Un lugar en el cielo

Ann Napolitano

Fragmento

12 de junio de 2013, 7.45

12 de junio de 2013,

7.45

El aeropuerto de Newark está flamante tras su reciente reforma. Hay maceteros con plantas en las esquinas que forman las cintas de la cola del control de seguridad, para que los pasajeros no sepan cuánto tendrán que esperar. La gente aguarda apoyada en la pared o sentada en la maleta. Todos se han levantado antes del alba; suspiran ruidosamente, murmurando quejas, agotados.

Cuando los Adler llegan a la cabeza de la cola meten los ordenadores y los zapatos en unas bandejas. Bruce Adler se quita el cinturón, lo enrolla y lo deposita con esmero junto a los mocasines marrones en un contenedor de plástico gris. Sus hijos no son tan cuidadosos; dejan sin ningún miramiento las zapatillas encima de los ordenadores y los billeteros, con los cordones colgando por el lateral de la bandeja que comparten. Bruce no puede evitar meterlos dentro.

El cartel rectangular que tienen al lado reza: «Depositen las carteras, llaves, teléfonos, joyas, aparatos electrónicos, ordenadores, tabletas, objetos metálicos, zapatos, cinturones y comida en los contenedores de seguridad. Desháganse de cualquier bebida o producto importado ilegalmente».

Eddie, el hijo de doce años de Bruce y Jane Adler, va entre ambos mientras avanzan hacia el escáner. Su hijo de quince años, Jordan, espera a que su familia lo haya cruzado.

—No quiero pasar —dice entonces.

El guardia de seguridad se lo queda mirando.

—¿Cómo dices?

El chico hunde las manos en los bolsillos.

—Me niego a pasar por ese escáner.

—¡Tenemos a uno que «se niega»! —dice el agente gritando, por lo visto para que todos lo oigan.

—Jordan —lo interpela su padre desde el otro lado del túnel—, ¿qué estás haciendo?

El muchacho se encoge de hombros.

—Es un aparato de retrodispersión integral, papá. Es el escáner más peligroso y menos eficaz del mercado. Lo he leído y no pienso pasar por ahí.

Eddie, que está a diez metros de distancia y sabe que no van a dejarlo retroceder por el escáner para estar con su hermano, no abre el pico. No quiere que Jordan diga nada más.

—Ponte a un lado —le ordena el guardia—. Estás entorpeciendo el paso. —Una vez que Jordan ha obedecido, añade—: Voy a darte un consejo, chico. Es mucho más fácil y agradable pasar por esa máquina que dejar que ese tipo de ahí te registre. El cacheo será minucioso, no sé si entiendes a qué me refiero.

Jordan se aparta el flequillo de la frente. En un año ha crecido quince centímetros y está flaco como un palillo. Tiene el pelo rizado, al igual que su madre y su hermano, y le crece tanto que enseguida se le descontrola. Su padre, que lo tiene blanco, lo lleva corto. Empezó a peinar canas a los veintisiete, el mismo año que nació Jordan. A Bruce le gusta señalarse el pelo y decirle a su hijo: «¿Ves? Esto lo has conseguido tú». El chico es muy consciente de que su padre lo está mirando fijamente, como si desde la distancia quisiera infundirle sensatez.

—No pienso pasar por ese escáner por cuatro motivos —dice—. ¿Sabe cuáles?

El guardia de seguridad parece divertido. Ya no es el único que presta atención al muchacho. Los pasajeros que hay cerca lo están escuchando.

—Dios mío... —dice Bruce por lo bajo.

Eddie Adler coge a su madre de la mano por primera vez en al menos un año. Ver a sus padres preparando la mudanza de Nueva York a Los Ángeles —«la Gran Conmoción», como la describe su padre—, le ha revuelto el estómago. Tiene retortijones y se pregunta si habrá un baño cerca.

—Tendríamos que habernos quedado con él —dice.

—No le va a pasar nada —asegura Jane, más para sí misma que para el niño. Su marido no aparta los ojos de Jordan, pero ella no soporta mirar. En lugar de eso, se concentra en el placer táctil que le produce sujetar la mano de su hijo.

Ya lo había olvidado. «Cuántas cosas se resolverían si nos diéramos la mano más a menudo», piensa.

El guardia respira hondo.

—Adelante, chico.

Jordan alza una mano para ir contando con los dedos.

—Uno: prefiero exponerme a la radiación lo menos posible; dos: no creo que esta tecnología prevenga el terrorismo; tres: me fastidia que el gobierno quiera fotografiarme los huevos; y cuatro —toma aire—: creo que la postura que deben adoptar los que pasan por la máquina, con las manos arriba, como si los estuvieran atracando, está pensada para que se sientan rebajados e impotentes.

El guardia de seguridad ya no sonríe. Mira a su alrededor. No tiene claro si el chico le está tomando el pelo.

Crispin Cox, en silla de ruedas, está al lado, esperando que se la revisen buscando explosivos. El anciano ha estado refunfuñando. ¡Buscar explosivos en su silla! Si le quedara un poco más de aire en los pulmones, se negaría. ¿Quién demonios se creen que son esos estúpidos? ¿Por quién lo han tomado? ¿No tiene bastante con verse obligado a ir en silla de ruedas y viajar con una enfermera?

—¡Registre al chico de una vez, porras! —protesta.

El anciano ha dado órdenes durante décadas sin que lo hayan desobedecido casi nunca. Su tono quiebra la indecisión del guardia igual que la mano de un karateka cinturón negro rompería una tabla.

Deja a Jordan en manos de otro guardia, quien le indica que separe los pies y alce los brazos. La familia observa consternada cómo le pasa la mano groseramente por la entrepierna.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunta, cuando se detiene un momento para ponerse bien los guantes de goma.

—Quince.

El hombre pone cara de vinagre.

—Los niños no hacen esto casi nunca. ¿Quién te ha dado la idea?

—Los hippies, sobre todo. —Se queda pensando un momento—. O quienes lo fueron en su día. —Jordan tiene que hacer un esfuerzo para estarse quieto. El guardia le palpa la cinturilla de los tejanos y le hace cosquillas—. A lo mejor de mayor seré hippy.

—Ya está, chaval. Puedes irte.

Jordan se reúne sonriente con su familia. Coge las zapatillas que sostiene su hermano.

—Venga, que al final perderemos el avión —dice.

—Ya hablaremos de esto luego —advierte Bruce.

Los dos chicos van delante por el pasillo con ventanas por las que se ven los rascacielos de Nueva York a lo lejos: montañas creadas por el hombre de acero y cristal que penetran en el cielo azul. Del mismo modo que la mella de un diente atrae la lengua, Jane y Bruce no pueden evitar mirar hacia donde estaban las Torres Gemelas.

Sus hijos, que eran muy pequeños cuando las torres cayeron, aceptan el perfil de la ciudad tal como es en la actualidad.

—Eddie —dice Jordan, y los chicos se miran.

Los hermanos se entienden sin palabras; a sus padres los desconcierta que puedan mantener una conversación y tomar u

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