Con y sin nostalgia

Mario Benedetti

Fragmento



Índice

 

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Los astros y vos

Escuchar a Mozart

La colección

Sobre el éxodo

Gracias, vientre leal

Pequebú

Oh quepis, quepis, qué mal me hiciste

El hotelito de la rue Blomet

Relevo de pruebas

Compensaciones

Las persianas

Transparencia

Los viudos de Margaret Sullavan

La vecina orilla

Sobre el autor

Créditos

Dedicatoria

Los hechos
son siempre vacíos,
son recipientes
que tornarán
la forma
del sentimiento
que los llene.

JUAN CARLOS ONETTI

Los astros y vos

Los astros y vos

Hijo de un maestro primario y de una costurera; delgado, de buena estatura, ojos oscuros y manos suaves, podía haber pasado por un habitante promedio de Rosales, ese pueblito aséptico, alfabetizado e industrioso, con su destino más visible ligado a dos fábricas [poderosas, humeantes, cuadradas] de capital extranjero. Oliva era comisario como pudo haber sido albañil o bancario, es decir no por vocación, sino por azar. Por otra parte, durante largos años la policía casi no había tenido sentido en la vida cotidiana de Rosales, ya que allí nadie delinquía. El último crimen, un recuerdo que tenía por lo menos veinte años, había sido un típico crimen de amor: el almacenero don Estévez había matado a su mujer, enferma de un cáncer incurable, nada más que para ahorrarle las últimas semanas de insoportable agonía. Alguna que otra noche asomaban en la plaza, dignificada por la iglesia y la jefatura, dos o tres alcohólicos moderados, pero la policía nunca intervenía porque esos tipos tenían la borrachera alegre y se limitaban a entonar viejas milongas o a rememorar un evangelio de chistes que ellos creían indiscutiblemente procaces y que en realidad eran de una inocencia casi adolescente.

El comisario frecuentaba el café, donde jugaba a la generala con el dentista o el boticario, y a veces hasta aparecía por el Club, donde discutía amigablemente con el periodista Arroyo sobre deportes y política internacional. En rigor, la especialidad periodística de Arroyo no eran ni los deportes ni la política internacional, sino la sabia, escurridiza astrología, pero en su diaria sección de horóscopos [«los astros y vos»] hacía a menudo referencias muy concretas y muy verificables sobre distintos matices de un futuro presumiblemente cercano. Y eran matices en tres zonas: la internacional, la nacional y la pueblerina. Tantos aciertos se había anotado en los tres órdenes, que su sección astrológica en La Espina de Rosales [diario de la mañana] era consultada con atención y respeto no sólo por las mujeres, sino por todos los rosaleros.

Quizá valga la pena aclarar que el nombre del pueblo no era —ni es— Rosales. Aquí se lo adopta sólo por razones de seguridad. En el Uruguay de hoy no sólo las personas, los grupos políticos o los sindicatos, han ido pasando a la ilegalidad; también hay barrios y pueblos y villas, que se han vuelto clandestinos.

Es a partir del golpe del 73 que el comisario Oliva sufre una radical transformación. El primer cambio visible fue en su aspecto externo: antes no usaba casi nunca el uniforme, y en verano se le veía a menudo en mangas de camisa. Ahora el uniforme y él eran inseparables. Y ello había dado a su rostro, a su postura, a su paso, a sus órdenes, una rigidez y un autoritarismo que un año atrás habrían sido absolutamente inverosímiles. Además había engordado [según los rosaleros, se había «achanchado»] rápida e inconteniblemente.

Al principio, Arroyo miraba aquel cambio con cierta incredulidad, como si creyera que el comisario estaba simplemente desarrollando un gran simulacro. Pero la noche en que mandó detener a los tres borrachitos de rigor, por «desórdenes y vejámenes al pudor», cuando la verdad era que habían cantado y contado como siempre; esa noche Arroyo comprendió que la transformación iba en serio. Y al día siguiente las columnas de «Los astros y vos» comenzaron a expresar un pronóstico sombrío para el futuro cercano y rosalero.

El único liceo del pueblo tuvo por primera vez un paro estudiantil. Al igual que en otras localidades del Interior, asistían al liceo jóvenes de muy desparejas edades: unos eran casi niños y otros eran casi hombres. En este paro inaugural, los muchachos protestaron contra el golpe, contra el cierre del parlamento, contra la clausura de sindicatos, contra las torturas. Totalmente desprevenidos con respecto al cambio operado en Oliva, desfilaron con pancartas alrededor de la plaza, y antes de concluir la segunda vuelta, ya fueron detenidos. Todavía los policías les pidieron disculpas [algunos eran tíos o padrinos de los «revoltosos»], agregando a nivel de susurro, entre crítico y temeroso, que eran «cosas de Oliva». De los sesenta detenidos, antes de las veinticuatro horas el comisario soltó a cincuenta, no sin antes propinarles una larga filípica, en el curso de la cual dijo, entre otras cosas, que no iba a tolerar «que ningún mocoso lo llamara fascista». A los diez restantes [los únicos mayores de edad] los retuvo en la comisaría, incomunicado

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