Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Primera parte
El retorno a la tierra natal
Con temblor de estrellas y horror de cataclismo
Prodigios se han visto
Tan sentimental y tan divino
Tus risas, tus fragancias, tus quejas eran mías
Pegaso relincha hacia ti
Quiero ahora deciros ¡hasta luego!
¡Los bárbaros, cara lutecia!
Intermezzo tropical
Curriculum vitae. Somoza García, Anastasio
Carta de despedida
Segunda parte
Ya tendrás la vida para que te envenenes
Perlas de Bassora
Este mundo terrible en duelos y espantos
La princesa está triste
La caja de armonía que guarda mi tesoro
El destino prodigioso y fatal
Que púberes canéforas te brinden al acanto
¿A los sangrientos tigres del mal darías caza?
Fin de fiesta
Palabras postreras
Sobre el autor
I Premio Internacional Alfaguara de Novela 1998
Premio Alfaguara de Novela
Premios Alfaguara
Créditos
A Mercedes Estrada
Éste es, pues, el mejor día para esta proclama: «si alguno de vosotros mata a Diágoras el tirano, recibirá un talento. Y también lo recibirá el que mate a algún tirano muerto». Queremos en este momento proclamar también esto: «si alguno de vosotros mata a Filócrates el gorrionero, recibirá un talento, y cuatro si lo trae aquí vivo, porque ensarta pinzones y los vende a razón de siete por óbolo y porque infla a los tordos y los expone y los maltrata; y porque les mete a los mirlos sus propias plumas en las narices; y porque del mismo modo tortura a las palomas y las tiene encerradas y las obliga a hacer de señuelos, presas en una red».
ARISTÓFANES, Las aves
Primera parte
El retorno a la tierra natal
El Capitán Agustín Prío terminaba de ajustarse la corbata de mariposa de los días festivos, que le daba un aire de referee de boxeo, cuando el treno de las sirenas que crecía hasta llenar el aposento puso una llamarada turbia en el espejo. Se asomó al balcón y un repentino soplo de aire tibio pareció empujarlo de nuevo hacia dentro. Al otro lado de la plaza, parvadas de campesinos desprevenidos huían de la embestida de las motocicletas Harley-Davidson que atronaban bajo el fuego del sol abriendo paso a la caravana que ya se detenía frente a la catedral, mientras los manifestantes seguían bajando de las jaulas de transportar algodón y de los volquetes anaranjados del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, recibían de manos de los caporales los cartelones que chorreaban anilina, los enarbolaban o se cubrían con ellos la cabeza, detrás de sus pasos las mujeres, los críos prendidos de sus pechos magros y de la mano los grandecitos, e iban a perderse entre los demás comarcanos igualmente desorientados y la gente llegada a pie de los barrios con sus gorras rojas, y marchantas nalgonas, fresqueras ensombreradas, barrenderos municipales de zapatones, maestras de escuela bajo sus sombrillas, reclutas rapados, empleados públicos de corbatas lánguidas.
Y ahora, portazos en sucesión, carreras de los guardaespaldas vestidos de casimir negro cocinándose en la resolana, la corona de subametralladoras Thompson ya en torno a la limosina blindada, también de color negro funeral, y bajaba Somoza, traje de palm-beach blanco, el pitillo de plata prendido entre sus dientes, alzaba el sombrero panamá para saludar a los manifestantes que desperdigaban de lejos sus aplausos, un primer chillido alcanzaba su oído, ¡que viva el perromacho, jodido!, y se elevaba la respuesta en una ola cavernosa que el Capitán Prío oía estallar desde el balcón, tras Somoza la Primera Dama, vestido de seda verde botella bordado en verde más profundo, casquete verde tierno sobre su peinado de bucles, el velillo pendiente del casquete sobre el rostro maquillado, subían a prisa las gradas del atrio entre la valla de soldados y guardaespaldas, el obispo de León esperándolos en la puerta mayor de la catedral. Y lo último que el Capitán Prío vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba po