A la luz del amanecer

Agnès Martin-Lugand

Fragmento

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1

Cuatro años. Cuatro años desde que se marcharon. Cuatro años desde que mis padres me dejaron. Cuatro años viniendo, en este mismo día de febrero, a sentarme bajo su olivo, en el banco de hierro forjado que tanto le gustaba a mamá. Cuatro años soltando mi pena y mi enfado. Y también mi perdón. Al fin y al cabo, ¿qué podía reprocharles a los dos seres más maravillosos que había tenido la suerte de encontrar?

Mi amor infinito por mis padres no tenía nada de original. Todavía podía oír cómo mi madre me repetía que yo era su pequeño milagro. Mis padres se habían querido con locura y les había bastado con tenerse el uno al otro durante mucho tiempo. A pesar de ello, quisieron aumentar el perímetro de su amor, pero la vida les reservaba sorpresas: buenas y malas. La dificultad para tener descendencia, lejos de separarlos, los había unido aún más. Mantenían la leyenda de que precisamente gracias a su esfuerzo yo había acabado por asomar la nariz. Sea como fuere, poco importaba, allí estaba yo desde hacía treinta y nueve años. El dúo se había convertido en trío de forma natural, como si fuera obvio. Me habían mimado, amado, educado, hecho mejorar; y también reprendido. Me lo habían dado todo para que pudiese hacer frente a la vida con unos buenos cimientos. Tenía la sensación de haber crecido en la casa de la felicidad, en la que mis amigos eran siempre recibidos con los brazos abiertos. Gracias a mis padres, a la libertad de pensamiento que me habían brindado, había podido buscarme, encontrarme y dejarme descubrir lo que quería ser. Y entonces, un día se enteraron de que algo repugnante roía las neuronas de mamá, una a una. Pronto no recordaría a nadie, ni siquiera quién era. Por supuesto, se transformaron en maravillosos actores y, para protegerme, me lo ocultaron. Mamá siempre había tenido la cabeza en las nubes y, con papá cuidando hasta el menor de los detalles cuando iba a visitarlos, no vi venir nada. Vivía lejos de ellos, en París, y cuando regresaba a su casa en el sur ponían todo su empeño en conservar su secreto. Cualquiera diría que no estuve muy atenta, quizás fuese así, pero incluso si hubiese sospechado algo, nada habría podido romper la espiral infernal en la que habían quedado atrapados. Lo comprendí al leer su carta. Mediante esas pocas líneas, reducidas hoy a cenizas igual que ellos, se disculparon por el sufrimiento que me iban a causar, pero eran conscientes de que si uno de ellos quedaba con vida sin el otro, lo que me esperaba me lo haría pasar aún peor. Me pidieron perdón por su egoísmo de enamorados. Su amor había arrasado con todo a su paso, incluso con su única hija.

—¿Hortense?

Una sonrisa iluminó mi rostro al escuchar la dulce voz de Cathie, mi mejor amiga, la hermana que nunca había tenido, a la que había conocido durante mi primera clase de baile, treinta y cinco años antes. Eché un vistazo por encima del hombro y la vi llegar envuelta en un grueso jersey de lana. ¿Quién había dicho que en la Provenza hacía siempre buen tiempo? El clima era un reflejo de mi humor triste, el cielo estaba gris y el mistral helaba los huesos. La invité a sentarse en el banco a mi lado. Lo hizo delicadamente, me cogió de la mano y también se quedó embelesada con el olivo.

—Qué pena que no puedas quedarte uno o dos días más —murmuró—. Nos vemos tan poco...

Inspiré profundamente, inmersa en una nueva ola de tristeza.

—Estoy de acuerdo contigo, lo echo mucho de menos. Pero ya sabes que solo vengo para la cita con papá y mamá, y no puedo ausentarme más tiempo.

—Eso es buena señal, ¡tienes las clases llenas!

—Bastante, sí.

—¿Ya sabes cuándo vendrás este verano?

—No con exactitud, pero como muy tarde el fin de semana del 14 de julio. Empezaré pronto a organizar los cursos y a poner en marcha la reserva de habitaciones.

Me había negado a desprenderme de la casa de mis padres en la campiña de Bonnieux, un pueblo encaramado sobre un flanco del Luberon. En la época en la que habían perdido toda esperanza de tener descendencia, habían invertido sus ahorros en esa ruina para restaurar —una vieja granja que habían bautizado irónicamente la Bastida— y decidido dejar la ciudad para mudarse allí. Aquel proyecto loco debía de haber sido su bebé y, al final, había llegado con biberones que preparar y pañales que cambiar. Allí reposaban todos mis recuerdos junto a ellos y junto a Cathie. Cuando papá tuvo claro que en su hija crecía una pasión irrevocable, transformó un viejo granero en desuso en un estudio de danza que no tenía nada que envidiar a los profesionales. El hecho de que hubiesen muerto en su casa no rebajaba un ápice mi apego a esas paredes. Allí se habían amado, me habían concebido, me habían adorado, y sus cenizas descansaban al pie de su olivo. ¿Cómo podía pasárseme por la cabeza que unos extraños tomasen posesión de esa tierra y aquellas piedras?

—¿Has echado un vistazo a la casa? —preguntó Cathie—. ¿Está todo bien?

Cada vez que venía a visitar el olivo de mis padres, en febrero, ella y su marido Mathieu me acogían en su casita de pueblo. Habría sido ridículo y demasiado trabajoso abrir la casa para veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Adoraba esos momentos con ellos, siempre llenos de dulzura, de paz, de serenidad. Ambos compartían el don de hacer el bien a los demás; mediante un gesto, o cualquier pequeño detalle, por muy discreto que fuese, conseguían alegrar el corazón más abatido. El nacimiento de su hijo, cinco años atrás, no había cambiado en nada su forma de ser; su apertura y su generosidad hacia los que amaban había crecido. Oírlos hablar de su vida, simple, cercana a la naturaleza, que para mí era un símbolo de pureza, me llenaba; Cathie era apicultora y Mathieu tenía una empresa de poda.

—Me parece que soporta bien el invierno —respondí.

—Ya conoces tu casa... En cuanto suban las temperaturas, vendremos regularmente a abrirla y airearla.

—Gracias, pero ya estáis bastante ocupados. No perdáis el tiempo...

—No es ninguna molestia, deberías saberlo —se levantó y me ofreció el brazo para que la imitara—. Si quieres coger tu tren, hay que irse ya.

Aspiré hondo para armarme de valor, le solté la mano y fui hasta el olivo para despedirme. Acaricié la corteza con la palma de la mano y apoyé la mejilla sobre ella.

—Os quiero, papá y mamá. Hasta este verano.

Durante el trayecto, Cathie y yo no paramos de cotorrear. Charla de chicas para sobrellevar el bajón, silenciar el vacío que amenazaba con invadirnos. Teníamos nuestras costumbres; «parloteábamos» hasta el momento de dejar la autopista y, al acercarnos a la estación, permanecíamos en silencio los últimos centenares de metros antes de la inevitable separación. Ella paraba junto a los coches de alquiler y dejaba el motor en marcha, yo bajaba sola; nunca me acompañaba hasta el andén, ninguna de las dos quería derramar lágrimas en público. Le decía: «Gracias, dale un beso a M

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