera de setos. Había tres portales: dos a los lados, uno enfrente del otro, y el tercero, en lo más profundo de la U. Coronando cada puerta, junto al yugo y las flechas, se leía en una chapa: «Ministerio de la Vivienda. Edificio construido al amparo del Régimen de Viviendas de Protección Oficial». Tres farolas oxidadas alumbraban las puertas por las noches.

Koldo se sabía de memoria el recorrido de meadas: Terry correría por los pies de los setos, paralelo a la ventana lateral del bar, hasta la farola del primer portal. La husmearía y echaría el chorrito. Olisquearía la hierba y las margaritas que crecían entre las losetas, se asomaría al vacío de hormigón de la piscina y daría unos pasos atrás, como sorprendido de verla seca; la orillaría, correría junto al borde hasta la siguiente farola y volvería a levantar la pata.

En la puerta del portal, Fina seguía asomada, la cabeza cubierta de rulos, el delantal floreado cubriéndole las rodillas. Con el pie enfundado en la zapatilla de andar por casa, sujetaba la puerta para que no se cerrase. Silbó, pero Terry no hizo caso de su llamada.

A las dos menos diez, Koldo miró el reloj del salpicadero, cogió la mochila del asiento del copiloto y salió del coche. Cerró, se colgó la mochila al hombro, de una sola asa. Fina se colocó la palma de la mano sobre la frente.

—¿Vienes o vas?

Koldo bordeó la enmarañada hilera de setos. Su sombra, desgreñada, se alargaba sobre la acera como el pelaje erizado de un gato negro.

—Oye.

—Qué.

—Que dónde vas —dijo Fina—, que eres un desaborido.

Koldo escupió el palillo.

—Al colegio.

—¿Ya has comido?

—Sí.

—¿Tan pronto?

—Que sí.

—Mira qué apañados. Yo todavía tengo un lío en la cocina —dijo Fina—. Anda, mira a ver si ves al perro.

Koldo se puso de puntillas y se asomó por encima de los setos: Terry olisqueaba la tercera farola.

—Está ahí —dijo. Se volvió a Fina—. Sílbale más fuerte.

Fina miró hacia los balcones del bloque en U.

—Acércate y tráemelo, anda.

—Llámalo tú; a mí no me hace caso.

Fina suspiró.

—Hazme el favor.

Koldo resopló. Al otro lado de la piscina, Terry levantó el hocico del suelo. Vio cómo Koldo bordeaba la piscina, con el brazo estirado y los dedos de la mano medio cerrados, como si escondiera algo.

—Toma, bonito.

Terry no se movió.

—Ven, mira.

Cuando Koldo estaba a menos de un metro, Terry le hizo un quiebro y echó a correr hacia el otro lado de los setos.

—¡Serás cabrón! —dijo Koldo intentando darle una patada.

Terry comenzó a ladrar, mientras corría hacia el otro lado de la piscina. Cuando Koldo hacía amago de ir a buscarle, el perro la orillaba en dirección contraria. Trató de sorprenderlo, Koldo saltó dentro y la cruzó corriendo, pero Terry se escabulló entre las ramas bajas de los arbustos. Koldo le miró amenazante, escupió al charco del fondo de la piscina y se asomó por encima de los setos.

—No me hace caso —le dijo a Fina.

—Cógelo.

—No se deja.

—Espántalo para aquí.

—Yo paso —dijo Koldo—. Llámalo tú.

—Hazme el favor, si no tienes nada que hacer.

Mientras se iba hacia el portal del fondo, Koldo dijo, como hablándose a sí mismo:

—Sí que lo tengo.

Fina volvió a mirar hacia los balcones y tomó aire:

—¡Terryyyyyyy!

* * *

Ese mediodía, Koldo pasó a buscarle antes de lo habitual. A las dos menos cinco, sonó el interfono de casa. Fichu descolgó, dijo ya bajo y, sin recoger el plato de la mesa ni despedirse de su madre, marchó de casa. Se subió al ascensor, con la mochila a la espalda, y apretó el botón del B.

Koldo solía llamarle a las dos y cuarto pasadas, así tenían media hora larga para jugar en el patio. Antes de entrar a clase por la tarde, solían jugar un partido de fútbol con los chavales del comedor, a no ser que llegase una fiebre al pueblo como la de los cromos, las trompas o las chapas. A finales de abril se habían vuelto a poner de moda las canicas, pero ellos aún no las habían sacado de casa.

