Las manos más hermosas de Delhi

Mikael Bergstrand

Fragmento

libro-1.xhtml

Índice

Portadilla

Índice

12 de enero de 2010

12 de enero de 2009

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

12 de enero de 2010

Sobre el autor

Notas de la conversión

Créditos

Grupo Santillana

libro-2.xhtml

12 de enero de 2010

 

 

libro-3.xhtml

 

 

—Bueno, ¿qué te parece? ¿No queda bien después del cambio de imagen?

Asiento y sonrío. El Salong Cissi tiene el aspecto de siempre. No conozco a nadie que tenga tanta necesidad de cambio y a la vez un gusto tan monumentalmente horrible como el de Cissi. El sofá blanco, que la última vez que estuve aquí estaba a la izquierda de una yuca, lo han tapizado de rojo y se encuentra ahora a la derecha de un ficus benjamín. No estoy del todo seguro, pero juraría que la morena con peinado de paje del póster enmarcado que hay detrás del mostrador antes era una rubia con un peinado igual de andrógino.

—Hay una luz completamente distinta con el nuevo color, ¿no?

Cissi me mira con ojos expectantes bajo un flequillo recto. Si no fuera porque la conozco, diría que cuando pone esa cara me recuerda a un niño inocente y curioso.

—Estoy de acuerdo —respondo, busco en la memoria sin conseguir encontrarlo el matiz anterior, que en la escala de colores no puede estar más de dos grados por encima del amarillo blanquinoso que cubre ahora las paredes.

—Has adelgazado —anota Cissi.

—Bueno, unos kilos.

—Estás guapo. Le da a tu rostro un aspecto más masculino.

—Gracias —respondo, por un segundo me pregunto si aquello significa que a sus ojos antes parecía un mariquita sobrealimentado.

Hace más de once años que entré por primera vez en el Salong Cissi en la calle Östergatan, en Malmö, con una orden imprecisa de mi mujer de entonces, Mia, para que me modernizara. Salí media hora más tarde y con una coleta menos. Me habían robado la identidad.

La coleta había sido mi seguro acompañante desde que dejara atrás la pubertad, el trapo que retorcía entre los dedos cuando estaba nervioso y que chupaba cuando no me veía nadie. Y una locuaz peluquera, de manera inexplicable, había conseguido convencerme para que me cortara aquel cordón umbilical. Interiormente lloré la pérdida durante una semana o algo así, aunque a Mia le gustó lo que vio, y cuando el shock y la tristeza se apaciguaron me reconcilié con el peinado pelo detrás-de-las-orejas. Aquello hizo que pareciera un cuarentón más, de esos que a su pesar se han dado cuenta de que no pueden continuar aparentando ser chicos jóvenes pero que sin embargo quieren poner de manifiesto que hay todavía un poco de rock and roll detrás de la incipiente barriga. Éramos los que teníamos profesiones llamadas «creativas» y cuando llevábamos americana solíamos elegir una de pana gastada y debajo un jersey negro de cuello alto. Nos parecía

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos