Trampas para estrellas

Pedro Sorela

Fragmento

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Lo que estaba escrito se comenzó a torcer cuando en unas prácticas en la selva Gonzalo Santa Ya dejó asomar la punta de un corazón aventurero, aunque entonces nadie se dio cuenta. No era para menos: mientras él se cogía a dos manos del tobillo de Pablo, éste se abrazaba a un gran neumático de tractor, y Bela, una muchacha tan liviana que de todas formas no se hubiese hundido, se agarraba al traje de baño de Santa Ya como si en ello le fuese la piel.

Y le iba: cola humana y frágil de una balsa-rueda a merced del torrente, el futuro de los tres jóvenes dependía de que aguantase la segunda de las cuerdas que amarraban la balsa a las orillas, pues la otra se acababa de romper: el neumático en el que cruzaban el río salió despedido cabalgando la corriente con una alegría que duró lo que una sonrisa para una foto, y el parón en seco al final de la cuerda arrojó a los tres a un río ya muy enredado tras una semana de tormenta.

Aunque se pudieron sujetar sólo porque la providencia les echó un cable en el último segundo, muy pronto se vio lo inestable de la situación: el traje de baño de Santa Ya —un traje de baño color camuflaje— se iba deslizando pese a los esfuerzos de Bela, o quizá por culpa de ellos, y ya dejaba al aire buena parte de lo que nunca había visto el cielo.

Me imagino los titulares —dijo entonces Santa Ya:

 

TRES PROMESAS DE LA EXPLORACIÓN DESAPARECEN EN EL MARRÓN DEL ORINOCO AL ROMPERSE UNA CUERDA. JUNGLAS Y CUMBRES SE QUEDAN VÍRGENES, HUÉRFANAS ANTES DE NACER.

 

Ni que decir tiene que ese río no era el Orinoco ni nada que remotamente se le pareciera. Era un humilde río sin nombre que hacía esmeradas eses muy redondas por una selva de salvajismo moderado, elegida para las prácticas de sus alumnos por el Instituto Superior de Alta Exploración, en Madrid, tras el cauteloso examen de unos cuantos territorios. Que no eran vírgenes —ya no había territorios vírgenes accesibles—, pero lo parecían.

Y no se podían pedir responsabilidades porque se hubiese roto una de las cuerdas que sujetaban la barca al mundo: habría sido como pedírselas al destino. Según establecería desde Madrid una veloz comisión investigadora armada de ordenadores y mapas de tormentas, la única responsabilidad del naufragio la tuvo la lluvia, que se pasó claramente justo los días antes y alborotó el río hasta desbordar las estadísticas. «De todas formas no pasó nada», dijo la comisión. «Fue tan sólo el susto.»

O al menos no pasó nada que pudiese ser contado en el idioma estreñido de las comisiones, que censura los olores y prohíbe los mosquitos. Pues igual que con una embarazada, el susto adelantó acontecimientos que según su cadencia natural deberían haber llegado justo con el aterrizaje en Madrid, el telón final de esas prácticas en la selva.

Habían comenzado tan sólo una semana antes, aunque a Santa Ya, Bela y Pablo les pareciera que llevaban fuera un mes. Y no tanto por el avión del sur, que lleva el cuerpo y deja que el alma vaya llegando en barco, y hace que uno baje derritiéndose de un avión al que subió congelándose, sino por el campeonato.

Pues como había demostrado la experiencia del Instituto, la única forma de que sus estudiantes se tomaran en serio las prácticas era organizándolas en campeonatos. En ellos no había que golpear balones, ni espinillas, ni estirar músculos, ni abusar de la leche, ni... No se sabía muy bien, en realidad, en qué consistían, pues las pruebas eran numerosas, complejas y hasta contradictorias, e incluían Selvas, Cumbres, Calor, Mala Suerte, Bichos y otras parecidas. Lo único seguro es que el campeonato, la competición, actuaba como una especie de gasolina.

Una vez comprendido este principio, sólo un espíritu sin imaginación había podido mezclar en el mismo equipo a Santa Ya, Bela y sobre todo Pablo, que era lo contrario de Bela y ésta el revés de Santa Ya, sin que por ello, en una compleja matemática para adultos, Santa Ya tuviese realmente mucho que ver con Pablo.

Si no imaginativa, pronto se vio que la decisión era en cambio eficaz, una virtud mucho más valiosa en el Instituto, conocido por sus alumnos como El Polo, oficialmente en honor de Marco Polo pero probablemente a causa de la gelidez de sus pasillos en la zona de estudios avanzados. Quizá con el propósito de simbolizar la austeridad, soledad y sacrificio de la vida en las fronteras del conocimiento, esos pasillos parecían los de un hospital del XVIII, en noviembre, en París, mientras afuera sopla y los mendigos disputan las sobras a los perros ante las puertas de las cocinas.

Aunque tampoco sería de extrañar que el mote de El Polo viniese de estudiantes con ganas de fastidiar, como siempre. Pues en El Polo, el frío era el único fenómeno meteorológico de existencia comprobada que no se estudiaba en el Instituto, con la idea, muy propia de la época, de que los estudiantes no estaban preparados para resistirlo. Calor, sí: conocían las playas. Viento también: el viento empuja las velas de los yates. Pero frío no. El frío se asocia a la vejez, a la gripe y a la muerte.

Eficaz y astuto fue, pues, poner juntos a Pablo y Santa Ya en el mismo equipo de prácticas en la selva: desde la primera noche, cuando la luna estaba alta y las siluetas de las fieras se recortaban en el codo del río, ambos se encontraron ante la tienda de Bela con idéntica intención de bajarle la cremallera y acariciarle la piel húmeda. En la selva no hay forma de estar seco, según enseñaban en el seminario de Calor, y la mejor manera de combatir la humedad es aceptarla. Creer que hemos vuelto a un mundo entre el agua y el aire, y chapotear a favor de la corriente.

Ese encuentro bajo la luna fue tan sólo una chispa. Bela abrió los ojos y permaneció quieta como un pájaro disfrazándose de hoja. Aunque escuchó con atención, estaba mal entrenada pues en el Instituto se ninguneaba al silencio igual que al frío, y pensó que era un solo hombre quien se acercaba a su puerta, y por supuesto el que ella quería. Ahora que le escuchaba en la puerta de su tienda no estaba segura de que lo deseara así, como a escondidas. De todas formas se sintió una cosa en el vientre y se escuchó el corazón en las sienes, notó cómo se le erizaban la nuca y la base de la columna vertebral, y cómo la humedad que la envolvía también la inundaba.

Santa Ya y Pablo interpretaron a su modo el papel del explorador que disfruta un rato de la luna —el campamento duerme, la selva canta, se acercan nubes, mañana será un día difícil—, al tiempo que ambos juraban por dentro por haberse dejado sorprender. Y como correspondía al guión que tras miles y miles de películas llevaban ya grabado en los reflejos, ambos sonreían, perfectamente afeitados y con el pelo húmedo, cuando a la mañana siguiente se

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