Índice
Portadilla
Índice
12 de enero de 2010
12 de enero de 2009
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
12 de enero de 2010
Sobre el autor
Notas de la conversión
Créditos
Grupo Santillana
12 de enero de 2010
—Bueno, ¿qué te parece? ¿No queda bien después del cambio de imagen?
Asiento y sonrío. El Salong Cissi tiene el aspecto de siempre. No conozco a nadie que tenga tanta necesidad de cambio y a la vez un gusto tan monumentalmente horrible como el de Cissi. El sofá blanco, que la última vez que estuve aquí estaba a la izquierda de una yuca, lo han tapizado de rojo y se encuentra ahora a la derecha de un ficus benjamín. No estoy del todo seguro, pero juraría que la morena con peinado de paje del póster enmarcado que hay detrás del mostrador antes era una rubia con un peinado igual de andrógino.
—Hay una luz completamente distinta con el nuevo color, ¿no?
Cissi me mira con ojos expectantes bajo un flequillo recto. Si no fuera porque la conozco, diría que cuando pone esa cara me recuerda a un niño inocente y curioso.
—Estoy de acuerdo —respondo, busco en la memoria sin conseguir encontrarlo el matiz anterior, que en la escala de colores no puede estar más de dos grados por encima del amarillo blanquinoso que cubre ahora las paredes.
—Has adelgazado —anota Cissi.
—Bueno, unos kilos.
—Estás guapo. Le da a tu rostro un aspecto más masculino.
—Gracias —respondo, por un segundo me pregunto si aquello significa que a sus ojos antes parecía un mariquita sobrealimentado.
Hace más de once años que entré por primera vez en el Salong Cissi en la calle Östergatan, en Malmö, con una orden imprecisa de mi mujer de entonces, Mia, para que me modernizara. Salí media hora más tarde y con una coleta menos. Me habían robado la identidad.
La coleta había sido mi seguro acompañante desde que dejara atrás la pubertad, el trapo que retorcía entre los dedos cuando estaba nervioso y que chupaba cuando no me veía nadie. Y una locuaz peluquera, de manera inexplicable, había conseguido convencerme para que me cortara aquel cordón umbilical. Interiormente lloré la pérdida durante una semana o algo así, aunque a Mia le gustó lo que vio, y cuando el shock y la tristeza se apaciguaron me reconcilié con el peinado pelo detrás-de-las-orejas. Aquello hizo que pareciera un cuarentón más, de esos que a su pesar se han dado cuenta de que no pueden continuar aparentando ser chicos jóvenes pero que sin embargo quieren poner de manifiesto que hay todavía un poco de rock and roll detrás de la incipiente barriga. Éramos los que teníamos profesiones llamadas «creativas» y cuando llevábamos americana solíamos elegir una de pana gastada y debajo un jersey negro de cuello alto. Nos parecía