Los ídolos a nado

Carlos Monsiváis

Fragmento

Entre Camus y Ringo Starr

Entre Camus y Ringo Starr

En el año 1998, en una de las misiones más estrafalarias en las que he participado, me tocó, con la complicidad de un par de colegas, llevar a Carlos Monsiváis a conversar con el cantante Bono. Al líder de U2 le interesaba oír lo que opinaba el escritor de su propio país, que entonces seguía gobernado por el PRI y removido por la sensibilidad indígena nacional que habían desamarrado los Zapatistas en 1994. Después de ver el concierto en los lugares que nos designó el mánager del grupo, pasamos a los intestinos del estadio donde había dispuesta una mesa larga con canapés y todo tipo de bebidas. El cantante Bono apareció vestido de verde olivo, con gafas de vidrio azul y una gorra, escorada hacia el hemisferio izquierdo, que podría haber sido prima hermana de la que usaba entonces el subcomandante Marcos. Bono sabía, mucha gente se lo había dicho, que si de verdad quería enterarse de lo que sucedía en México, tenía que hablar con ese escritor emblemático, con el cronista que durante décadas había desmontado la cotidianidad nacional, en una larga serie de piezas literarias. Monsiváis explicó a Bono todo lo que quería saber, en un cuarto de hora sólido improvisó una versión abreviada de la historia de la patria, nos apabulló con una suerte de thriller, dicho en un inglés impecable, que arrancaba en la caída de Tenochtitlán y terminaba, con un crescendo memorable, en la dimensión planetaria del subcomandante Marcos. Inmediatamente después, cuando calculó que Bono había quedado debidamente informado, empezó a preguntarle generalidades, y enseguida detalles y minucias sobre el conflicto de Irlanda del Norte, y lo hacía con un conocimiento de ese tema, que es famoso por complicado, que nos dejó a todos, el cantante Bono incluido, boquiabiertos.

Cuento esta anécdota porque me parece que ilustra muy bien la personalidad de Carlos Monsiváis, que era un hombre al que le interesaba todo. Su vasta producción abarca una multitud de temas, dejó más de cincuenta libros publicados y la mayor parte de su obra, de la que tenemos nada más una idea aproximada, ha quedado desperdigada en periódicos, revistas y publicaciones marginales de todo tipo. Dentro de ese universo hasta hoy inabarcable, Monsiváis regresaba una y otra vez a los temas que lo obsesionaban y que eran aquellos que gravitaban alrededor de sus dos grandes pasiones: el cine y el circo. El cine de las estrellas legendarias, como María Félix, Dolores del Río, Cantinflas, que se extendía hacia la música de Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, y de ahí pasaba al teatro de carpa y luego al circo metafórico de la política mexicana, y de la sociedad en general, siempre llenas de personajes delirantes. Carlos Monsiváis era algo así como la conciencia de México, buena parte de su obra es una denuncia ininterrumpida contra las desigualdades sociales, la corrupción de políticos y empresarios, la torpeza o ridiculez de los líderes sociales, la discriminación racial, económica y sexual y un largo, y abrumador, etcétera.

La obra de Monsiváis es, como a estas alturas ya irá imaginando el lector español, no sólo profundamente mexicana, también está llena de datos y de imágenes que, para alguien que no haya vivido el México de la segunda mitad del siglo XX, resultan incomprensibles: Monsiváis era un escritor del DF, chilango, y específicamente de La Portales, su barrio, y toda su vida, la suya y la de sus libros, transcurrió ahí, en su estudio lleno de gatos donde trabajaba incansablemente combinando su grafomanía con una serie interminable de llamadas telefónicas que él mismo iba atendiendo: contestaba con una vocecita y, fingiendo ser su propia tía, interrogaba a quién había llamado y en el caso de que quisiera hablar con él, dejaba de ser su tía y se reconvertía, violentamente, en Carlos Monsiváis. Pero dentro de la acentuada localidad de su obra, hay un montón de piezas, digamos, globales, en las que un lector sin referentes mexicanos puede adentrarse en su prosa riquísima, en su deslumbrante musicalidad, en ese magma literario lleno de dobleces y volutas que vuela animado por un soplo que es a la vez barroco y pop.

En su Autobiografía, que publicó a los veintiocho años, en 1966, Carlos Monsiváis declaró lo siguiente: «Acepté esta suerte de autobiografía con el mezquino fin de hacerme ver como una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr». La distancia que hay entre el autor de El Extranjero y el más cachondo de los Beatles es el espacio por el que transita la vena más literaria de Monsiváis, y también la más global, esa zona de su obra que es el motivo de esta antología.

La última vez que hablamos por teléfono, luego de pasar por el riguroso filtro de su tía de ficción, me dijo que le gustaría que este libro se titulara Los ídolos a nado, que es un verso del poema «Suave Patria», de Ramón López Velarde. Eligió este título por su misteriosa sonoridad, y también porque contiene esa imagen poderosa que sugiere lo que esta antología pretende: cruzar el mar, traer a España la obra de uno de los escritores imprescindibles de la lengua. Además lo eligió porque era un apasionado de la poesía, que ensayó sobre la obra de poetas como Cernuda o Gil de Biedma, Ginsberg o Withman, Octavio Paz o Carlos Pellicer, y desde luego López Velarde. No era raro que en algún momento épico se arrancara a decir los primeros versos de La Ilíada: «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles». Estaba convencido, como Shelley, que «los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo».

Monsiváis era un intelectual omnívoro, lo había leído, visto y oído absolutamente todo; se sabía la Biblia de arriba abajo, había leído cualquier novela que se mencionara, de Balzac o de Galdós, de Cormac McCarthy o de Ian McEwan; se sabía todas las canciones pop, y también las cultas, y de cine no sólo había visto todas las películas, sino que sabía la vida y los milagros de todos los actores, directores, fotógrafos y productores de todas las nacionalidades. En su casa tenía una colección de películas, discos, cuadros, cómics, objetos raros que poco a poco fueron desbordándose hasta formar un museo, un museo de verdad que hoy puede visitarse en la Ciudad de México. Esa vida omnívora, que estaba directamente conectada con sus horas de escritura, estaba contrapesada por su exuberante vida pública, que lo llevaba todos los días de una entrevista en la tele a una tertulia en la radio, y entre una y otra presentaba un par de libros y dictaba una conferencia. Su inconcebible ubicuidad nos hizo pensar, más de una vez, que tenía un ejército de dobles que le ayudaban a cumplir con su delirante agenda de compromisos.

Monsiváis era una estrella mediática, lo reconocían sus lectores y los que no lo habían leído nunca, y también los que ni sabían que escribía libros. Este escritor popular, prolijo y complejo, inventó una forma de contar la realidad y dotó a la crónica y al ensayo periodístico de verdadero calado literario, y la prueba son las páginas que conforman esta antología: entre las crónicas y los ensayos sobre actrices, actores, cantante

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