Ese curso, Koldo y él eran compañeros de pupitre. Koldo era un año mayor que Fichu; el único repetidor de su curso. Antes de ser compañeros de clase, Fichu y Koldo se conocían de los pasillos del colegio, solo de vista. Cuando se veían en el patio, no se saludaban. Koldo jugaba con los de su curso en las pistas de fútbol, mientras que los de la edad de Fichu se tenían que conformar con montar una portería en cualquier rincón para jugar.

La primera vez que hablaron fue en la piscina del pueblo, el mismo verano que Pedro compró el Rojo. Las piscinas estaban en una urbanización, Medinavella, a las afueras del pueblo. A Fichu todavía no le dejaban ir solo. Iba con su madre. Salían de casa después de comer, atravesaban el pueblo y caminaban más de media hora por la carretera que iba hacia Burgos. En verano, los vascos colonizaban Medinavella. La urbanización se llenaba de turistas, coches y gafas de sol. En invierno, parecía un pueblo abandonado: solo se veían persianas bajadas, bares cerrados y aparcamientos vacíos.

Aquel año, Julio Salinas veraneó en el pueblo. Hacía mucho tiempo, desde su etapa en el Barcelona, que el futbolista no pasaba unas semanas de verano en el pueblo. Era dueño de uno de los pisos con acceso directo a la piscina. Todos se volvían a mirarle cuando salía en chanclas, con la toalla a rayas blancas y rojas al hombro, las piernas como alambres peludos, gafas de sol y el periódico arrugado en la mano. Salinas se iba hacia el fondo, donde menos gente había.

Todos le miraban pasar bajo las sombras de los pinos, pero muy pocos le saludaban. Él, ajeno a las miradas, buscaba un sitio apartado, pateaba las piñas con el interior como si diera un pase corto, se quitaba las chanclas y la camiseta, y se tumbaba. Cuando se cansaba del sol o del periódico, dejaba las gafas de sol en la toalla y se acercaba a las escalerillas de la piscina grande. Metía el pie, se agachaba, se mojaba las manos y, con ellas, el torso y los brazos. Luego se tiraba de cabeza y nadaba de un lado al otro de la piscina, sin apenas sacar la cabeza del agua para boquear. Aquella temporada, jugaba en el Sporting de Gijón. Su carrera se terminaba, pero todavía mantenía su olfato de ratón de área.

Fichu le miraba nadar desde su toalla. Su madre, a su lado, se había quedado dormida al sol. De repente, a Fichu le cubrió una sombra.

—¿Qué haces?

Levantó la cabeza. Se puso la mano en la frente. Vio el bañador rojo de Koldo, atravesado por un ancla gris. Al respirar, se le marcaban las costillas como a un perro callejero.

—¿Vienes a bañarte?

—No puedo —dijo Fichu—. Estoy haciendo la digestión.

Koldo arrugó la nariz. Miró a la madre de Fichu y metió la mano en el bolsillo del bañador.

—Mira —le dijo dándole un cartón azul.

Fichu lo cogió: era el carné de la piscina. En la foto, aparecía Koldo, el pelo rizado cayéndole por la frente y asomándole detrás de las orejas.

—Qué —dijo Fichu.

—Dale la vuelta.

Por detrás, había un garabato a rotulador negro encima de la lista de recomendaciones de la piscina.

—¿Es suyo? —dijo Fichu.

—Sí —dijo Koldo. Se volvió a mirar la piscina—. ¿Quieres tenerla?

Fichu miró a su madre.

—Mi madre dice que no hay que molestarle.

—No le molesta —dijo Koldo—. Trae tu carné.

Fichu se acercó a la mochila, junto a la cabeza de su madre. Rebuscó dentro, tratando de no hacer ruido. Le dio el carné a Koldo.

—Vamos.

—¿Yo también? —dijo Fichu.

—Claro.

Siguió a Koldo. Bordearon la piscina. Los que se tiraban en bomba les salpicaban las espinillas.

—Mi padre ha comprado el Rojo —le dijo Koldo—. Ahora somos del mismo barrio.

Salinas estaba estirado boca arriba en la toalla. Las gotas de agua se le escurrían por las costillas.

Koldo se agachó a su lado. Carraspeó.

—Julio —le dijo.

Salinas se incorporó, apoyado en los codos. En el cristal de las gafas de sol se reflejó el carné.

—¿Me lo puedes firmar?

Salinas se quitó las gafas.

—¿Otra vez?

—Este es otro —dijo Koldo—. Es el de mi amigo.

* * *

Al salir del ascensor, Fichu vio que Koldo le esperaba sentado en el escalón del portal, con la mochila a la espalda. Nada más abrir la puerta, le preguntó:

—¿Lo tienes?

—No.

—¿Cuándo?

—Después de clase.

—¡Menuda mierda! Pensé que lo tenías.

—Esta tarde —dijo Koldo levantándose—. Vamos.

—¿Hay partido?

—No.

—¿Por qué vamos tan pronto?

Pasaron frente al ventanal del bar y saludaron con la cabeza al padre de Koldo que, desde el otro lado de la barra, les devolvió el saludo mientras recogía un plato aceitoso. Entre los pies de los taburetes, el suelo estaba sembrado de palillos, servilletas arrugadas y colillas. En la mesa del fondo, junto a la tragaperras, un hombre con mono azul de mecánico rebañaba la salsa del pollo asado. Deslizaba el trozo de pan por el plato, entre los huesos de pollo, apilando la salsa como si el currusco fuese la pala de una quitanieves.

—¿Y ese?

—¿Catino? —dijo Koldo sin mirarle—. Lo de siempre: vermut, tragaperras y pollo.

—No se afeita la barba.

—Este año parece que no.

—Todos los años se la quita después de la procesión —dijo Fichu—. Con la barba, se parece un huevo, ¿eh?

—Qué va.

—Joder que no. Con la túnica blanca, la corona de pinchos y la cruz al hombro, se parece la hostia.

—Tuneado, cualquiera se parece.

—Es clavado al Cristo que hay en la iglesia.

—¿Sabes a quién es clavado?

Fichu le hizo un gesto con la barbilla.

—Por dentro —dijo Koldo—, es clavado a Barrabás.

Bajaron el escalón del recinto de la piscina, bordearon el Seat Panda. Enfilaron hacia la tienda de Mari Tere, que hacía esquina en la calle General Franco. Una señal de stop presidía el cruce. Se pararon en el paso de peatones, frente a la puerta de la tienda. Los dos contenedores, a unos metros, desprendían un olor tibio a basura.

—¿Te han salido las divisiones? —dijo Fichu mirando a ambos lados.

—¿Cuáles?

—Las que había de deberes. He hecho la prueba y una no me da.

—No las he hecho. Después me las dejas.

Esperaron a que pasaran dos coches y desfilaron por el paso de peatones. El sol de mediodía levantaba ondas en la carretera que hacían temblar la puerta del portal, en la acera de enfrente, hacia el que se dirigió Fichu.

Se acercó al portero. Dijo:

—Llamo a Salva.

—No.

—¿Por?

—Hoy, no —dijo Koldo—. Vamos.

—Si no me lo cuentas, no.

—No hay nada que contar.

—¿Cómo que no?

Al ver que Fichu acercaba el dedo al botón del primero A, Koldo cruzó los brazos.

—Cuento tres para que empieces andar —dijo—: uno...

—Voy a llamar.

—Dos...

—Llamo.

—... Tres.

Koldo hizo amago de quitarse la mochila.

—Vale, vale —dijo Fichu levantando las manos.

—Tira millas.

* * *

—¿Por qué vamos tan pronto?

—No seas plasta.

—Pues dímelo.

—Ya te lo he dicho —dijo Koldo—. Por nada.

De camino al colegio, la vista del pueblo parecía sacada de una postal: las dos torres almenadas del castillo y el campanario de la parroquia, en lo más alto del pueblo, se alzaban majestuosas sobre los tejados. Una hilera de casas colgantes enmarcaba el casco viejo del pueblo. Desde allí abajo, las balconadas de madera parecían flotar en las fachadas. A la derecha, en la plaza Mayor, asomaba el edificio del Ayuntamiento entre las frondosas copas de las acacias.

—Ya lo tienes, ¿a que sí?

Fichu palpó la mochila de Koldo: solo libros y cuadernos.

—Que no —dijo Koldo apartándole la mano—. Hasta esta tarde, nada.

