Óscar y las mujeres (Episodio 7)

Santiago Roncagliolo

Fragmento

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María de la Piedad solloza en la habitación. Sus lamentos llaman la atención de Gustavo Adolfo, que entra a consolarla. Trata de abrazarla, pero ella se zafa de sus manos:

«¡No me toques!», dice.

«¡María de la Piedad, no te puedes entregar al abandono!»

«¿Y entonces qué puedo hacer? Había encontrado el amor, y ahora la vida me lo arrebata.»

«Saldremos adelante, María de la Piedad.»

«¡No, no lo haremos! Seguir juntos sería como rebelarnos contra lo más sagrado. ¡Somos hermanos, Gustavo Adolfo! Lo nuestro es imposible, otra vez.»

Gustavo Adolfo se sienta, casi se desploma sobre la cama, y hunde la cara entre las manos. No puede responder nada. No puede vencer a la verdad. María de la Piedad continúa su lamento:

«Escúchame, Gustavo Adolfo, porque he tomado una decisión firme. Lo he estado pensando muy bien y no voy a dar marcha atrás: mañana por la mañana tomaré mis cosas y me iré muy lejos, para nunca volver.»

Gustavo Adolfo se pone de pie, indignado:

«No puedes hacer eso. ¡No puedes huir sin más y dejarme aquí!»

María de la Piedad se levanta, y clava sus ojos en los de él mientras cierra los puños llena de ira:

«¿Huir de qué? Aquí no hay nada. Y quedarme sólo serviría para recordarnos, un día tras otro, lo que pudo ser y no fue. Es demasiado dolor para vivir con él.»

Los dos se enfrentan con las mandíbulas apretadas, reprimiendo a las claras la voluntad de abrazarse y amarse hasta el fin de los tiempos. Pero la voz de una tercera persona interrumpe su conversación, una voz que llega desde el pasillo, una voz que ellos conocen bien, y que creían desterrada de sus vidas para siempre:

«Yo que tú escucharía a esa chica, Gustavo Adolfo. Lo que dice parece muy razonable.»

Se vuelven hacia la puerta y descubren, bajo el dintel, la silueta que más temen: sentada en su silla de ruedas, como si nada hubiese ocurrido, como si hubiese estado ahí siempre, Cayetana de Mejía Salvatierra regresa del pasado para amargar aún más el presente de su esposo. Gustavo Adolfo se pone pálido, da unos pasos hacia atrás y balbucea:

«Tú...»

María de la Piedad certifica:

«No puede ser. Usted no puede estar aquí.»

Música de suspenso. Cayetana de Mejía Salvatierra aspira el aroma de la victoria y disfruta de su entrada triunfal. En su rostro se dibuja una sonrisa de placer, que sin embargo, no puede ocultar la maldad de sus intenciones. Deja que el efecto de su llegada se asiente en los dos amantes, y sólo entonces, sabiéndolos sorprendidos a la par que asustados, dice a modo de saludo:

«Claro que puedo estar aquí. Querida amiga, éste es mi lugar. Siempre lo ha sido, y siempre lo será.»

Marco Aurelio Pesantes leyó las últimas líneas con la voz entrecortada por la furia. Estrujó el papel y lo arrojó al reluciente suelo del salón. Antes de que el papel terminase de rodar, un camarero se acercó a recogerlo, lo planchó con las manos y lo devolvió servicialmente a la mesa. A Óscar le pareció que el camarero incluso se disculpaba. Era normal: los clientes del Biltmore Hotel de Coral Gables pagan suficiente para que los camareros se disculpen todo el día de ser necesario.

Sin apenas notar la presencia del empleado, Pesantes aspiró lo que pareció una tonelada cúbica de aire, abrió su pastillero, extrajo una pastilla lila y se la metió a la boca, como un marsupial devorando a una cucaracha.

—¿Y bien? —tronó cuando sintió que sus pulsaciones descendían hasta niveles clínicamente normales.

—¿Y bien qué? —respondió el guionista.

—¡Cayetana estaba muerta! ¡Fabiola estaba muerta!

—Bueno, nunca se encontró el cadáver.

—¡Pero se tiró de un puente!

—En realidad —recitó Óscar de memoria—, Cayetana fingió su suicidio. Un bote de pescadores contratados la esperaba abajo del puente. Así pudo viajar de incógnito e investigar el pasado de María de la Piedad. Descubrió los vínculos de sangre de María de la Piedad y Gustavo Adolfo. Y ahora regresa para pillarlos in fraganti y descargar contra ellos toda su maldad. ¿Verdad que es hermoso?

El productor lo miraba como a un fantasma, o al monstruo del pantano. Dijo:

—Quieres matarme a mí. Eso quieres, ¿verdad? Quieres que me reviente el hígado.

A su lado, en el centro del salón del Biltmore, había una jaula gigante llena de pájaros raros. Óscar pensó en una película de Hitchcock.

—Tú dijiste que la telenovela estaba aburrida —se defendió—. Que necesitábamos acción.

—Y tú pusiste a Nereida y reviviste a Fabiola. Ésa es tu idea de una solución.

—¿No querías una actriz barata? Nereida es perfecta.

—No te pases de listo conmigo, comemierda.

—Bueno, si quieres lo cambiamos.

Pesantes empezó a mudar de color: primero rojo, luego morado, luego negro, un caleidoscopio de bilis afloró a sus mejillas.

—El rodaje está tan retrasado que vamos con sólo dos capítulos de colchón. No tenemos

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