Óscar y las mujeres (Episodio 6)

Santiago Roncagliolo

Fragmento

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—Óscar, ¿tienes un minuto?

—No. Ni uno.

—Es importante. Muy importante.

Óscar se detuvo en medio del camino de baldosas que cruzaba el jardín. Su hijo nuevo aprovechó el momento para perseguir a una lagartija. Y él se volvió hacia el inoportuno Flavio de Costa, que, visto tan de cerca, parecía aún más delgado que en el comercial de ropa interior.

—¿Qué quieres?

Flavio puso una de sus sonrisas publicitarias. Fuese lo que fuese, quería vendérselo a Óscar.

—Mírame bien —dijo, como si fuera a venderle a Óscar una toalla higiénica—. No te haré perder el tiempo. Sólo te diré una palabra: sexo.

—Ya. Conozco tu reputación, pero yo te aburriría. Además, es muy mal momento. ¡Tú, niño!

El niño, derrotado por la lagartija, se le acercó unos pasos. Pero Flavio no bajó la guardia:

—¡No, Óscar! Quiero decir que pongamos sexo en la historia de la telenovela.

—¿Haces historias de sexo? —preguntó el niño, entrando en la conversación.

—No, precisamente —respondió Óscar—. La buena no tiene sexo hasta el capítulo final. Todo el mundo lo sabe. Si María de la Piedad se acuesta con Gustavo Adolfo, la telenovela se acabó.

—No estoy pensando en María de la Piedad —accedió el actor—. Simplemente, Gustavo Adolfo tiene necesidades naturales. Y se va por ahí a satisfacerlas.

Sexo y promiscuidad. Exactamente lo que Óscar quería darle al niño en su primera conversación. Trató de cerrar el encuentro en seco:

—El galán no tiene sexo. Con nadie. Gustavo Adolfo no puede irse de putas. Todo el mundo lo sabe. No estaría de más que lo supieses tú también.

—Tengo unas pastillas con las que las escenas nos quedarían de cine, Óscar. Te meterías hasta tú a grabar.

Es verdad. Para completar la conversación faltaban las drogas de diseño.

—Flavio, quítate de en medio.

Avanzaron unos pasos, pero Flavio de Costa siguió ahí parado, detrás de ellos. Antes de perderlos de vista, dijo:

—¡Hey!

Y cuando Óscar volteó, Flavio hizo como que le disparaba con los dedos y concluyó.

—Piénsalo, maestro. Sé que eres un tipo listo.

—Imbécil —murmuró Óscar retomando el camino. Pero daba igual. Mientras atravesaba la colección privada de Pesantes de adornos de salón, trataba de guardar fuerzas para la batalla que se venía. Porque si iba a tener un hijo, iba a tener que alimentarlo. Y eso, con un productor como su jefe, no estaba garantizado.

Pesantes ni siquiera podía creer que Óscar tuviese un hijo. En su despacho, el guionista tuvo que repetírselo cuatro veces, e incluso así, el productor miraba al niño como a un marciano, y lo estudiaba detenidamente:

—Sí se parecen, sí. Un poco. Es como tú antes de ser tú. ¿Comprendes? Cuando aún podías ser... bueno... otro. Cuando aún podías hacer algo con tu vida.

—Gracias, Marco Aurelio.

—¿Quién es este señor? —preguntó el chico.

—Nadie —respondió Óscar—. Nadie de quien debas saber. Ni tú ni tu madre. Esto será un secreto entre los dos.

—Supongo que puedes llamarme «tío» —sugirió Pesantes—. Seré el tío. Me gusta eso. Es más barato que ser padre. ¿Y tú cómo te llamas?

Óscar recordó que se le había escapado ese detalle. Todavía le fallaban algunos de los reflejos obligatorios de la paternidad:

—Es verdad —le preguntó al chico—. ¿Cómo te llamas?

—Matías —respondió él—. Pensé que lo sabías.

—¿Matías? Yo te hubiera puesto otro nombre.

El chico se encogió de hombros y se bajó de la silla. Tenía ganas de merodear por el despacho. Óscar aprovechó la pausa para volver al tema que le interesaba:

—Marco Aurelio, me debes seis mil quinientos dólares.

—¿De qué?

—De la muerte de Cayetana de Mejía Salvatierra.

Pesantes lució su mirada especial para reclamos de dinero: un gesto esquivo, oblicuo, similar al que esbozaba enfrente de izquierdistas o discapacitados. Óscar insistió:

—¿Querías que matese a la mala? Ya está muerta. Y ahora tengo un hijo. Así que necesito ese bono que me ofreciste: seis mil quinientos.

A sus espaldas sonó una mesa chocando contra la pared. Matías estaba toqueteando un jarrón de porcelana, que casi se le había ido de las manos. Pesantes se desesperó:

—¡Deja eso, niño! —y luego se volvió hacia el flanco de Óscar, para contraatacar sin más demora—. ¿Quieres que te bonifique?

Óscar asintió con la cabeza, seguro de sí. Pesantes se arrugó como una bolsa de plástico vacía y dijo:

—Si serás comemierda, chico. ¿Pero tú has visto la telenovela en la última semana? ¡Está aburridísima!

—¿Eh?

De algún lugar entre su computadora de mesa, su portátil y su impresora, Pesantes extrajo la escaleta del capítulo treinta y seis, el último que se había transmitido. Se aclaró la garganta, como si fuese a cantar un bolero, y recitó, leyendo:

—Escena uno: María de la Piedad y Gustavo Adolfo se besan. Escena dos: María de la Piedad y Gustavo Adolfo pasean por la playa tomados de la mano y escriben sus nombres en la arena. Escena tres: Gustavo Adolfo le dice a María de la Piedad: «Desde que te vi supe que serías mía». Escena cuatro: juegan en la piscina y se salpican el agua con ternura. ¿Pero qué coño es esto?

—Es el amor, Marco Aurelio.

—¡Lo odio! Hemos perdido seis puntos de rating en sólo tres días. Y tres anunciantes se han retirado.

Pesantes arrugó el folio y lo arrojó al basurero. Matías se había acercado a husmear por el escritorio, y tuvo que esquivar la bola de papel.

—Mar

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