—¿Entonces?

Doblaron la esquina de la carretera de la Chopera y cruzaron el paso de peatones, que desembocaba en la puerta del colegio.

—Los picolos no están —dijo Koldo—. Esos ya han empezado el puente.

El edificio del colegio tenía la forma y el color de un gran pastel de chocolate cuadrado, atravesado en cada una de las tres plantas por una franja amarilla que parecía una fina capa de vainilla. En la parte trasera, un jardín con un solitario árbol en el centro y las dos pistas de baloncesto; en la delantera, una pista de fútbol, de gravilla, aguantaba los envites del sol. La lluvia de balonazos había levantado la pintura roja que recubría los palos y los largueros. Por encima del tejado de colegio, asomaban las copas verdes de los chopos.

Koldo metió la nariz por uno de los cuadrados de la valla, como si oliera los chillidos y las risas y las patadas desinfladas al balón que llenaban el patio. Frente a ellos, un grupo de chicas jugaba a la cadeneta: tres iban de la mano en dirección contraria a las dos que se querían salvar. Las tres que se la quedaban tiraron a por la que estaba más cerca del muro, la cercaron y dejaron que la otra pasara con facilidad.

—¿Qué hacemos?

—Espera.

Koldo barrió con los ojos los soportales donde jugaban al punto, las dos canchas de baloncesto donde jugaban al 21; miró a los que jugaban al barrenón y a la patada, a los que cambiaban cromos en el foso de arena, y llegó a la zona de los guas.

—Allí está.

La hierba de aquella parte estaba quemada de sol. De cuclillas sobre los guas, bajo de la sombra del único árbol del patio, tres chavales jugaban a las canicas: Lacasta y los dos hermanos Pelotari.

—¿Quién de los tres?

—Cuídamela —dijo Koldo soltando la mochila.

Atravesó el patio en dirección a los guas. Al llegar, apoyó la mano en el tronco del árbol y se plantó a verles jugar. Ellos le miraron de reojo, continuaron jugando sin saludarle.

Pelotari mayor era repetidor, alto, de hombros anchos y mandíbulas marcadas. Era de los pocos que tenía una pelusilla de cuatro pelos sobre los labios. Pelotari pequeño, flaco y orejudo. Los dos hermanos unidos por la misma nariz aguileña que tenía su padre, campesino de Villacomparada, una pequeña aldea a las afueras del pueblo. Lacasta, el empollón de su curso. Pelo rubio y rizado, alborotado en la frente. Su padre trabajaba en una caja de ahorros del pueblo y su madre llevaba las cuentas de una tienda de muebles en la calle Mayor.

Al rato, como si la partida le aburriese, Koldo se separó de ellos, fue hasta el muro y rebuscó con la punta de la playera entre la hierba. Se agachó y se levantó con un canto rodado que se escondió en la espalda. Volvió al gua. Les observó unos segundos hasta que, sin más, levantó el canto rodado y lo lanzó contra las canicas. Todos saltaron hacia atrás. Koldo también retrocedió unos pasos.

—¿Qué haces, anormal?

Pelotari pequeño se agachó sobre los guas y apartó la piedra, como si socorriera a un soldado en un campo de minas.

—¡Hijoputa!

Pelotari mayor se tiró sobre Koldo; los dos fueron al suelo, Koldo debajo, y Pelotari mayor lo aprovechó para meterle un puñetazo en la boca.

Cuando Pelotari pequeño gritó «dale, dale, revienta a ese cabrón», Fichu cogió la mochila de Koldo y salió corriendo. Adelantó a dos profesores que, termo de café en mano, paseaban y charlaban mientras hacían la ronda del patio. Fichu apartó a los que miraban y llegó a los guas. Lacasta y los hermanos Pelotari se iban por las pistas de baloncesto, mientras Koldo se sacudía el polvo de las rodillas.

—Levanta, viene Chóped.

Koldo escupió, agarró su mochila y salieron corriendo.

* * *

Fichu cerró la puerta. Dentro de los lavabos, reinaba una frescura de nevera vacía o de iglesia recién fregada. Koldo tiró la mochila y abrió el grifo. Se lavó la sangre frente al espejo. Entre las salpicaduras resecas del cristal, se vio un corte en el labio.

—Escuece —dijo pasándose la lengua.

—¿Qué has hecho, tío?

