Hamaca

Constanza Ternicier

Fragmento

cap-1

 

Un pasillo muy largo y un desnivel cada cinco pasos. Así era nuestra casa, la misma donde vivo ahora. Mi mamá siempre tropezaba con esos desniveles y se mataba de la risa. «Ándale, si seré lesa», decía entre medio de ahogos, mientras se acomodaba en el suelo. Yo debía tener unos cinco años. Mi papá se quedaba mirándonos de lejos, con la mitad del cuerpo escondido tras ese biombo que nos regaló la abuela y que todavía separa el salón del comedor, y la otra mitad al descubierto y completamente consumido por la gravedad de la tierra. Me pregunto si se habrá sentido culpable de esos tropiezos de mi mamá. Él había diseñado la casa así, tan caótica y enredada como ellos dos. No sé qué hacían durante todo el día. Solo tengo el recuerdo de mi mamá medio derretida de felicidad en la hamaca y mi papá anotando garabatos en una libreta mientras le preguntaba a ella, con voz trémula, qué sentía. Quizás ella estaba enferma y él trataba de comprender cómo se había llegado a poner así. Entonces mi mamá nos pedía que nos acercáramos y ponía nuestras cabezas sobre sus piernas. «Los quiero tanto que ya siento que me voy a reventar de tanto amor.» Esa era una frase típica. Ahora, mi papá tararea muy de vez en cuando esa frase como si fuera una canción, un bolero tal vez: «Me voy a reventar de tanto amor / tanto amor». A mí me vienen ganas de pasar mis dedos por los lóbulos de sus orejas, pero casi nunca me atrevo. No podría hacerlo tampoco, porque cuando tararea la canción esa luego se pone tan dentro de sí que se va a su escritorio y se queda por horas buscando una pieza para terminar algunos de sus puzles gigantes. Él siempre me hacía cariño en el lóbulo de la oreja cuando nos quedábamos recostados en la falda de mi mamá por horas. Mi mamá le hacía unos masajes en el pelo revuelto, mi papá me tomaba el lóbulo de la oreja y yo hundía los dedos en la tierra haciendo como que escribía algo, probablemente nuestros nombres: Bernardo y Consuelo, mis papás, y al final Amparo. Así me llamo yo; Amparo. Parecíamos una cuerda los tres, de esas con que se improvisan columpios en las casas con patios sin demasiado pasto pero con muchos árboles. Podíamos pasar horas así, hasta que caía el sol de manera definitiva.

Nuestra casa era precisamente de esas en las que no había demasiado pasto pero sí muchos árboles. Ahora ya no, porque mi abuela se ha encargado de plantar. «Son demasiado deprimentes las casas sin pasto, se ve tierra por todos lados.» A mí no me resultaba deprimente. A mi papá no le importó que mi abuela llegara un día con tres jardineros, todos muy limpiecitos y musculosos, a plantar los cuadrados como de patchwork pero con pasto. Mientras no le tocaran sus plantas y su colección de cactus, daba lo mismo. Nunca le ha gustado llevarle la contra a la abuela. Prefiere quedarse callado y dejar las cosas pasar.

A mi papá le gustaba contar chistes en esa época. Yo encuentro que él tiene un poco cara de chiste, a pesar de todo. De vez en cuando suelta una risa que parece como si se fuera a morir. Puede permanecer horas encerrado en su escritorio dedicado a completar sus puzles. A veces sale y me pregunta si quiero comer algo. Saca la comida que la abuela nos lleva en tuppers. Mientras comemos, me mira tratando de entender las tonteras que le digo. Miles de fuentes de colores entremedio de nosotros. Alcanzo a ver un pedazo minúsculo de su frente que se arruga un poco cuando se pone feliz, cuando le cuento de las clases de natación, de la Estela —la nana de mi abuela— y su obsesión por matar a los pájaros chicos y hacérmelos probar, de la abuela con sus amigas. De cualquier cosa le hablo para que no estemos tan callados.

Mi mamá es buena para comer, o al menos lo era. Siempre mi papá le preparaba platos que yo no me atrevía a probar. Una vez, le dio un plato de garbanzos. Ella se descompuso tanto que se tuvo que parar de la mesa y se fue a acostar a la hamaca del patio. Después supe que ese plato no era solo de garbanzos, aunque los garbanzos de por sí tienen un efecto extraño. Ya estaba oscuro pero no hacía demasiado frío. A mí se me instaló una capa de hielo en la cabeza, muy cerca del cuello. No sé por qué a veces pasa eso. Era como si me estuvieran clavando unas agujas que en vez de pinchar dan escalofríos. Sentí que algo terrible le había pasado a mi mamá. Mi papá seguía ahí, al frente mío. Al ratito ella comenzó a reírse como si le doliera hacerlo. Se reía casi gritando. Me acuerdo de que mi papá sacó esa libreta que siempre llevaba consigo y anotó algo. Le pregunté qué pasaba. Él me preguntó de vuelta si quería alguna fruta y empezó a buscar en el refrigerador mientras las risas escandalosas de mi mamá se hacían cada vez más agudas, más próximas a la punta de un cerro. Solo había kiwis. No se me va a olvidar eso, porque el sabor medio ácido se me quedó pegado a la boca y a la nariz. «Es todo perfecto, Amparo», me dijo. No es lo que a mí se me habría ocurrido decir. En realidad, solo era capaz de pensar en esa fruta que se parecía a un chicle, un candy, y en mi mamá desparramada en la hamaca. En ese momento decidí que el kiwi iba a ser mi fruta favorita y que a ellos siempre los iba a querer.

Mi papá se levantó de su silla y salió al patio. «Voy a ir a ver a tu mamá. ¿No quieres ir a acostarte?» Probablemente ya era la hora. Nuestra casa tenía un gran corredor y mi pieza quedaba al fondo porque «ese ventanal grande le va a dejar ver todos los árboles», decía mi mamá. Ese día yo me quedé dormida pensando que estaba en el patio con ellos dos.

Me desperté en plena noche porque tenía ganas de ir al baño. Mientras caminaba volví a sentir esa capa de hielo en la nuca y me tambalearon las piernas. El miedo se siente en los pies. Me fui hacia el patio, solo para ver si ellos seguían ahí. Estaban en el salón, echados sobre unos sillones. Mi mamá estaba acostada con los brazos hacia los lados, como si fuera Jesús. Mi papá le tenía tomada la cabeza con las dos manos y le hacía masajes. El pecho de mi mamá se levantaba y, cuando eso ocurría, se veía como si mi papá tomara con más fuerza la cabeza de mi mamá entre sus manos. Parecía una parábola.

cap-2

 

Cabizbajos en la mesa de diario del comedor, así estábamos. Parecíamos un par de niños derrotados porque no fueron los elegidos para ser abducidos por un OVNI. Consuelo, mi mamá, podría ser la capitana de esa nave. Había partido a la velocidad de la luz y no nos había llevado consigo. La abuela nos había mandado con su nana, la Estela, una sopa de zapallos. Pero nosotros no teníamos hambre. Yo quería quedarme con el recuerdo de la última comida, la última vez que vi a mi mamá. Nunca supe adónde se había ido a dar consigo misma, como dijo ella. Ahora mi papá odia comer ahí, pero estamos obligados a hacerlo. Es el único lugar más o menos despejado de la casa. Supongo que si él hubiese tenido la energía suficiente, habría pedido la demolición de ese lugar, de ese espacio en el que ya no era posible acurrucarse. Los días domingo están hechos para acurrucarse, para mover la mesa del comedor junto con el sol que traspasa la ventana. Están hechos p

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