La casa apartada

Antonio Gálvez Ronceros

Fragmento

¿Recuerdas al perro que pedía limosna con un letrerito de cartón que decía “CIEGO”, y delante del perro había en el piso un tarrito de lata para que echaran las monedas? ¿Recuerdas que lo hacía sentado en la acera de esa calle adoquinada que llamaban Del Rosario, el lomo hacia la pared y el letrerito prendido a la altura del pecho en una especie de capa muy holgada pero rigurosamente cerrada por un rosario delantero de botones, y esa capa, que de largo le quedaba con una demasía que reposaba en el piso, se extendía desde el extremo superior del pescuezo, donde estaba ceñida por una atadura, de modo que era imposible que le vieran el pescuezo, el cuerpo y las patas, recuerdas? ¿Recuerdas que el perro tenía puesto, además, un sombrero muy trajinado que le ocultaba el cráneo y las orejas, uno de esos sombreros de paño descoloridos y deformes que llaman sombreros de loco porque en la mayoría de los casos se ven en la cabeza de vagabundos abandonados por la razón, recuerdas? ¿Recuerdas que sus ojos permanecían ocultos detrás de unos lentes oscuros, casi negros, y que una chalina ancha impedía con varias vueltas que la nariz y el hocico estuvieran a la vista? ¿Recuerdas que el perro no era ciego y la gente creía que el ciego era su dueño, un viejito de cuerpo chiquito y cabeza grande parecido a un muñeco, por lo menos con ciento veinte años de edad en el rostro abatido de arrugas y a quien la carga de tantos años, según creíamos, le había achicado el cuerpo, recuerdas? ¿Recuerdas que poco después de las ocho de la mañana de todos los días el viejito y su perro salían de la campiña y aparecían por el lado oeste de la ciudad en la calle Los Ciruelos, esa calle de tierra polvorienta que estaba cerca del gran mercado de abastos, el viejito llevando puestos la capa con el letrerito prendido, el sombrero de loco, los lentes y la chalina, aunque esta le cubría solo el cuello, en la mano derecha un palo a guisa de bastón que usaba para avanzar a tientas como si fuera un ciego, dando pasos tan chiquitos que parecía estar inmóvil o que demoraría un siglo en llegar adonde iba, y el perro por delante, sujeto del pescuezo por una cuerda cuyo extremo cogía con la otra mano el viejito, recuerdas? ¿Recuerdas que cierta vez, cuando iban por la calle Los Ciruelos, el viejito dio un salto y se detuvo, ¡pero qué es esto, Samuel!, dijo, ¿acaso me quieres matar?, y estaba muy pálido y su voz era más grande que él, y nosotros creímos que hablaba consigo mismo porque quizá los años ya empezaban a extraviarle el pensamiento, aunque con gran retraso, y que tal vez era sordo y creía que tenía que oírse usando tamaño vozarrón, pero el perro se detuvo al instante, alzó las orejas, levantó bruscamente la cabeza y se volvió a mirar al viejito, el hocico abierto y la mirada confundida como si no entendiera, fíjate por dónde me estabas llevando, Samuel, ¡directo hacia ese huecazo!, ¿acaso te has vuelto ciego?, y entonces nos dimos cuenta de que le hablaba al perro, y el perro le entendía porque, haciendo de los ojos dos pelotas, el animal estiró el pescuezo hacia adelante, hacia donde en efecto había una fosa lo suficientemente grande y profunda como para tragarse a veinte viejitos juntos y una cantidad igual de perros, y volvió la mirada hacia el viejito y se notó que el perro estaba avergonzado, el pescuezo contraído de tal manera que el perro parecía un perro muy raro, un perro sin pescuezo, y luego, reaccionando con un vivo movimiento, le reapareció el pescuezo y reanudó la marcha apartándose de la dirección que llevaba, recuerdas? ¿Recuerdas que saliendo de Los Ciruelos entraban en la calle Del Rosario, esa calle transversal donde moría Los Ciruelos y por donde gran parte del día mucha gente iba y venía del gran mercado de abastos, y entonces el viejito y el perro se instalaban en un lugar de una de las aceras de esa calle, y el lugar siempre era el mismo, el viejito sentado en el piso, no había duda de que con las piernas recogidas dentro de la capa, la espalda vuelta hacia la pared, la chalina subida para que le ocultara la boca y la nariz, y el perro acurrucado a su lado, recuerdas? ¿Recuerdas que ahí permanecían varias horas mientras la calle se iba vaciando de transeúntes, y aproximadamente a la una de la tarde, cuando casi toda la ciudad se hallaba almorzando en sus casas y el resto lo hacía en los restaurantes, ahora te toca a ti, mi querido Samuel, decía el viejito, y miraba calle arriba y calle abajo y si no había extraños se despojaba con mucha rapidez del sombrero de loco, los lentes, la chalina y la capa, dejando ver una abultada bolsa de tela colgada del hombro, y enseguida le quitaba al perro la cuerda del pescuezo, la guardaba en un bolsillo del pantalón y hacía sentar al perro de lomo hacia la pared, y en esa posición el perro tenía la misma estatura que el viejito sentado, y procedía a vestirlo con no menos rapidez, procurando que la chalina le cubriera con varias vueltas la nariz y el hocico, recuerdas? ¿Recuerdas que después el viejito cogía el tarrito, se guardaba en una faltriquera las monedas que pudiera haber en él y devolvía el tarrito al piso, voy a traerte el almuerzo, mi querido Samuel, y entonces se veía moverse por un instante la chalina a la altura del hocico, como si el perro hubiese hecho una mueca cuyo significado el viejito parecía entender a juzgar por lo que replicaba de inmediato: tú no comprendes, mi querido Samuel, para ti la vida solo es comer y dormir, pero para mí es además un trago al día, como si la mueca hubiera sido de reprobación: ya vas a buscarte el trago, viejo borracho, recuerdas? ¿Recuerdas que luego el viejito, con la bolsa colgada del hombro pero sin llevarse el palo que le servía de bastón, iniciaba a lo largo de la acera una caminata de pasos increíblemente diferentes, esta vez largos y firmes, hacia el lado de los restaurantes y tabernas que había en las inmediaciones del mercado, y el perro se quedaba inmóvil como si fuera un perro de yeso, aunque la comparación es un puro decir porque nadie iba a creer que lo que ahí se veía era un perro, como quedaba demostrado a veces con algún transeúnte tardío que se detenía para arrojar alguna moneda: ese perro malagradecido se ha largado dejando solito al viejito ciego sin importarle que algún perverso le robe sus limosnas con tarrito y todo, este pobre viejito que además debe de estar resfriado y se ha subido la chalina para no morir de frío, y el tono era de amarga indignación, ¡cómo se ve que los tiempos han cambiado, ya no son los tiempos en que el mejor amigo del hombre era el perro, ahora ya no se puede creer en nada!, y nosotros, oyendo estas cosas, imaginábamos que el perro debía de estar hirviendo por dentro, diciéndose el que se ha largado es el viejo borracho, no yo, que estoy aquí, se ha largado como lo hace todos los días a esta hora para arrimarse su tragazo de aguardiente aprovechando que tiene que almorzar y traerme un poco de comida; así que fíjese bien en lo que usted dice, que las apariencias engañan, y más bien eche usted de una vez algo en el tarro, que para eso he quedado aquí disfrazado de viejo que no ve, recuerdas? ¿Recuerdas que más o menos una hora después de su partida se veía al viejito regresando a trancos estirados y seguros como si no fuera viejo, lo que nos hacía sospechar que quería que se pensara que era ot

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