Koldo metió la cabeza debajo del grifo. Al sacarla, los mechones de pelo le chorreaban sobre la camiseta.

—Las madres son sagradas.

—Qué dices —dijo Fichu.

—Uno de los tres escupió a Reme.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo contó ayer a mi padre, en el bar. Dijo que el otro día venía de los recados y, al pasar por debajo de la casa de Lacasta, uno de los Pelotari la escupió desde la ventana. Fijo que fue el pequeño; el mayor tiene la sangre cuajada, hace lo que le dice su hermano.

—¿No les dijo nada?

—¿Reme? Les dijo que si les parecía bonito, y noséqué, y va Pelotari mayor y la llamó zorra y se meten para dentro.

Volvió a pasarse la lengua por el corte.

—La habían vacilado el viernes pasado en cate —dijo—. Se lo contó a mi padre. Le dijo que empezaron a reírse de lo que decía, que hacían que estornudaban y se tapaban la boca y decían: cagüendiós. Así hasta que los echó. Le dijo a mi padre que no pasaba nada, que era su culpa no saber cómo interesarles por la catequesis, que lo del escupitajo le daba igual y que hay que saber perdonar.

—Es Reme...

—Una santa —se burló Koldo entrelazando las manos en el pecho, los ojos de niño bueno mirando al cielo.

—¿Salva lo sabe?

—También me lo contó, pero Salva para pensar —dijo Koldo abriendo la puerta del retrete—, no tiene huevos para repartir.

Entró en el retrete. Fichu escupió en el lavabo. La gota se formaba en la boca del grifo, engordaba y se estrellaba contra las rejillas del desagüe.

—¿Te lo ha pedido?

—Él no sabe nada —dijo Koldo desde el retrete.

—Esta tarde lo sabe todo el colegio.

Koldo se secó la cara, se limpió los codos, las rodillas, las palmas de las manos. Lanzó la bola de papel al retrete y tiró de la cadena.

—Ni perdonar ni pollas. Dios dijo: «Ojo por ojo, diente por diente». Y yo digo: «Insulto por hostia, escupitajo por canica».

Mientras se apagaba el rugido de la cisterna, Koldo sacó un cigarrillo arrugado del bolsillo de la mochila y una caja de cerillas.

—¿Otra vez?

—No se entera —dijo sujetando el cigarrillo con los dientes—. Si fueran los puritos, al minuto ya sabría que le he robado uno; pero estos no.

Prendió la primera cerilla, colocó la llama bocabajo para que no se apagara y lo encendió. Aspiró hasta que la punta chisporroteó.

—Le he reventado la de batería —soltó humo—. Tenías que haberle visto la cara a su hermano cuando ha levantado la piedra y la ha visto partida en mil cachos.

Fichu estiró las piernas, se quedó mirando la mochila mientras el humo del cigarrillo se enroscaba entre los dedos de Koldo.

—¿De dónde la habrá sacado Pelotari?

—El qué.

—La canica de batería.

—A saber. Igual se la ha dado Lacasta —dijo Koldo—. Tú también tienes una, ¿no?

—Picada.

—Algo es algo.

—No vale lo mismo.

—Por veinte de pez —dijo Koldo fumando—, la cambias.

—Barraña.

—Dos o tres de cebolla o unas cuantas de hierro.

—Barraña. Para eso, me la quedo.

Koldo le guiñó el ojo mientras le pasaba el cigarrillo.

—Mejor picada que reventada, ¿no?

Fichu se encajó el cigarrillo en los labios y aspiró; con la primera calada, empezó a toser. Koldo le hizo un gesto autoritario con la mano. Dijo:

—Trae para aquí. Todavía no sabes fumar.

Fichu le devolvió el cigarrillo, se levantó y abrió el grifo. Bebió, de puntillas para amorrarse a la boca del grifo. Se secó con la manga de la camiseta. Koldo se levantó, lanzó la colilla al retrete y tiró de la cadena.

—Déjame los deberes.

De la mochila, Fichu sacó el cuaderno verde de tapas duras. Koldo abrió el suyo y empezó a copiar a lápiz en una hoja cuadriculada. Hacía los números muy pequeños, de una trazada, desnudos. En el patio, los chillidos y las risas rebotaban contra los soportales de la entrada.

