Cuentos de amor

Junichirô Tanizaki

Fragmento

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Introducción

«Un pie de esplendorosa blancura» entrevisto a la penumbra es una metáfora que a Junichiro Tanizaki (1886-1965), cultivado y hedonista, no le hubiera desagradado para significar toda su obra. Entre otras razones porque, a diferencia de lo que ocurre en Occidente, el pie desnudo femenino posee unas connotaciones de voluptuosidad y estética de sólida tradición en la cultura japonesa. Y de ambas cosas, voluptuosidad y estética, Tanizaki, el autor del celebrado El elogio de la sombra, de juventud disoluta y casado tres veces, sabía mucho.

Pero además de la presencia del pie femenino como culto fetiche de varios de sus protagonistas, hay otros tres o cuatro ejes temáticos en la obra de este escritor: la fascinación por la belleza destructora, la caprichosa crueldad de la mujer amada, la búsqueda del ideal de la madre perdida y la pasión amorosa transgresora. Los cinco, que Tanizaki cultivó toda la vida con una constancia siempre innovadora, están representados en el siguiente ramillete de relatos. Combinados, retratan el asunto universal del amor con un dibujo de inquietante perversidad. Es la cualidad excepcional del libro que tiene el lector en sus manos.

Además de esos singulares cinco pilares temáticos, el conjunto de la producción de este escritor llama la atención por su tamaño: treinta volúmenes donde figuran novelas cortas, relatos, obras dramáticas, ensayos, obras críticas y traducciones; y una perseverancia ejemplar en el ejercicio literario: más de cincuenta años, desde los veintidós hasta casi el día de su muerte a la edad de setenta y nueve.

Tanizaki nació en Tokio en 1886, el mismo año en que la literatura japonesa recibe el bautismo de «moderna», léase, occidentalizante. Ese año Tsubouchi Shoyo completa su tratado La esencia de la novela, donde identifica al género de ficción novelesca de corte realista como el vehículo literario más adecuado para reflejar la nueva realidad social. Japón era entonces un país recientemente subido al tren de los galopantes cambios de la llamada era Meiji (1868-1912), una nación recién salida del feudalismo en lo social y lo tecnológico, pero que al final del periodo consiguió ganarse un puesto en la mesa de los poderosos —las potencias colonialistas—, privilegio excepcional para una nación oriental. La era Meiji tiene dos mitades bien diferenciadas: una primera de adopción indiscriminada y febril de todo lo occidental —desde el miriñaque al tenedor, pasando por las nociones de la moralidad cristiana, o la dignidad personal, y llegando al telégrafo, la pintura al óleo y el derecho penal prusiano— y una segunda de contención y emulación selectiva. En esta segunda fase no faltó un amarguillo de desilusión y la desconcertante constatación de que, a pesar de los éxitos en occidentalizarse y hasta haber tirado de las barbas a alguna de las potencias —derrota naval sobre Rusia en 1904—, Japón nunca podría dejar de ser un país oriental en el que la tradición pesaba demasiado.

En literatura tal peso significó la popularidad, a finales de siglo, de escritores como Koda Rohan e Izumi Kyoka, que reincorporan técnicas y asuntos narrativos de la literatura premoderna japonesa; en sociedad lo simbolizó la repercusión del suicidio ritual del general Nogi Maresuke, en 1912, a las pocas semanas de la muerte del emperador. El gesto ancestral de seguir en la muerte al señor, que conmocionó a los dos patriarcas de la nueva literatura, Natsume Soseki y Mori Ogai[1], fue una demostración inquietante de que el viejo Japón seguía vivo. En este ambiente de inspiración occidental contenida hay que situar los años formativos y primeros escarceos literarios de Junichiro Tanizaki[2].

Pero la breve semblanza de la era Meiji que acabamos de trazar como una fachada cultural bifronte ilustra, además, tanto la trayectoria literaria del mismo Tanizaki como la situación de la literatura japonesa en la década de 1910, cuando nuestro autor empieza a escribir. Dos puntos de vista que nos permitirán encuadrar mejor el edificio de su obra.

Hay «dos Tanizakis», una dualidad que se entiende por la existencia en su producción de una vertiente de rendida admiración por lo occidental y otra de cultivo exclusivo de ambientes y asuntos japoneses. En términos cronológicos, corresponden a un Tanizaki de juventud, hasta el periodo 1923-1926, y otro de madurez, desde esa fecha hasta su muerte; en términos geográficos, hay un Tanizaki de Tokio y otro de Kioto: un Tanizaki que habita y, como escritor, cubre la zona de Tokio-Yokohama (la llamada región Kanto) y otro que habita y, como literato, cubre la zona Kioto-Osaka-Kobe (la llamada región Kansai); en términos culturales, hay un Tanizaki algunas de cuyas heroínas llevan falda, van al cine y bailan el charlestón —prototipo de la modan garu, pronunciación japonesa de modern girl, término en boga en la década de 1920— y otro Tanizaki cuyas heroínas llevan kimono, van al teatro kabuki y tocan el shamisen. La diferencia entre el Tanizaki de uno y otro periodo la simboliza llamativamente el contraste entre el diabolismo de algunos relatos de su juventud y la solemne invitación, ya sesentón, a cenar con el emperador en 1949 a raíz de ser galardonado con la Medalla de Cultura.

En segundo lugar, la situación de la literatura japonesa cuando Tanizaki empieza a escribir arroja una luz reveladora de las cualidades más constantes del escritor. Es el periodo 1910-1911, cuando, en las revistas Shinshichō y Chūō kōron, Tanizaki firma sus primeros relatos importantes: «Tatuaje», «El torbellino», «El secreto». En el Japón de la época lo habitual era publicar por entregas en revistas literarias o en suplementos de diarios. Esos relatos primerizos sorprenden porque van a contracorriente de la tendencia literaria del momento. Por esos años en Japón estaba en boga la novela naturalista, una moda que se prolonga hasta 1915. El naturalismo japonés, como el primer periodo de la era Meiji y, paradójicamente, el primer Tanizaki, es un eco sui géneris de la tendencia dominante en Europa treinta y cinco años antes. Es cierto que los «naturalistas» japoneses privilegian la confesión y la moral en sus novelas, pero la inspiración es extranjera. Las dos novelas naturalistas más representativas, El futón y El precepto roto, de Tayama Katai y Shimazaki Toson, se publican respectivamente en 1906 y 1907, cuando Tanizaki está a punto de iniciarse como escritor. Pues bien, a esta corriente literaria nuestro escritor da la espalda con desdén; y lo hace por cuna y sensibilidad. Los escritores naturalistas japoneses eran provincianos procedentes de familias de samuráis de clase baja y llegados a la gran ciudad con el deseo de proyectar su individualidad recién descubierta al socaire de la modernidad —la clase samurái había sido abolida en la década de 1870—, de retratar las contradicciones de la nueva sociedad, de hallar significado a sus vidas desarraigadas por el vendaval de los cambios sociales. Por el contrario, Tanizaki, hijo de comerciantes, era un capitalino formado en la cultura decadente de Tokio; un joven, cuando empieza a escribir, interesado no en una moral social, ni en moverse a ras de tierra, sino en volar con la imaginación a paisajes exóticos, en dejarse mecer en el cielo de neorromanticismos lánguidos, en asomarse al abismo de la naturaleza humana y explorar sus honduras, con sus anomalías y singularida

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