La vida periférica

Roxana Villarreal

Fragmento

cap-1

Outsider

Uno emprende un viaje con la idea de que volverá al sitio del que se despide. Eso sucede con los libros, viajes interminables, nuevos, según la época en la que se viva. A los siete años, postrada en la cama de un hospital a causa de una operación de amígdalas, recibí los primeros libros que habían de ser propios con el paso de los años. Desperté mareada, la garganta adolorida, un paisaje blanco de sábanas y a un lado un paquete grande envuelto en papel de estraza amarrado con un cordel de algodón. Esa fue lo que considero primera herencia en vida que me había de dejar mi madre. Perrault, Grimm, Dickens, Anderson, Twain, Spyri, fueron los virgilios que con sus historias inocularon en mí el ansia del viaje. Con ellos nunca me sentí extranjera. Esto podría ser un hándicap, pues al no encajar en el rol que los lugareños adjudican al que viene de fuera —el extranjero, el extraño, el fuereño con costumbres exóticas— el arraigo a la tierra que acoge es doblemente largo, aunque lo anterior termina siendo una fortuna, pues en cuanto uno se siente nativo de la tierra que acoge, en ese momento comienza la despedida, ya que llegará el momento en que uno desee salir del lugar al que llegó. Así es que el viaje a los arcones de las princesas, la asistencia a los banquetes de los reinos, y el testimonio de rupturas y extravíos de amor han sido lo que ha convertido a la lectura en un modus vivendi personal.

Muchos años después, y acompañada por una modesta caja de libros, emprendí un viaje definitivo. España, la cuna de la lengua española resultó ser una madraza que nunca ha dejado en libertad a la lengua. Desde estos confines ella regula, ordena, ratifica, legitima una palabra, le permite existir, modifica y españoliza vocablos que no le pertenecen. La palabra anglosajona ticket la convierten en tique, tiquete o tike, según se quiera. Es por eso que aunque se viva en el país donde tuvo su origen nuestra lengua, la sintaxis y su lenguaje se vuelven a veces incomprensibles. Esto no evita que el ser extranjera sea liberador. La mirada se desenfoca, uno ya no es lo que otros esperan, uno viene allende el mar y nadie sabe ni quiere saber qué trae consigo. Todos huyen del extranjero como de la peste. La única referencia que tienen son ellos mismos, sus ideales y preceptos: de ahí parten y llegan aquí sin importar el otro. «No hay nada que el hombre tema más que el tique de lo desconocido», escribió Elias Canetti desde su alteridad. Pero uno persiste y se convierte en un cronopio que pasa por alto el mal talante, la descortesía, la incapacidad de comprensión del otro, y se despierta todos los días y dice La hermosa ciudad. La hermosísima ciudad. Contrarios a los cronopios, los famas. Salvador Novo fue uno de ellos. Cuando emprendía un viaje se decía que era un suplicio. La importancia de las cosas radicaba en su belleza; si no había tal, no valía la pena mover la mano sobre la hoja, describir el viaje. Novo era de los que revisaba la calidad de las sábanas y el color de las alfombras antes de pernoctar en algún sitio, según la catalogación que de ellos hace Julio Cortázar.

El viaje proporciona movilidad, desapego, ya no es uno el ente arraigado a un sitio, uno se convierte en desarraigado, en pieza móvil, en invisible, en observador de costumbres, en juez. Así, el que llega juzga, el que se va no quiere saber nada del pasado. Contar la historia es primordial. Uno toma el lugar del otro. Uno viaja para ser. A través de las personas, de sus gestos y actitudes, se construye la propia personalidad. Uno se convierte en un origami: pieza compuesta por mil frentes, cien dobleces distintos, mil posibilidades, uno elige. Y así como la papiroflexia marca, uno se modifica después del viaje; basta con arrugar una hoja para que el pliegue quede impreso para siempre.

El viaje permite verse a uno mismo con distancia, sin sentimentalismos. La decisión de emigrar ya fue tomada. Toda queja está fuera de lugar. Encontramos calles que nos desequilibran, que rompen el horizonte de expectativa de la rutina. Uno está en un terreno móvil, novedoso, acuoso. La nueva tierra de Tenochtitlan sobre una laguna; así somos de movibles. Nunca he visto gente más interesada en el otro que los mexicanos. Tal vez debido a que fue el país más conquistado de América es que prevalece la curiosidad por indagar en lo extranjero, en el mejor de los casos; en el peor, la imitación del otro es el producto de la carencia de una Historia genuina. La historia mexicana fue escrita por los cronistas y después por los criollos de acuerdo al interés de que los beneficios de la Corona no les fueran retirados, como al final sucedió. Fuera de la patria, uno no es español ni mexicano, uno es su casa, su familia, sus libros, sus pasos; las fronteras se difuminan y uno se funde con el paisaje y se vuelve observador y amigo de aquellos que en su lenguaje de los sentidos comparten la misma tipología antropológica o psicológica. Uno marcha hacia la aventura con su propia poética bajo el brazo. Uno asume el riesgo de la movilidad. Mejor ser viajeros imprudentes que prudentes sedentarios, escribió Lord Byron. Aunque no hace falta salir de la habitación para ser corrompido o redimido a fuerza de la vida.

A los forjadores de mi infancia se sumaron Stendhal, Wolf, Magris, Wilde, Perec, Berhard y otros que prefiero conservar en el anonimato. La franja horizontal que de un modo curioso trazan mis destinos en el mapa del mundo son prueba de lo que Pitol llama ausencia de tono modosito, de falsa virtud en mi discurso. Lo digo no sin vergüenza, pero con absoluta tranquilidad. La oración escrita por Abilio Estévez debería ser el báculo que nos acompañe en el camino: Señor, déjanos caer en la tentación, no nos libres de ningún mal: permítenos creer que estamos vivos.

cap-2

Movimiento

Cuba

Ayer volví de Cuba y encontré a los niños inmersos en la computadora, y en la televisión el resto. Yo venía colmada de ideas, visiones e imágenes socialistas, candentes, picadas. Olía a mar, al sudor profuso que me había dejado el trayecto del hotel al aeropuerto mientras aún estaba en la isla. Quería contarles a ellos al costo todo lo que me había traído de Cuba. Quería contarles que ahí no había visto ni un letrero en la carretera que anunciara charritos, galletas o refrescos. Que había visto campos con palmeras, pinos y pastizales con depósitos de agua como naves posadas en tierra. Había visto cervecerías, escuelas e institutos que más bien parecían edificios abandonados y cuya fachada no daba pie a la imaginación para creer que ahí tenían herramientas físicas para trabajar, para aprender, para producir. Quería decirles que la gente vive en el invento, que hace lo que puede para sentirse saciado, para verse bien, para que no se adivine la miseria, para oler debidamente, para divertirse, para comer, para decorar los cuatro platillos —cuando se puede— de pepinos o boniato o yuca o plátano frito, según el dinero que haya, según lo que esté a disposición del bolso o aquello que el gobierno permita producir y consumir. Quería levantarlos con mi plática, que se movieran, que opinaran, que

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