La sala Marte

Rachel Kushner

Fragmento

doc-4.xhtml

1

 

 

 

 

La Noche de Cadenas se da una vez por semana, los jueves. Una vez por semana tiene lugar el momento decisivo para sesenta mujeres. Para algunas de las sesenta, ese momento decisivo se da continuamente. Para ellas, esto es rutina. Para mí solo se dio una vez. Me despertaron a las dos de la madrugada, me esposaron y contaron, Romy Leslie Hall, reclusa W314159, y me pusieron en la fila con las otras para un trayecto valle arriba que duraría toda la noche.

Mientras nuestro autobús salía del perímetro de la cárcel me pegué a la ventanilla reforzada con malla para intentar otear el exterior. No había mucho que ver. Pasos a desnivel y rampas de incorporación, bulevares oscuros, desiertos. No había nadie en la calle. Atravesábamos un momento tan remoto de la noche que los semáforos habían dejado de pasar del verde al rojo y se limitaban a parpadear un ámbar constante. Se nos puso otro vehículo al lado. Iba sin luces. Embalado, dejó atrás el autobús, una cosa oscura llena de energía demoniaca. Había una chica en mi unidad de la cárcel del condado que se ganó la perpetua solo por conducir. Ella no disparó, se lo contaba a quienquiera que la escuchase. Ella no disparó. Lo único que hizo fue conducir el coche. Nada más. Habían usado un lector de matrículas. La grabaron con cámaras de videovigilancia. Lo que tenían era una imagen del coche, de noche, avanzando por la calle, primero con los faros encendidos, luego con los faros apagados. Si el conductor apaga los faros es premeditación. Si el conductor apaga los faros es asesinato.

Nos trasladaban a esa hora por un motivo, por muchos motivos. Si nos hubiesen podido lanzar a la cárcel en una cápsula, lo habrían hecho. Lo que sea con tal de evitar que la gente corriente tuviera que vernos, una panda de mujeres esposadas y encadenadas en un autobús del departamento del sheriff.

Algunas de las más jóvenes sollozaban y sorbían los mocos mientras nos metíamos en la autopista. Había una chica en una jaula que parecía embarazada de ocho meses, tenía la barriga tan grande que le tuvieron que poner más cadena de la cuenta alrededor de la cintura para esposarle las manos a los lados. Hipaba y se estremecía con la cara hecha un mar de lágrimas. La tenían en la jaula por su edad, para protegerla del resto. Tenía quince años.

Una mujer de la primera fila de asientos se volvió hacia la que lloraba en la jaula y le chistó como quien rocía espray antihormigas. Al ver que no funcionaba, le gritó.

—¡Calla la boca!

—Puñetas —dijo la persona que estaba delante de mí.

Soy de San Francisco y un transexual no me pilla de nuevas, pero esta persona tenía pinta total de hombre. Unos hombros anchos como el pasillo y barba por debajo del mentón. Di por hecho que venía del corral de bolleras de la cárcel del condado, donde meten a las camioneras. Era Conan, a quien conocería más tarde.

—Puñetas, a ver, es una niña. Déjala que llore.

La mujer le dijo a Conan que se callase, se pusieron a discutir y los polis intervinieron.

En la cárcel del condado y en la prisión ciertas mujeres ponen normas para todas las demás, y la mujer que seguía exigiendo silencio era una de ellas. Si acatas sus normas, ponen más normas. Te tienes que pelear con la gente o acabas sin nada.

Yo ya había aprendido a no llorar. Dos años antes, cuando me detuvieron, lloraba sin parar. Mi vida se había ido al garete y era consciente de que se había ido al garete. Era mi primera noche en la cárcel y seguía con la esperanza de que el estado de irrealidad de mi situación tenía que quebrarse, de que me despertaría. Pero la única realidad a la que despertaba una y otra vez era la de un colchón apestando a orines, así como portazos, chaladas gritando y alarmas. La chica de mi celda, que no era una chalada, me sacudió sin miramientos para que le hiciese caso. Levanté la mirada. Se dio la vuelta y se levantó la camisa del uniforme para enseñarme el tatuaje que llevaba en los riñones, su sello de golfa. Decía

001.jpg

Conmigo funcionó. Dejé de llorar.

Ese fue un momento grato con mi compañera de celda. Quiso ayudarme. No todo el mundo es capaz de callarse la puta boca, y aunque lo intenté yo no era mi compañera de celda, a quien más tarde llegaría a considerar una especie de santa. No por el tatuaje, sino por su lealtad al mandato.

 

* * *

 

Los polis me habían puesto con otra mujer blanca en el bus. Mi compañera de asiento tenía una melena castaña lacia y lustrosa y una sonrisa horripilante, como si estuviera anunciando blanqueador dental. En la cárcel y en la prisión pocas tienen los dientes blancos, y ella no era una excepción, aunque sí tenía esa sonrisa amplia e inapropiada. No me gustó. Parecía que le hubiesen extirpado parte del cerebro. Se me presentó con su nombre completo, Laura Lipp, y dijo que la transferían de Chino a Stanville, como si no tuviésemos nada que ocultarnos. Desde entonces nadie se me ha presentado por el nombre completo ni ha intentado darme ninguna explicación verosímil de quién es en un primer encuentro, y nadie lo haría, ni yo tampoco.

—Lipp, con dos pes, es el apellido de mi padrastro, lo adopté después —dijo como si se lo hubiera preguntado. Como si por alguna razón me interesase.

—Mi padre-padre se apellidaba Culpepper. De los Culpeppers de Apple Valley, no de los de Victorville. Es que en Victorville hay un zapatero Culpepper, pero no somos parientes.

Se supone que en el bus nadie habla. Esa norma no la detuvo.

—Mi familia se remonta a tres generaciones en Apple Valley. Que suena a lugar maravilloso, ¿verdad? Prácticamente puedes oler las flores de los manzanos, oír a las abejas, y te hace pensar en sidra fresca y tarta de manzana recién hecha. En los adornos de otoño que empiezan a poner cada julio en el Craft Cubby, hojas brillantes y calabazas de plástico: lo que es tradicional en Apple Valley sobre todo es la elaboración y cocinado de la metanfetamina. En mi familia no. No quiero que te lleves una impresión equivocada. Los Culpepper son gente útil. Mi padre era dueño de su propia constructora. No como la familia de mi marido, que... ¡Ay! ¡Ay, mira! ¡Es la Montaña Mágica!

Estábamos dejando atrás los arcos blancos de una montaña rusa al otro lado de la enorme autopista multicarril.

Al mudarme a Los Ángeles tres años antes, ese parque de atracciones se me había antojado la puerta de entrada a mi nueva vida. Fue la primera gran visión que tuve mientras bajaba a toda mecha desde la autopista, brillante, fea y emocionante, pero eso

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos