Un día casi perfecto

Mareike Krugel

Fragmento

Un dia casi perfecto

No quiero morir y tampoco quiero cruzar este umbral. Las puertas del instituto son la entrada al infierno, pero no queda más remedio: mi hija me necesita.

La hoja es pesada y se abre hacia fuera. El olor me golpea de inmediato, pues al igual que todos los otros centros educativos que conozco, excepto la escuela de música donde trabajo, este huele a polvo y colofonia. El olor me asquea, es una reacción psicosomática que no desaparece con los años. He pasado a recoger a Helli innumerables veces y mi estómago sigue rebelándose.

El pasillo, decorado con las obras de uno de los cursos de dibujo, es recto, luego forma un codo y después, otro. Tras recorrerlo, ya te encuentras ante la puerta de cristal que separa la parte con olor a escuela y suelo de linóleo de la zona confortable con olor a café y alfombras. Veo a Helli de inmediato. Está sentada en una silla ante la secretaría y lleva unos extraños cuernitos en la nariz. Me resulta raro verla tan quieta y acelero mis pasos.

Antes de la pubertad, cuando tenía más o menos la edad de Helli, sufrí un síndrome cuyo origen nadie fue capaz de descubrir, solo aludieron a vagas sospechas relacionadas con las hormonas y el desarrollo: cada dos semanas, sin previo aviso y de manera regular, sufría un ataque de vómitos en la escuela. Tras un par de escenas horrendas durante la clase y el recreo, aprendí a hacer un ejercicio de introspección tan intenso que logré descifrar los sutiles mensajes que me enviaba mi cuerpo y, a partir de entonces, siempre conseguía llegar al váter a tiempo. Allí vomitaba sin hacer ruido en diversas oleadas, algo que solo volvió a ocurrir más adelante, durante el embarazo. Sin embargo, en esos momentos creía morir. Aunque la razón me decía que eso era imposible, la sensación era inequívoca y nunca dejó de aterrarme. Horas e incluso días después me sentía débil y temblorosa, los estímulos más normales me abrumaban: la luz era demasiado intensa; las voces, demasiado altas. En esos momentos me sentía como una zombi, como si no hubiera muerto del todo, y me parecía imposible superar la vida, que continuaba, como si con cada ataque no se hubiese cumplido una promesa y solo hubiera sobrevivido por un precio que en realidad no estaba dispuesta a pagar.

Cuando me acerco, resulta que los cuernitos de la nariz de Helli son trozos de pañuelos de papel retorcidos para taponarla. Ya están teñidos de rojo, y cuando se pone de pie para saludarme caen al suelo.

—Por fin —dice ella.

—Estaba comprando. No he podido llegar antes.

Helli aún sangra, se inclina hacia delante y las gotas caen de la nariz a la alfombra.

Mi hija no es como yo, no le importa vomitar, sangrar o causar cualquier otro tipo de inconveniente.

Le alcanzo un paquete de pañuelos de papel que he traído del coche, ella arranca unos cuantos y los presiona contra la nariz. Bajo la vista lentamente para evaluar los daños: los zapatos de Helli están un poco manchados y en la alfombra hay un rastro de sangre desde la puerta de cristal hasta la secretaría. Lo sigo y asomo la cabeza al despacho para avisar de que he llegado y que me llevo a mi hija.

—¡Señora Theodoroulakis! —grita la secretaria, cuyo apellido es tan banal que siempre se me olvida.

¿Cuál es: Kaufmann, Neumann...?

—¿Sí?

—Entre, por favor, quisiera mostrarle una cosa.

Es lo que me temía. Mientras Helli aguarda en el pasillo, entro en la secretaría, donde veo a la señora Neumann agachada, limpiando el suelo.

—Señora Theodoroulakis, no puede ser que su hija lo manche todo de sangre. No tengo tiempo para estas cosas. Ahora habré de fregar toda la mañana y las manchas no salen. Me parece absurdo que deba hacerlo yo, no soy una empleada de la limpieza.

Por lo visto, Helli se quedó de pie ante el escritorio de la señora Neumann durante un buen rato. Puedo imaginármelo: Helli inclinada hacia delante, goteando y alegrándose del mal ajeno mientras la señora Neumann marcaba mi número con desesperación y hurgaba en los cajones en busca de pañuelos. En el suelo descubro un montoncito blanco: al parecer, la señora Neumann lo ha intentado con sal, como en el caso del vino tinto.

—La sangre solo sale con agua fría —digo.

Soy una experta en manchas desde que Helli nació. La señora Neumann se endereza y me tiende el trapo.

—Entonces, ocúpese usted misma, ya que sabe cómo se hace. Ya estoy harta de esta actitud: la gente siempre da buenos consejos, pero el trabajo que lo hagan otros.

Un tanto sorprendida cojo el trapo: está caliente y por tanto resulta inútil. La señora Neumann ha cruzado los brazos con expresión severa; aunque es menuda y regordeta resulta amenazante.

No sé qué hacer, solo pienso que fuera, en el pasillo, Helli espera con impaciencia y que sigue sangrando. Lo que sí sé es que he de borrar todo un rastro de sangre que no acabará en la puerta de cristal, sino en una de las aulas, en lo más profundo del instituto, donde huele a ataques de vómito. También sé que el timbre sonará de inmediato, que los maestros aparecerán por todas partes, y no tengo la menor intención de frotar el suelo a sus pies: en este momento es lo peor que puedo imaginarme.

Ante mí, la señora Neumann hace chasquear la lengua con irritación porque todavía no he empezado. Tiene razón, desde luego: no es una empleada de la limpieza y es muy posible que para ella tampoco haya nada peor que arrastrase por el suelo ante todos los maestros. Lo siento en el alma, pero limpiar la alfombra de la escuela tampoco figura entre mis deberes, que se centran en uno solo: ocuparme de mi hija. Le devuelvo el trapo y me apresuro a abandonar el despacho. Fuera, cojo la cartera y la chaqueta de Helli, la agarro del brazo y la arrastro a lo largo del pasillo.

—¡Eh, oiga! —grita la señora Neumann—. Esto es el colmo. Haga el favor de volver aquí y limpiar todo esto. ¡No soy una empleada de la limpieza!

Helli y yo echamos a correr, doblamos por las esquinas del pasillo, atravesamos la pesada puerta hasta alcanzar el coche, que, pese a todas las prohibiciones, aparqué delante del edificio de la escuela, y ambas nos apresuramos a subir.

—¡Date prisa y arranca! —grita Helli, riendo—. Si no, la vieja bruja nos bombardeará con trapos por la ventana.

Ha ocupado el asiento del acompañante y la miro con las cejas alzadas. Ya no le sangra la nariz, tal vez dejó de hacerlo en cuanto abandonamos la escuela.

—Inclina la cabeza hacia atrás —digo.

—No.

No estoy segura de si el movimiento que he captado con el rabillo del ojo es el de la secretaria de la escuela, que en ese instante quizá se encarama a la ventana para insistir en que no es ninguna empleada de la limpieza, pero decido que no hay tiempo para discutir con mi hija y piso el acelerador.

Aunque el parabrisas se empaña y pronto ya no veo nada, abandono el terreno de la escuela y solo me siento a salvo cuando alc

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