—Cópiatela —dijo Koldo estirando las piernas sobre las baldosas.

—¿Te da?

—Sí.

Fichu miró la operación.

—No has hecho la prueba.

—Está bien. Aunque da los mismo: vamos a ir al director de todas, todas.

—Yo no.

—¿Cómo que no? Eres mi cómplice.

De un mordisco, Fichu quitó el capuchón azul del bolígrafo.

—¿Yo...?

—Serás cabrón.

Fichu fue a coger el cuaderno, pero Koldo lo alejó para que no llegara.

—Ahora no te dejo copiarla.

—Es mi cuaderno. Dame.

—Eres un cabrón —repitió Koldo—. Me dejas solo ante el peligro.

Fichu estiró el brazo y le arrancó el cuaderno de la mano.

—Igual no se chiva —dijo—. Te ha dado una buena castaña.

En los soportales de la entrada, sobre la puerta del colegio, la sirena empezó a sonar cada vez más fuerte, por encima de los chillidos y las risas. El eco se adueñó de los pasillos y las aulas vacías. Sonaba como si rebotase contra los percheros, las pizarras y los pupitres. Cuando dejó de sonar, los murmullos y los pasos inundaron los soportales de la entrada.

—Date vida —dijo Koldo—, cópiatela y vamos.

cap-2

Regla de madera

Mientras cruzaba la plazoleta hacia el Rojo, Salva miró el Casio: las dos y treinta y ocho minutos. Lo tenía sincronizado con el timbre del colegio, así que todavía le quedaban veintidós minutos para jugar en el patio antes de que empezaran las clases. El reloj parecía nuevo, sin rayones en la pantalla. Solo el extremo de la correa delataba que el tiempo había pasado: cuando se aburría o se ponía nervioso, lo mordisqueaba. De los tres, era el único que llevaba reloj. Fichu y Koldo, en la muñeca izquierda, llevaban pulseras. Fichu una de hilo roja; la de Koldo, de cuero, retorcida y seca como la piel de una culebra muerta.

Al llegar al Rojo, asomó la cabeza entre los geranios tronchados que amurallaban la ventana. Colocó las manos a modo de pantalla y pegó las gafas al cristal. Detrás de la barra vio a Pedro; al otro lado, solo estaba Catino, como siempre después de comer, acodado en la barra frente a su licor de hierbas. En los cristales de las gafas de Salva, se reflejaba cómo el mecánico se acariciaba la barba y miraba los hielos fijamente, como si quisiera derretirlos. La barba, espesa y negra, le cubría las afiladas mandíbulas.

Salva se apartó del cristal y fue hasta la puerta del bar. Se quedó sujetándola.

—¿Están aquí?

Pedro se acercó hasta la esquina de la barra.

—¿No te han llamado?

—No. He llamado a Fichu y su madre me ha dicho que se ha marchado pronto, a las dos y poco, que le había llamado Koldo.

Pedro se rascó la barbilla.

—No sé si están juntos, pero Koldo salió hace rato.

En ese momento, sonó el teléfono. Pedro entró en la cocina a contestar. Salva y Catino se quedaron solos. Salva empujó la montura de las gafas con el índice. De reojo, vio cómo Catino se giraba en su silla y le miraba a través del humo azul de su cigarrillo, solo un segundo, para después volver a tamborilear en el vaso de tubo.

Tomó aire, pero aun así solo le salió un hilo de voz.

—¿Encontraste mi balón?

Catino miró alrededor, como si buscase al interlocutor de Salva en los taburetes vacios.

—¿Me hablas a mí?

Salva asintió.

—Mi balón —dijo—, el que se me colgó.

Catino aplastó el cigarrillo en el cenicero.

—No sé de qué me hablas.

Se levantó del taburete y fue hacia la máquina tragaperras. Echó una moneda y tiró de la palanca. Mientras la ruleta giraba, Salva le dijo:

—El Mikasa.

Como si no le escuchara, Catino volvió a tirar de la palanca. En la puerta de la cocina, Pedro gesticulaba con el auricular del teléfono pegado a la oreja.

—El que fue a pedirte mi madre hace dos semanas —insistió Salva.

La ruleta de la tragaperras dejó de girar: dos racimos de cerezas y un siete. Catino se volvió, con la palanca en la mano.

—Me acuerdo, sí —dijo—. No era muy bueno: el cuero se abrió como si cortase mantequilla.

