La Cueva del Sol

Elias Khoury

Fragmento



Índice

 

Portadilla

Índice

Introducción

Primera parte: El hospital Galilea

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Segunda parte: La muerte de Nahila

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Nota del autor

Nota del traductor

Créditos

Grupo Santillana

El jeque Yunaid tuvo sed en el transcurso de un viaje. Encontró un pozo en el camino pero era demasiado hondo, así que se quitó el fajín y lo tiró al pozo hasta que tocó el agua y la tela se empapó. Luego lo izó y lo escurrió en su boca para beber. Un hombre pobre que pasaba por allí le dijo: «¿Qué está haciendo? ¿Por qué bebe así? Dígale al agua que suba y beba con las manos». El hombre pobre se acercó al pozo y dijo al agua: «¡En el nombre de Dios, sube!». Y el agua subió y pudo beber. Entonces el jeque le dijo al hombre pobre: «¿Quién sois vos?». Y el pobre le respondió: «Un humilde servidor de Dios». El jeque le preguntó: «¿Quién es vuestro maestro?». Y el hombre le dijo: «El jeque Yunaid, con el que todavía no he podido encontrarme». El jeque Yunaid le dijo: «Entonces ¿cómo habéis conseguido tal maestría?». Y el pobre le contestó: «Depositando plena confianza en él».

Primera parte El hospital Galilea

Primera parte

 

El hospital Galilea

Capitulo 1

Um Hasan está muerta.

He visto gente corriendo de un lado para otro por los callejones del campamento. He oído voces y llantos. Todos se han echado a la calle, agachándose a recoger las lágrimas, corriendo sin parar.

Nabila, la esposa de Mahmud Al-Qasimi, nuestra madre, ha muerto. Madre, le decíamos, porque todos los nacidos en el campamento de Chatila caímos de los vientres de nuestras madres a sus manos.

También yo al nacer caí a sus manos; también yo he corrido en el día de su muerte.

Um Hasan vino de Al-Kuaikat para convertirse en la única partera que se podía encontrar en el campo de Chatila. Era una mujer sin edad y sin hijos. Así la recuerdo desde siempre, anciana, con los hombros encorvados, la piel llena de pliegues y arrugas, los ojos grandes y brillantes, una cara cuadrada y blanca y con el pelo blanco cubierto por un pañuelo blanco.

Su vecina Saná, la esposa del vendedor de kenafe Karim Al-Yachi, contaba que Um Hasan fue a su casa anoche para decirle que la muerte vendría a llevársela.

«La he oído, amiga. Habla en voz baja.»

Um Hasan, con su deje beduino, informó a Saná de que había oído la llamada de la muerte.

«Al rayar la mañana oí que me hablaba. Estate preparada, me ha dicho.»

Um Hasan le dejó dicho a Saná el modo en que deseaba ser amortajada.

«Anoche me agarró de la mano —ha contado Saná— y me llevó a su casa. Abrió el armario marrón de madera y me mostró una mortaja de seda blanca. Quería bañarse antes de acostarse porque, decía, iba a morir pura. Me recalcó que fuera yo quien la limpiara, y nadie más».

Um Hasan ha muerto.

Todos sabían que la mañana de este lunes 20 de noviembre de 1995 Nabila Bint Fátima se encontraría con la muerte.

La gente, al despertar, se ha quedado a la espera. Nadie tenía suficiente valor para ir a su casa y hallarla muerta. Um Hasan se lo había contado a todo el mundo y todo el mundo la creyó.

El único sorprendido he sido yo.

Estuve haciéndote compañía hasta las once de la noche y luego, agotado, me fui a acostar a mi habitación. Era muy tarde y nadie en el campamento me dijo nada.

Pero todos lo sabían.

Todo el mundo confiaba en Um Hasan porque siempre decía la verdad. La mañana del 5 de junio de 1967 fue la única que lloró. La multitud bailaba por las calles dispuesta a regresar a Palestina. Um Hasan, en cambio, lloraba. A todo aquel que se encontraba le contaba que había decidido vestirse de luto. Se reían de ella. Decían que estaba chiflada. Durante los seis interminables días que duró la guerra no abrió las ventanas de su casa y al séptimo día tuvo que ser ella quien saliera a la calle para enjugar las lágrimas de la gente. Dijo que lo sabía, que sabía que Palestina no regresaría hasta que todos hubieran muerto.

A lo largo de los años Um Hasan había ido enterrando uno tras otro a sus cuatro hijos. Se los traían tendidos en una tabla de madera, con las ropas ensangrentadas. Solamente le sobrevivió uno, Nayi, que vive en América, aunque no se puede decir que Nayi sea hijo suyo. Lo recogió de debajo de un olivo en el camino de Al-Kabiri a Tarchiha y lo estuvo amamantando con sus pechos secos hasta que se lo entregó a su verdadera madre en la Caná libanesa.

Hoy Um Hasan ha muerto.

Nadie se atrevía a entrar en su casa. Cerca de veinte mujeres se apiñaban en la puerta, esperando,

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