Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
La muerte no oye al pianista
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Notas
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
A Picas. Sin ella no habría literatura.
De la corrupción hablo con pompa y propiedad, y hasta puede que mejor que la parábola de Cristo, esa que dice que el cereal ha de morir para vivir, pues del cereal no sólo hago nacer más cereal, sino que hago un verdadero milagro. De lo putrefacto, que está muerto y corrupto, obtengo pan líquido, que es la cerveza, néctar de reyes, alimento de pobres, ambrosía de sabios.
(FOUQUERET, citado por F. CONRAD)
1.
Antónia se agacha en la calle, y el ruido de la orina amarronada va empapando el suelo. Cae un sol de justicia y todas las ventanas de todas las casas están cerradas por dentro, no hay nadie en la aldea, y las plazas vacías parecen viejas fotografías.
Rosa está con su abuela, y le da mucha vergüenza estar allí, en medio de la calle, con ella. Separa un poco los pies cuando la orina le toca las suelas de los zapatos, pero no puede separarlos tanto como querría, porque Antónia se agarra a su vestido para mantener mejor el equilibrio.
En situaciones como ésta es cuando más echa de menos a su abuelo. Si estuviera vivo, las cosas serían distintas. En ese momento le viene a la memoria el día que se tiró al pozo.
Rosa tenía casi cinco años cuando su abuelo, con aliento de aguardiente, le dijo que enseguida volvía, que no tardaba nada. Entonces se dirigió al pozo cojeando y se dejó caer de cabeza. El cuerpo se golpeó contra las paredes de piedra, pues era verano y había poca agua. Rosa se quedó parada, sin saber qué hacer, pero después de unos minutos con el cuerpo temblando bajo el sol, fue hasta el brocal y lo llamó. Cuando la abuela la encontró, aún lo estaba llamando. El viejo flotaba en el fondo, con un brazo torcido sobre la cabeza y parte de la camisa arrancada, tras quedar enganchada en las paredes del pozo.
Al parecer, la muerte siempre aflora a la superficie.
Al fondo, una nube de polvo anuncia el paso de la guardia. El cabo conduce con el brazo fuera y un cigarro en la boca. A su lado, el sargento Oliveira silba al tiempo que se da palmadas en los muslos, creando una suerte de percusión. Paran en el arcén, bajo el calor de las primeras horas de la tarde, cerca de un olivo grisáceo cuya sombra apenas le basta a sí mismo. El cabo sale del coche y se apoya en la puerta. El calor del metal hace asomar a sus labios unos tacos. Se aparta de un salto y escupe a un lado. En el suelo hay una zorra muerta, y el guardia le da la vuelta con la punta de la bota. No hay sangre y casi no hay insectos, sólo unas pocas hormigas sobre los ojos y la boca del animal. Acaba de morir, piensa. Ni siquiera huele mal. La coge por la cola, mete la cabeza por la ventana y dice:
—Acaban de atropellarla.
—¿Eres tonto o qué? Saca eso de aquí.
El guardia mantiene el equilibrio con la mano izquierda y lanza la zorra por encima de un olivo. El cadáver choca contra una rama, queda prendido entre las hojas unos segundos y se desploma sobre una valla de alambre de espino. El sargento Oliveira baja del coche y se enciende un cigarro, apoya una bota en el neumático trasero y los brazos sobre la rodilla. Cuando acaba de fumar, los dos guardias entran en el coche y se dirigen hacia la aldea. Pas