Cuentos de invierno

Isak Dinesen

Fragmento



Índice

Portadilla

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El joven del clavel

El acre del dolor

La heroína

Cuento del joven marinero

Las perlas

Los invencibles dueños de esclavos

El niño soñador

Alkmene

El pez

Peter y Rosa

Un cuento consolador

Sobre la autora

Créditos

01 El joven del clavel

El joven del clavel

Hace tres cuartos de siglo había en Amberes, cerca del puerto, un pequeño hotel llamado Queen’s Hotel. Era un establecimiento pulcro y respetable donde se hospedaban capitanes de barco con sus esposas.

A este hotel llegó, una noche de marzo, un joven sumido en la tristeza. Subiendo del puerto, donde acababa de dejarle un barco de Inglaterra, se sentía el ser más solo del mundo. Y no tenía a nadie con quien poder hablar de su aflicción; porque a los ojos del mundo parecía afortunado y sin problemas, un joven envidiado por todos.

Era un escritor que había conseguido gran éxito con su primer libro. Al público le había entusiasmado; los críticos habían sido unánimes en sus elogios; y había ganado dinero con él, después de haber sido pobre toda su vida. El libro, basado en su propia experiencia, trataba del duro destino de los niños infortunados, y le había puesto en contacto con los reformadores de la sociedad. Había sido entusiásticamente acogido en un círculo de hombres y mujeres sumamente cultivados y nobles. Incluso se había casado, en el seno de esta comunidad, con la hija de un famoso científico, una hermosa joven que le idolatraba.

Ahora iba a ir a Italia con su esposa a terminar allí su siguiente libro, cuyo manuscrito llevaba en la maleta. Su mujer le había precedido unos días porque quería visitar de paso su antiguo colegio de Bruselas.

«Me sentará bien», había dicho ella sonriendo, «pensar y hablar de cosas que no sean tú». Ahora le esperaba en el Queen’s Hotel, y no quería pensar ni hablar de otra cosa.

Todo esto podía ser agradable. Pero las cosas no eran lo que parecían. Casi nunca lo eran, pensó; pero en su caso, resultaban ser exactamente lo contrario. El mundo se le había caído encima; no era extraño que se sintiese asqueado, mortalmente incluso, de él. Había caído en la trampa, y se había dado cuenta demasiado tarde.

Porque en el fondo se daba cuenta de que nunca más escribiría un gran libro. Ya no tenía nada que decir, y el manuscrito de la maleta no era más que un mazo de papeles que le pesaba en el extremo del brazo. Le vino al pensamiento una cita de la Biblia, ya que de niño había asistido a la escuela dominical, y pensó: «No sirvo sino para ser arrojado y hollado por los pies de los hombres.»

¿Cómo iba a enfrentarse con las personas que le amaban y tenían fe en él: su público, sus amigos y su mujer? Jamás había puesto en duda que le amaban a él más que a sí mismas y que anteponían su interés a los de ellos; por su genio, y porque era un gran artista. Pero dado que su genio se había desvanecido, su futuro sólo tenía dos caminos posibles. O el mundo le despreciaría y abandonaría, o seguiría queriéndole sin tener en cuenta sus méritos como artista. Desechó esta segunda alternativa, aunque había pocas cosas cuyo pensamiento le asustara, con una especie de horror vacui: parecía reducir el mundo a un vacío y una caricatura, a una casa de orates. Podía soportar cualquier cosa antes que eso.

El pensar en su fama hizo que aumentase y se intensificase su desesperación. Si en el pasado había sido infeliz, y le habían venido ideas a veces de arrojarse al río, al menos había sido asunto suyo. Ahora tenía la luz deslumbrante del renombre enfocada sobre él; cien ojos le observaban; y su fracaso, o su suicidio, significaría el fracaso y el suicidio de un autor mundialmente famoso.

Pero incluso estas consideraciones no eran sino factores secundarios en su desventura. En el peor de los casos, podía arreglárselas sin sus semejantes. No tenía gran opinión de ellos, y podía verlos desaparecer, público, amigos y esposa, con infinitamente menos pesar de lo que ellos habrían sospechado, con tal de poder quedarse cara a cara, v en relación amistosa, con Dios.

El amor a Dios, y la certeza de que a cambio Dios le amaba más que al resto de los seres humanos, le habían sostenido en épocas de pobreza y de adversidad. Sabía ser agradecido también; su reciente buena suerte había sellado y confirmado el entendimiento entre Dios y él. Pero ahora le parecía que Dios le había vuelto la espalda. Y si no era un gran artista, ¿quién era él para que Dios tuviera que amarle? Sin sus poderes visionarios, sin su séquito de fantasías, bromas y tragedias, ¿cómo podía acercarse siquiera al Señor e implorarle desagravio? La verdad es que no era, entonces, mejor que los demás. Podía engañar al mundo, pero jamás en la vida se había engañado a sí mismo. Había perdido el afecto de Dios; así que, ¿cómo iba a vivir ahora?

Su cerebro desvariaba, y le aportaba nueva materia de sufrimiento. Recordó la opinión de su suegro sobre la literatura moderna: «Su característica», había tronado el anciano, «es la superficialidad. La época carece de peso; su grandeza está hueca. En cuanto a tu noble obra, mi querido muchacho...». Por lo general, las opiniones de su suegro le tenían sin cuidado; pero en este momento estaba tan deprimido que le angustiaban un poco. «Superficial», pensó, sería el término que el público y los críticos le aplicarían cuando conociesen la verdad: trivial, falto de contenido. Calificaban de noble su obra porque había conmovido sus corazones al describir el sufrimiento de los pobres. Pero del mismo modo podía haber hablado del sufrimiento de los reyes. Y los había descrito porque daba la casualidad de que los conocía. Ahora que había hecho fortuna se daba cuenta de que no le quedaba nada que decir sobre los pobr

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