Acceso al comportamiento

Antonio Doñate

Fragmento

Acceso al comportamiento

Voy por una calle equidistante desde mi eje. La altura de ambos lados es similar. Edificios, más bien casas, de una, dos o tres alturas recortan el cielo. Todo transcurre como en una perspectiva cartesiana. Los planos se agrandan ante mí, y luego quedan atrás. No, es más un videojuego, de lo esquematizado. Lo que está claro es que es de noche. Noche cerrada. Pero hay algo, algún tipo de foco, arriba. Quizá la luna. Me sigue, me encuadra. Soy el protagonista. Tengo que devolver algo, llego pero no está. Subo los escalones, llamo y sale su madre. No le aguanto la mirada. Con la cabeza baja balbuceo «esto es suyo, aún lo tenía», me reprende sin hablar. Algo me arrolla por detrás. Vuelve a ser de noche o todo el rato lo fue, pero ya no me ciega la iluminación artificial. Ahora la luz es otra cosa, tamizada. El sistema solar, o una constelación, por la que discurro. Los órdenes se van definiendo al acercarse. Uno de los helicoides queda a mi lado, ya sé qué son. Brilla porque está hecho de cucharas y tenedores, de acero. Un anillo de cubiertos apilados en una secuencia giratoria, adaptando sus curvas como la masilla, longilíneos, virando. No, creo que no, estáticos. Cercándolos, el negro más certero, absoluto. No se ve nada. Me mojo. Un charco, un pantano. Está calentito. Se aclara la bruma y en la orilla se dibujan perfiles, siluetas recortadas que me hablan. ¿Conocidas? En gran parte sí. Están mis padres, mis tres hermanos, mi sobrina dormida en la hierba. Profesores, ella, amigos de varias épocas, caras en general, teléfonos y párrafos ampliados en sábanas. Un perrazo me enseña los dientes. Casi todos mis jefes, Sobrino a la cabeza. Hay también algunos muebles y dos coches. Una estantería con cedés y una pila de libros. Niñas. Tres yonquis. El de la panadería. La cámara va barriendo, de izquierda a derecha, se detiene en rostros o en algún detalle, aminora y acelera bajo algún criterio determinado. Enfoca, hace zooms, se debe pretender que responda. Alguna decisión. Tengo que elegir una mano, un punto de apoyo. Están cerca, o puede que no. No se calibran las distancias. Pero no parece lo complicado, salvarse. O mantenerse. Si tardo o dudo no es tanto por la elección —hace un momento así lo creía— sino porque no sé si hace falta. Quiero decir, no sé si en realidad existe el riesgo, si corro peligro, si la situación merece el auxilio, o mi desesperación, si está doliendo de verdad, es tan grave. Para los congregados allí así lo parece, aunque no en el mismo grado. Los hay animosos y enervados, dispuestos a desnudarse y lanzarse a por mí. En otros la gestualidad es mínima, cómplice, un guiño para iniciados, algo perteneciente al trato, o a la intimidad. Alguno se refugia en las segundas filas, mirando, a mí y a la escena. Parece que el arrojo o la violencia les supera y no modifican el temperamento, o reproducen el normal suyo en las situaciones no límite. Quizá esperan que otro tome las riendas, o si salgo por mis medios. En el frenesí otros ya no se distinguen; ha empezado el chapoteo, que no sé si provoco. O si lo hacen los palos que me tienden. Un coche enciende las largas porque está cada vez más oscuro. Y encima es invierno, noche muy fría. El halógeno dispara la niebla en la superficie del agua, no está ayudando a aclarar. No hay tiempo real, no soy muy consciente de la agonía, si es que la hay. La sensación es más de bochorno, o embarazo. Toda esa gente me mira, y espera algo de mí, una resolución. No hago pie, y se me ocurre pensar que aposta. Al momento que no, que lo que ocurre es que no sé si puedo hacer pie, si alargando las piernas llego al suelo, que algo me separa de ese conocimiento. Ellos eso no lo saben. Bueno, alguno creo que sí. Pero para la mayoría aquello es una certeza: estoy mal, necesito socorro, asistencia. Les necesito. Son más fuertes, y si no lo son al menos me quieren, y si no, quieren que sepa que me quieren; seguramente que alguien, fuera, un conjunto, el resto, la calle, el sonido general, los hechos y los actos, el transcurso y el porvenir sepan que estuvieron allí. Un acta. Ellos, al menos, estaban.

En España existen dos husos horarios: el UTC y el UTC+1. En las islas Canarias se aplica el UTC y en el resto de España, el UTC+1, que también se conoce como Hora Central Europea o CET. Galicia está en el mismo huso europeo que Portugal y Canarias, sin embargo, con una hora más. España, en verano, se pasa al huso GMT+2, es decir, dos horas de diferencia con respecto a la hora solar. Que en Galicia son casi tres. En cuanto a horarios, a España la colocaron en el centro de Europa como Polonia, que dista de Madrid 2.162 kilómetros. Pero geográficamente está situada en la Europa occidental, en el extremo suroccidental del viejo continente. Y Galicia se encuentra en el extremo occidental de Europa.

España adoptó en enero de 1901 el horario internacional del meridiano de Greenwich (GMT), poniéndonos a la misma hora que Inglaterra. El meridiano de Greenwich pasa por Castellón de la Plana. Con la llegada del reloj electrónico el GMT pasó a Tiempo Universal Unificado (UTC). Pero en vez de estar donde estamos nos llevaron al CET (Tiempo de Centro Europa). Pero si a CET le añadimos a un “S” (de saving=ahorro) tenemos CEST, que es la CET del horario de verano. 11:00 CET son las 11 de la mañana según el horario de Centroeuropa (el de España: UTC+1h), y 11:00 CEST significa las11 de la mañana en el horario de verano de Centroeuropa (España: UTC+2h). Si continuáramos donde estamos geográficamente, España tendría el horario de verano de Inglaterra, ya que están en el mismo huso horario. Con esta hora menos, (al huso horario de Galicia habría que reducir otra hora) bastaría para que los gallegos contasen con luz solar cuando inician la diaria actividad. No se trataría de hacer una hora para Galicia distinta de la de Madrid. Sino de que el gobierno de España se negase a figurar en Centroeuropa para ponerse en su sitio, que es el de Londres. La hora de España igual a la de Inglaterra. Eso era lo que reclamó hace poco más de dos años el Bloque Nacionalista Galego, que propuso para Galicia la misma hora de Portugal y Canarias, para ahorrar también energía.*

Las lunas del autobús completamente empañadas. Chorretones surcándolas, debidos al aire acondicionado. También al calor humano. Los usuarios colocados en las ventanas se afanan en practicar boquetes con las manos, para saber por dónde van. Aunque conocen la travesía de memoria; las paradas, los semáforos, donde acelera o aminora. La mayoría son habituales. Rafa también. Lo tiene cronometrado. Hace tan sólo veinte minutos aún no se había levantado. El despertador ya había sonado hace rato, pero seguía enredando con la duermevela. En esos días, ni desayuna en casa ni se ducha ni nada, la misma ropa del día anterior y a la calle. Ni una decisión. El 9 para en Genaro de la Fuente, calle que hace esquina con la suya. Un salto y adentro.

Suele encontrar asiento. Sería diferente si hiciera el trayecto contrario. A esas horas, preludio de la jornada laboral, los autobuses que descienden desde el cinturón hasta e

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