Salva tragó saliva. Mientras la ruleta giraba, Salva buscó a Pedro, al otro lado de la barra; pero este hablaba y hacía aspavientos con el brazo que le quedaba libre. Cuando se volvió, Salva vio que Catino se le acercaba. Dio un paso atrás, pero la mochila chocó contra el filo de la puerta.

—No tengas miedo —le dijo Catino, cada vez más cerca—. Tus amigos te han dejado en fuera de juego, ¿eh?

Catino fue a decir algo más, pero, en ese momento, salió Pedro de la cocina.

—¿Qué pasa?

Catino se acercó a la barra y mató, de un lingotazo, el licor de hierbas.

—Nada, hombre —dijo—. Solo le preguntaba si le han puesto un orinal en la cabeza para cortarle el pelo.

—Deja al chaval, anda.

Catino suavizó la voz.

—Era una broma.

—Menos cachondeo.

—Ponme otro —dijo Catino acercándole el vaso vacio—. Desde que te dejó la mujer, se te ha agriado el humor.

Salva abrió la puerta.

—Marcho a buscarles.

—Cuidado con el fuera de juego —le dijo Catino.

Antes de que Salva saliese, Pedro le advirtió:

—Ojito al cruzar la calle.

Salva salió corriendo del bar. Hasta que dobló la esquina de Mari Tere, sintió los ojos de Catino pegados a la mochila. Se detuvo en el paso de peatones de General Franco, frente a la tienda de Mari Tere. La sombra de stop se alargaba sobre la acera y trepaba por el cristal de la puerta de la tienda, cubierto por una cortina desteñida. En el escaparate, amarilleaban los carteles de ofertas dos por uno y descuentos, crucificados con celo.

Miró a ambos lados. Sintió una mano en la mochila.

—¡Ahhh!

—Que soy yo.

Noelia le miraba sonriendo, los chispeantes ojos verdes muy abiertos, sin dejar de masticar.

—Te he llamado cuando salías del Rojo, pero no me has oído. ¿Quieres?

En la palma de la mano le quedaban cuatro gajos de mandarina. Salva negó con la cabeza, miró el Casio.

—Es tarde.

Noelia se acercó a la pantalla.

—Llegamos de sobra. ¿Y estos?

—No me han pasado a buscar.

Se había formado una cola de coches que avanzaba lentamente hacia los colegios. Noelia escupió una pepita al asfalto.

—¿Te has picado? —dijo.

—No.

—¿Y esa cara?

Las palabras de Noelia olían a mandarina. Salva se recolocó las gafas.

—No sé porqué no me llaman.

—Se habrán olvidado.

—O no quieren que juegue con ellos.

—Qué va —dijo Noelia—. Venga vamos, que ahora no viene nadie.

Cruzaron corriendo el paso de peatones. Las rueditas de la mochila de Noelia ronroneaban sobre las franjas blancas. Tiraba con una mano del asa de la mochila y, con la otra, se llevaba los gajos de la mandarina a la boca. Al llegar al otro lado, la sombra de sus coletas aleteaba sobre los baldosines de la acera.

—¿Te han salido los deberes?

—Sí —dijo Salva.

—¿Todas?

—Sí.

Noelia se metió el último gajo de mandarina en la boca.

—Cuando lleguemos me los dejas, porfa.

* * *

Encima de la pizarra, una foto en blanco y negro de Juan Carlos I controlaba, a vista de águila, los veinte pupitres. A su lado, una cruz de madera, desnuda, sin ornamentos, parecía flotar sobre las cabezas de los alumnos que ya colgaban sus mochilas en las mesas. El sol bañaba la mitad de la bola del mundo que había sobre el armario, entre la ventana y el encerado.

Salva volvió al pasillo y apoyó el peso de la mochila contra el marco de madera de la puerta. Por su lado entraban y salían chavales de clase. Consultó la hora en el Casio: menos cinco. Miró otra vez el pasillo: al fondo, Koldo y Fichu se acercaban, entre la riada de mochilas. Koldo le decía algo a Fichu, que miraba el suelo. Cuando llegaron a la puerta, Koldo pasó por delante de Salva y entró en clase sin mirarle.

Salva le cortó el paso a Fichu.

—¿Dónde estabais?

—Por ahí.

Fichu fue

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