Jesucristo bebía cerveza

Afonso Cruz

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

La muerte no oye al pianista

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Notas

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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A Picas. Sin ella no habría literatura.

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De la corrupción hablo con pompa y propiedad, y hasta puede que mejor que la parábola de Cristo, esa que dice que el cereal ha de morir para vivir, pues del cereal no sólo hago nacer más cereal, sino que hago un verdadero milagro. De lo putrefacto, que está muerto y corrupto, obtengo pan líquido, que es la cerveza, néctar de reyes, alimento de pobres, ambrosía de sabios.

(FOUQUERET, citado por F. CONRAD)

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1.

Antónia se agacha en la calle, y el ruido de la orina amarronada va empapando el suelo. Cae un sol de justicia y todas las ventanas de todas las casas están cerradas por dentro, no hay nadie en la aldea, y las plazas vacías parecen viejas fotografías.

Rosa está con su abuela, y le da mucha vergüenza estar allí, en medio de la calle, con ella. Separa un poco los pies cuando la orina le toca las suelas de los zapatos, pero no puede separarlos tanto como querría, porque Antónia se agarra a su vestido para mantener mejor el equilibrio.

En situaciones como ésta es cuando más echa de menos a su abuelo. Si estuviera vivo, las cosas serían distintas. En ese momento le viene a la memoria el día que se tiró al pozo.

Rosa tenía casi cinco años cuando su abuelo, con aliento de aguardiente, le dijo que enseguida volvía, que no tardaba nada. Entonces se dirigió al pozo cojeando y se dejó caer de cabeza. El cuerpo se golpeó contra las paredes de piedra, pues era verano y había poca agua. Rosa se quedó parada, sin saber qué hacer, pero después de unos minutos con el cuerpo temblando bajo el sol, fue hasta el brocal y lo llamó. Cuando la abuela la encontró, aún lo estaba llamando. El viejo flotaba en el fondo, con un brazo torcido sobre la cabeza y parte de la camisa arrancada, tras quedar enganchada en las paredes del pozo.

Al parecer, la muerte siempre aflora a la superficie.

Al fondo, una nube de polvo anuncia el paso de la guardia. El cabo conduce con el brazo fuera y un cigarro en la boca. A su lado, el sargento Oliveira silba al tiempo que se da palmadas en los muslos, creando una suerte de percusión. Paran en el arcén, bajo el calor de las primeras horas de la tarde, cerca de un olivo grisáceo cuya sombra apenas le basta a sí mismo. El cabo sale del coche y se apoya en la puerta. El calor del metal hace asomar a sus labios unos tacos. Se aparta de un salto y escupe a un lado. En el suelo hay una zorra muerta, y el guardia le da la vuelta con la punta de la bota. No hay sangre y casi no hay insectos, sólo unas pocas hormigas sobre los ojos y la boca del animal. Acaba de morir, piensa. Ni siquiera huele mal. La coge por la cola, mete la cabeza por la ventana y dice:

—Acaban de atropellarla.

—¿Eres tonto o qué? Saca eso de aquí.

El guardia mantiene el equilibrio con la mano izquierda y lanza la zorra por encima de un olivo. El cadáver choca contra una rama, queda prendido entre las hojas unos segundos y se desploma sobre una valla de alambre de espino. El sargento Oliveira baja del coche y se enciende un cigarro, apoya una bota en el neumático trasero y los brazos sobre la rodilla. Cuando acaba de fumar, los dos guardias entran en el coche y se dirigen hacia la aldea. Pas

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