El entierro del Che Guevara (Colección Endebate)

Fabrizio Mejía

Fragmento

Mientras volamos a La Habana para presenciar la sepultura final del guerrillero Ernesto Che Guevara de la Serna pienso en qué puede traer a tanta gente a la isla. A mí, creo, la curiosidad de cerrar una historia de caballería del siglo XX, uno de los martirologios de la Revolución Mundial, que ni siquiera me tocó: nací al siguiente año de su asesinato. A mí, el Che me llegó ya como camiseta y póster: la famosa foto que Alberto Korda le tomó en un mitin de 1960 cuando un barco con armamento había sido hundido en un atentado. Lo otro, creo, es que mis padres todavía recuerdan los últimos días de la Humanidad: vivían en Chicago en 1962, cuando se descubren los misiles nucleares soviéticos en Cuba. Para mí, ambas historias, de nacimiento y muerte, son fotos, películas, documentales. Pero el Che quiere decir otras cosas: la convicción guerrillera, la búsqueda de una muerte que sobrepase la simple extinción —el martirio— y un alma derrotada por las imperfecciones de la vida. La primera línea de su diario del Congo dice: «Ésta es la historia de un fracaso». Había tenido que abandonar el país en una embarcación donde no cabían los congoleños, sólo los cubanos. Los vieron morir en la playa mientras ellos, los revolucionarios internacionales, huían a toda prisa. Pero el Che, a esas alturas, ya no estaba en Cuba, ni en Argentina, ni en África. Se va a Bolivia a morirse. Un dato fascina: un campesino indígena lo delata y, tras un tiroteo, es llevado a una escuela del pueblo de La Higuera. El indio y la escuela rural: ¿qué peor final para un guerrillero que quería salvar a aquél construyendo ésta? Es un 8 de octubre de hace treinta años y tiene esta conversación con el capitán boliviano Andrés Selich: «No le niego que en Cuba existe la pobreza, pero allá los campesinos viven con la ilusión. Aquí no la tienen».

Sufre una herida en la pierna izquierda y ha perdido la boina de un balazo. Pero sigue discutiendo. Lo hará hasta que el coronel Joaquín Zenteno y el agente de la CIA, Félix Rodríguez, le encarguen al sargento Mario Terán que le dispare. Borracho, Terán le dará de balazos en piernas y brazos hasta atinarle en el tórax. Era la una y diez del mediodía del 9 de octubre de 1967. Al agente de la CIA, el Che le dice: «Dígale a Fidel que pronto triunfará una revolución en toda América y a mi esposa, Aleida, que se vuelva a casar». A su verdugo le dice: «Dispare, cobarde, sólo va a matar a un hombre».

En un lavadero del hospital en Vallegrande, el cadáver del Che Guevara, como el de Emiliano Zapata, es exhibido durante todo el día y la imagen crística que él había explotado en vida (entrar a las ciudades liberadas montado en un burro, el cabello largo, la disciplina eremita) es aceptada por las beatas que le cortan rizos como reliquias. Rodríguez, el agente de la CIA, roba el tabaco de la pipa del asmático Che y la encapsula en la culata de su revólver. Le cortan las manos para conservar sus huellas dactilares y, en un acto incomprensible, el ministro del Interior de Bolivia, Antonio Arguedas, las enviará un año después a Cuba con una copia en microfilm del diario del Che en su país. El detalle de las manos, dijeron los forenses argentinos, fue el que ayudó a saber en julio de este año que uno de los seis cadáveres bajo una pista de aviones en Vallegrande era, como había dicho el general boliviano Mario Vargas Salinas, el Che Guevara. Hoy venimos a sepultarlo por segunda vez.

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