Territorio Comanche

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

I

EL PUENTE DE BIJELO POLJE

ARRODILLADO EN LA CUNETA, MÁRQUEZ TOMÓ FOCO EN la nariz del cadáver antes de abrir a plano general. Tenía el ojo derecho pegado al visor de la Betacam, y el izquierdo entornado, entre las espirales de humo del cigarrillo que conservaba a un lado de la boca. Siempre que podía, Márquez tomaba foco en cosas quietas antes de hacer un plano, y aquel muerto estaba perfectamente quieto. En realidad no hay nada tan quieto como los muertos. Cuando tenía que hacerle un plano a uno, Márquez siempre accionaba el zoom para enfocar a partir de la nariz. Era una costumbre como otra cualquiera, igual que las maquilladoras de estudio empiezan siempre por la misma ceja. En Torrespaña eran famosas las tomas de foco de Márquez; los montadores de vídeo, que suelen ser callados y cínicos como las putas viejas, se las mostraban unos a otros al editar en las cabinas. No te pierdas ésta, etcétera. Junto a ellos, los redactores becarios palidecían en silencio. No siempre los muertos tienen nariz.

Aquel tenía nariz, y Barlés dejó de observar a Márquez para echarle otro vistazo. El muerto estaba boca arriba, en la cuneta, a unos cincuenta metros del puente. No lo habían visto morir, porque cuando llegaron ya estaba allí; pero le calculaban tres o cuatro horas: sin duda uno de los morteros que de vez en cuando disparaban desde el otro lado el río, tras el recodo de la carretera y los árboles entre los que ardía Bijelo Polje. Era un HVO, un jáveo croata joven, rubio, grande, con los ojos ni abiertos ni cerrados y la cara y el uniforme mimetizado cubiertos de polvillo claro. Barlés hizo una mueca. Las bombas siempre levantan polvo y luego te lo dejan por encima cuando estás muerto, porque ya no se preocupa nadie de sacudírtelo. Las bombas levantan polvo y gravilla y metralla, y luego te matan y te quedas como aquel soldado croata, más solo que la una, en la cuneta de la carretera, junto al puente de Bijelo Polje. Porque lo muertos además de quietos están solos, y no hay nada tan solo como un muerto. Eso es lo que pensaba Barlés mientras Márquez terminaba de hacer su plano.

Dio unos pasos por la carretera, en dirección al puente. El paisaje habría sido apacible de no ser por los tejados en llamas entre los árboles del otro lado del río, y la humareda negra suspendida entre cielo y tierra. A este lado había un talud que bajaba hasta la linde de un bosque, unos campos anegados a la izquierda, y la carretera que hacía una curva cien metros más allá, junto a la granja donde estaba el Nissan. En cuanto al puente, consistía en una antigua estructura metálica milagrosamente intacta después de tres años de guerra, de esas que tienen dos grandes arcos de acero para sostener la pasarela. A Barlés le recordaba uno semejante, de hojalata, que tuvo de niño, con la vía férrea de un tren eléctrico.

Durante toda la mañana habían estado pasando por el puente refugiados que huían del avance musulmán hacia Bijelo Polje: primero coches cargados de gente con maletas y bultos; luego carros tirados por caballos, con críos sucios y asustados; por fin, tras los últimos civiles que huían a pie, soldados exhaustos con la mirada distante, perdida, de aquellos a quienes ya da igual ir hacia adelante que hacia atrás. Al cabo, un último grupo: tres o cuatro jáveos corriendo. Después, otro que sostenía a un herido que cojeaba. Por fin un hombre solo, sin duda un oficial que se había arrancado las insignias, con el Kalashnikov y dos cargadores vacíos en la mano izquierda. Márquez los grabó a todos mientras pasaban, y al ver la TVE pegada en la cámara el oficial lo insultó en croata: Ti-Vi-Ei Yebenti mater, me calzo a vuestra madre, en traducción libre. En el norte de Bosnia los jáveos ya no hacían la uve de la victoria ni daban palmaditas en la espalda a los cámaras de televisión. Eso era viejo de tres años atrás, cuando Vukovar y Osijek y todo aquello; cuando los croatas aún eran los buenos, los agredidos, y los serbios el único malo de la película. Ahora al que más y al que menos le habían partido la boca, las fosas comunes se desenterraban en todos los bandos y cada cual tenía cosas que ocultar. Yebenti mater o yebenti maiku, la versión sólo difería según quién te mentara a la madre. A medida que las guerras se hacen largas y a la gente se le pudre el alma, los periodistas caen menos simpáticos. De ser quien te saca en la tele para que te vea la novia, te conviertes en testigo molesto. Yeventi mater.

Barlés se detuvo a veinte metros del puente: una distancia prudencial desde la que podía distinguir los cajones de pentrita adosados a los pilares, y las botellas de butano que reforzaban el explosivo. Los cables detonadores bajaban por el talud hasta la linde del bosque, donde habían visto retirarse a los zapadores jáveos después de instalar las cargas. No podía verlos pero estaban allí, esperando el momento de hacerlo saltar. En el cuartel general de Cerno Polje, a pesar de su renuencia a pronunciar la palabra retirada, un comandante le había explicado lo básico del asunto:

—Sobre todo no crucen el puente. Se exponen a quedarse al otro lado.

Era lo que ellos llamaban territorio comanche en jerga del oficio. Para un reportero en una guerra, ése es el lugar donde el instinto te dice que pares el coche y des media vuelta. El lugar donde los caminos están desiertos y las casas son ruinas chamuscadas; donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos. El suelo de las guerras está siempre cubierto de cristales rotos. Territorio comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie sabes que te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti.

Barlés observó de nuevo el otro lado del río, los árboles que ocultaban Bijelo Polje, y se preguntó qué tipo de blanco ofrecía en ese momento, y para quién. En cuanto asomase tras la curva el primer tanque o los primeros soldados de la Armija, los zapadores del bosque bajarían la palanca detonadora antes de salir corriendo. La idea, supuso, era mantener el puente hasta el último momento, por si alguno de los desgraciados que resistían en el pueblo alcanzaba el río. Aún se les oía disparar los últimos cartuchos entre los tejados en llamas. Por un momento los imaginó rompiendo tabiques para huir de una casa a otra, arrastrando heridos que dejaban rastros de sangre sobre el yeso desmenuzado y los escombros del suelo. Enloquecidos por el miedo y la desesperación. Según el Sony ICF de onda corta y la BBC, en un pueblo vecino la Armija había descubierto una fosa con cincuenta y dos cadáveres de musulmanes maniatados. Y cincuenta y dos cadáveres puestos en fila hacen una fila muy larga. Además, tienen familia: hermanos, hijos, primos. Tienen gente que los echa de menos y al verlos allí, uno detrás de otro y recién desenterrados, se lo toman a mal. Por eso en Bijelo Polje, la Armija perdía poco tiempo en hacer prisioneros. Barlés soltó una risita atravesada y lúgubre, para sus adentros. Quien hubiera bautizado aquello como limpieza étnica, no tenía la menor idea. La limpieza étnica podía considerarse cualquier cosa menos limpia.

Escuchó la salida de un mortero de 60 mm situado en las afueras del pueblo, a un kilómetro del puente, y miró alrededor en busca de un lugar donde ponerse a cubierto. Disponía de unos veinte segundos hasta la llegada, si es que venía en esa dirección, así que decidió olvidarse del casco de kevlar, que estaba en el suelo demasiado lejos, junto a Márquez. Anduvo sin apresurarse demasiado hasta el talud y se tumbó en él boca abajo, observando a su compañero que, aún ar

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