Tal como éramos

Fiona Collins

Fragmento

1. El presente

EL PRESENTE

1

Nunca pensé que volvería a verlo. El hombre al que había amado hacía tanto tiempo. El hombre que me inspiró, me deslumbró y me adoró para después traicionarme. Pero en una húmeda y sombría tarde de finales de diciembre, cuando creía que no volvería a ocurrirme nada extraño ni dramático nunca más, a Dios gracias, aquí está él.

No es realmente un día para milagros. Una hora antes, me encuentro atravesando un parque londinense empapado de lluvia; tengo ampollas en los talones por culpa de unos zapatos nuevos que me he comprado por Navidad y estoy muerta de calor bajo un grueso y húmedo abrigo de lana a cuadros con cinturón en un tiempo impropio de la estación. Intento también lucir una boina, pero en el trabajo le he derramado café encima y me la he colocado con la mancha en la parte posterior, esperando que nadie se dé cuenta. Me gusta tener un aspecto elegante y profesional todos los días, sea cual sea mi estado de ánimo al despertarme por la mañana.

«La gente no se va a dar cuenta», pienso; simplemente vuelvo a casa temprano caminando desde el trabajo, atravesando el parque. No hay público, no hay nadie mirándome ni juzgándome. Después de tanto tiempo, sigue siendo un gran alivio.

Mientras ando, veo un trozo roto de espumillón rojo, que probablemente está ahí desde principios de diciembre, soltándose de la rama de un árbol movido por una ligera brisa hasta caer al suelo delante de mí como la pluma de Forrest Gump. Sin el simbolismo, solo es espumillón.

—¡Sonríe, guapa, seguro que no pasará nada! —me grita un tipo alegre e impertinente con chaleco amarillo desde debajo de la enramada copa del árbol. Viene caminando hacia mí, agarra el trozo de espumillón con unas pequeñas pinzas para recoger basuras y lo sacude para que caiga en una negra bolsa de basura abierta.

—Esperemos que no —replico, concediéndole una sonrisa que es irónica y forzada, y sé que él está pensando: «Bruja amargada», aunque no se atreva a decírmelo. Seguramente es lo que le parezco al mundo exterior, pero no estoy amargada, aunque lo estuve durante mucho tiempo. «Feliz» sería decir demasiado; «aliviada», sí, desde luego es aplicable en el día a día. ¿Amargada? No. Si tuviera el más mínimo deseo de responder a este hombre con sinceridad, le diría que todo lo que podría pasarme me ha pasado ya en realidad. Al menos todo lo malo, y ahora mismo no espero que vaya a ocurrirme nada bueno en especial. Si no quisiera soltarle una respuesta tópica a su tópica pulla (por cierto, ¿alguna mujer le ha dicho alguna vez a un hombre «¡Sonríe, guapo!»?), diría que últimamente estoy asentada, equilibrada, estable y segura de no perder la calma.

No se ven las habituales hordas de gente por los alrededores. Londres es presa somnolienta de una tierra de nadie posfestiva, ese deprimente período que hay entre la Navidad y el Año Nuevo, cuando has lucido ya los gorros de papel y la jovialidad forzada y aún te quedan el confeti y los reticentes besos a medianoche a desconocidos borrachos y tambaleantes. (Me alegro tanto de que esos días se hayan acabado...; hubo demasiados. Gracias, Christian.) Algunos trabajadores vuelven sin el menor entusiasmo a sus lejanas casas caminando pesadamente tras varios días de trabajo en la oficina. Compradores de rebajas meten en bolsas sus apáticas gangas en tiendas medio vacías. La banda sonora de Londres, ruidosa y estridente hace una semana, en la que sonaban Slade y Wizzard y Shakin’ Stevens sin parar,[1] ahora está muda, aguardando la Nochevieja con sus frenéticas interpretaciones de «Hi Ho Silver Lining» y «Auld Lang Syne», de los que nadie se sabe la letra salvo la primera estrofa y el estribillo, así que se limitan a repetirlos una y otra vez hasta que se les caen los gorros de fiesta, y le dan a alguien un pisotón, y se sueltan los brazos enlazados entre risas y tumbos, y un marido gruñe y dice: «¡Estás borracha!», aunque la razón por la que estás borracha es él.

Le lanzo una radiante sonrisa al cielo del atardecer, mucho después de haber dejado atrás a mi molesto observador, en un estúpido acto de libertad y rebeldía. Nadie puede exigir ya cierto aspecto, una sonrisa o una frase en el momento justo. Si les parezco triste y aburrida a los hombres de la calle, pues no pasa nada; me gusta la nueva capacidad de mi cara para no expresar nada.

La fina llovizna me riza los cabellos ya encrespados, que me caen desde la boina, antaño de un rubio natural y ahora de bote, pero imitando de manera pasable su antiguo color. No creo que llegue a sucumbir jamás al gris, al menos en lo que se refiere a mi apariencia; en la mayoría de los demás aspectos de mi vida es el único tono que me rodea.

Camino, y el tiempo reconfortantemente sereno se conjuga a la perfección con mi permanente estado grisáceo, un estado de ánimo reconfortantemente sereno. Desde luego, no es el tiempo propicio para ofrecer un fondo saturado de emociones y colores intensos donde ocurran milagros. Para que una gigantesca sorpresa en forma del hombre al que una vez amaste hasta llegar a dolerte vuelva a aparecer en tu vida.

—¡Arden!

Me vuelvo para mirar. Es Becky, y mi serenidad se va al traste. Vacilo de inmediato ante la doble punzada de emociones que experimento ahora, al ver a mi vieja amiga. Un profundo e insuperable aprecio y una culpa abrumadora. La sensación de que quiero disculparme, pero no sé cómo. Becky y yo nos conocimos en la universidad hace treinta años y la veo en este momento, más adelante, blandiendo una bolsa de Marks & Spencer repleta. Siempre está allí metida, echando un vistazo a los menús de oferta y a los hombres solteros; allí fue donde tropecé por fin con ella después de varios años de no poder verla.

—Hola —saludo mientras ella trota hacia mí con el asa de plástico de la bolsa enrollado en torno a sus enguantados dedos. Mi voz suena vacilante, pero últimamente siempre suena así cuando estoy con ella.

—¿Qué tal? Voy al hospital de St. Katherine —dice resoplando—. Dominic se ha roto una pierna y está ingresado.

—¡Oh, no! ¿En serio? No lo sabía. —Bueno, ¿y cómo iba a saberlo si me paso gran parte del tiempo evitando a mis amigos?—. ¿Cómo ha sido?

—Se cayó de un montaje de iluminación o algo así. Ya sabes cómo es. Estoy segura de que le encantaría verte. No os veis desde hace siglos. ¿Quieres venir conmigo a visitarlo?

Becky sonríe, pero tiene los ojos levemente entrecerrados, como esperando que le diga que no. La miro, sintiéndome ya avergonzada. Respondo con voz aún más vacilante.

—No sé. Salgo de trabajar. Ahora mismo iba de camino a casa. —El hospital de St. Katherine solo está a unos quince minutos andando, y es cierto: hace siglos que no veo a Dominic, nuestro viejo amigo de la universidad. Es que rechazo muchas invitaciones.

—Has terminado temprano.

—La oficina ha cerrad

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