Profeta

Juan Sebastián Gaviria

Fragmento

1

El guardia reconoce la ambulancia antes de que gire hacia la rampa de acceso. Vestido con su uniforme de policía militar, el casco negro calado contra las cejas y un fusil meciéndose sobre su pecho, sale de la garita, apoya la mano sobre la palanca de la barda y le silba al segundo guardia, que sujeta a un pastor alemán por la correa y en su otra mano lleva un espejo convexo de inspección. La ambulancia se detiene y el conductor baja la ventana y el guardia se acoda en el marco, las manos colgando dentro de la cabina. Sin dejar de mirar al frente con un gesto de ofuscada soberbia, el doctor que viaja en el asiento del copiloto abre la guantera y saca un sobre blanco y delgado que pone sobre el muslo del conductor, quien lo desliza dentro de una revista Jet-Set que yace sobre el tablero. El guardia coge la revista y la enrolla y se la embute bajo el brazo. Entretanto, el segundo vigilante permanece a una distancia prudente, la correa lánguida entre su mano y el cuello del perro, el espejo de inspección apoyado sobre su hombro, la mirada deslizándose a derecha e izquierda. Durante la maniobra el doctor no mira al guardia ni a su compañero aunque sí parece intercambiar miradas con el pastor alemán, que levanta su hocico en el aire y retuerce el triángulo húmedo de su nariz. La barda se levanta y la ambulancia avanza y desfila ante un corro de soldados fuertemente armados que se codean unos a otros entre susurros. El perro, algo contrariado, la ve desaparecer por la estrecha calle flanqueada por altas rejas de malla galvanizada coronadas con espirales de alambre de púas.

Durante el recorrido el doctor mira por la ventana y se ajusta el nudo de la corbata y revisa sus uñas esmaltadas, a la caza de pellejos, y luego abre la guantera y saca un segundo sobre, notablemente más robusto que el primero. Vuelve a mirar hacia las pistas de aterrizaje y los oscuros hangares, en cuyo interior la luz indirecta del sol bosqueja curvas y vértices, la forma aerodinámica de las alas, los círculos hambrientos de potentes turbinas, hélices, remaches, los marcos de aluminio de las ventanas de las cabinas. Afuera hay algunos aviones de guerra rusos y norteamericanos, todos exhibiendo el emblema de la División de Asalto Aéreo del Ejército Nacional y la bandera colombiana. En el retrovisor derecho el doctor ve la torre de control del aeropuerto El Dorado alzándose sobre edificios de dos y tres pisos, que es reemplazada por el cielo azul y profundo cuando la ambulancia tuerce a la derecha, hacia un hangar frente al que se halla un enorme helicóptero artillado MI-17. Parado frente al helicóptero hay un hombre vestido con el impecable enterizo verde de aviación del ejército y gafas Ray-Ban. La ambulancia traza un círculo y se estaciona de espaldas al helicóptero y el doctor baja y empieza a caminar mirando de reojo hacia el hangar en el que algunos mecánicos hormiguean alrededor del tren de aterrizaje de un Super Tucano. Al acercarse al piloto del helicóptero advierte que detrás suyo hay otros dos hombres, a esos los conoce, son los mismos de las veces pasadas, pero una especie de parálisis parece embargarlo cuando advierte que junto al hangar, unos setenta metros detrás del helicóptero, hay un hombre vestido de civil que lo mira fija e inexpresivamente.

—Grillo —dice extendiendo la mano.

—Doctor Granados —responde el Grillo estrechándosela y evaluándolo de arriba abajo: la corbata rosada, la bata blanca con un dije del báculo de Asclepios prendido a la solapa, el carnet de identificación médica plastificado y el bolsillo del que asoman las relucientes puntas de esferos Mont Blanc.

—¿Todo bien? ¿Todo… libre? —pregunta echando una mirada hacia el enigmático hombre de civil.

—No se preocupe por eso, doctor. Es mi coronel Sánchez que está esperando transporte. Además, acuérdese hombre que yo no me mando solo y que para aterrizar este bicho aquí alguien de arriba tuvo que dar la orden.

—Este es su lado de la cancha, Grillo —el doctor trata de aplacar su ofuscamiento—. Usted cuadra a sus jugadores.

—Relajado, doc. Relajado y orgulloso, hombre, que acá sólo estamos haciendo trabajo humanitario.

Ante una seña del Grillo, los dos hombres se dirigen a la ambulancia y abren las puertas traseras y comienzan a descargar unos bidones blancos que llevan al helicóptero. Luego empiezan a transportar del helicóptero al interior de la ambulancia varios viajes de neveras de icopor. Los hombres vienen y van y regresan y las neveras van acumulándose en columnas e hileras ahí dentro y el doctor se pregunta si van a caber todas. Pensativo, mira los letreros que fueron escritos con marcador negro sobre las tapas de las neveras y advierte que uno de ellos dice “A negatibo” aunque intentaron corregir el error al tachar la b para convertirla en una v. Las neveras están sucias y castigadas, manchadas de polvo rojo y tierra negra y aruñones, las esquinas carcomidas, huellas de sangre tan seca ya que se ve negra, hojas podridas adheridas a las bases y manchas verdes de pasto a lo largo de los bordes inferiores. Sin hacer contacto visual con el doctor una sola vez, los ayudantes del Grillo terminan de descargar las neveras y se retiran en silencio. El doctor extiende la mano y arranca una de las cintas adhesivas y levanta una tapa y asiente con satisfacción cuando ve que el vapor blanco de dióxido de carbono se derrama por los bordes.

—Eso es eso —dice el Grillo—. Lo mío, como siempre.

—Claro. Mañana mismo, Grillo. —El doctor camina unos pasos y abre la puerta del copiloto de la ambulancia y mete el brazo y coge el sobre blanco y se lo extiende al Grillo—. Pa los dulces.

—Gracias —el Grillo baja la cremallera de su enterizo, desliza el sobre adentro, y vuelve a cerrarla.

—Y para que mantenga contenta a su gente —agrega, lanzando otra incómoda mirada hacia el tipo de civil junto al hangar. No se ha movido. No ha dejado de escrutarlos por un solo instante.

La desconfianza de Granados comienza a exasperar al Grillo pero se abstiene de manifestarlo. Le dedica al doctor una amplia sonrisa y Granados no sabe si es falsa o auténtica pero le resulta inquietante. Le echa una última mirada al helicóptero y asiente y se despide del Grillo y trepa al puesto del copiloto. Finge estar organizando los papeles dentro de la guantera mientras ve por el retrovisor derecho que el Grillo se da la vuelta y camina hacia el hombre de civil, quien guarda su pétrea quietud aun mientras el Grillo se le para al frente y abre su enterizo y saca el sobre blanco. Cardiaco, el doctor mira, como si su vida dependiera de que aquel enigmático maniquí cobre vida. Y en efecto, la oleada de pánico que ha comenzado a invadirlo sólo amaina cuando el hombre extiende el brazo y recibe el sobre.

—¿Para dónde, doctor? —pregunta el conductor de la ambulancia.

—Regresemos a la clínica.

—¿Sirenas?

—No. Vamos suave.

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