Una habitación impropia

Natalia Carrero

Fragmento

1. Manual de la poliadicta

1

Manual de la poliadicta

¿La madurez?

Llevo tiempo dándole vueltas a este asunto de la mujer madura, esa cara que desde tantos anuncios de cremas, medias, joyas, perfumes, leches de soja y otros alimentos siempre más sanos, me mira con su sonrisa de laboratorio como si fuera su cómplice. Ésta es una hermosa mañana de invierno y siento que no debería decepcionar ni a esa belleza ni a nadie. Entonces, adelante, vayamos a comprar lo que casualmente rodea ese rostro. Aunque no lo aparenta, quizá incluso ha atravesado el muro antes casi infranqueable de los cincuenta.

Le pagan por posar así, resoplando destellos de falsa naturalidad desde cada arruga invisibilizada por arte de la informática. De lo contrario, ¿cómo podría hacernos creer que su piel se mantiene como la de un bebé bien nutrido, después de tantos años de alegrías y penas sucediéndose?

Reconozco que me obsesiona.

¿De qué cuna habrá saltado y cómo se habrá educado? ¿Tendrá hijos, o aún se encontrará en fase de desearlos? Parece tan autosuficiente, tan segura, tan por encima de casi todas las que conozco. Es como si no tuviera nada que ver con este asfalto que ahora mismo piso. ¿Cómo habrá sido su economía hasta llegar al anuncio? ¿Y después?

Y encima seguro que sabe divertirse, escribe mi envidia cuando la suelto.

Si me pagaran bastante por dejarme fotografiar para un anuncio, ¿acaso no cogería yo también el dinero, y correría, correría, vaya si correría?

¿No será entonces la madurez esta especie de flexibilidad mental que a veces me lleva de visita a otras vidas probables, o de ausencia de la rigidez moral que en otro tiempo fue mi bandera, que resulta de gran ayuda a la hora de tomar decisiones como escribir y presentarse como una depravada, por poner un ejemplo?


Estado 0

Dejo a los niños en el colegio y siento vértigo. De repente es como si no tuviera ni fuera nada. Intento ver lo que tengo, y mis pies que avanzan, no ser tan negativa. También dispongo de estas manos vacías que vuelvo a meter en los bolsillos, y del tiempo apresurado de la ciudad representado por vehículos y rostros de peatones que van a contrarreloj. Seguramente cuento con más cosas, pero estoy atascada como esos coches de allá. Qué plastas, para qué tanto claxon, si no hay más remedio que esperar.

A veces, esto me pasa.

No es grave, apenas una sensación, un estado. Pero también una idea, la idea de incomodidad, y de mi necesidad, mi mosca en la oreja, de llegar a expresarlo algún día, de llegar a comunicarlo para que al menos una persona comparta el secreto.

Alzo el matamoscas. Toda yo soy libre en esto que se llama democracia capitalista, y en teoría puedo escoger. Somos un país, una zona del mundo desarrollado donde hay oportunidades para todos. Ahora resulta que me pongo a pensar en el sistema, en política económica y social sobre todo.

Me detengo unos segundos, yo misma me paro los pies, me reprimo porque en el fondo y en la superficie tengo claro que no sé nada.

¿No será de pésimo gusto plantar todo esto justo aquí en medio? Cuidado: Podría crecer y algún día llegar a dar frutos.

Quizá deberíamos, los lectores ocasionales, dejarlo ahora mismo y salir a tomar algo antes de que sea demasiado tarde, de que nos impliquemos y la escapada ya no pueda ser tan solo el resultado del simple acto de abrir una puerta.

Mientras sigo mi camino hacia casa, porque de momento no se me ocurre a qué otro sitio acudir, recuerdo que algo me impide escoger. Es el bloqueo, un abotargamiento, como si aún no hubiera despertado, no me hubiera desprendido de ciertos dejes de sonámbula que me himpiden favlar vien ug jdojlooan eht jjpim.

Pero sigo esforzándome. Lucho contra el grave error matinal que seguramente represento. Me pellizco a ver si reacciono de una vez.

No sé lo que quiero.

Por más que insisto en concretar y acotar algo que pudiera ser un tema, el tema, no logro dar con ello.

Vivo con pesar que hayan transcurrido cinco, seis o siete minutos desde que dejé a los niños, y que mi mente, cualquier idea que intente salir de ahí, no llegue a nada. No es solo el invierno lo que ocurre. Cada minuto que se va es algo irreparable. Así lo impone la prisa generalizada de la que habré bebido en exceso, de modo que ahora la llevo en la sangre y en la cabeza y estoy más ebria que nunca.

Será por eso que últimamente no voy demasiado fina, como dice Oriol.

Un imperativo es el motor que me mueve: Debo hacer algo de utilidad. Tengo que ganar dinero algún día, producir, escribir, que es lo que intento, trabajar en algo que disipe toda sospecha de que en el fondo quizá yo sea una vaga o (peligro: peor todavía) una mantenida. Esto no puede seguir así.

Sin embargo, por más que me someto a ese dictado que tiene su origen y destino en mí misma, porque nadie me obliga, sino que yo soy la fuente misma, el chorro de estos pensamientos que trato de conducir hacia alguna parte sin salirme de la pista ni estrellarme a la primera de cambio, por más que pregunte e indague cómo hacerlo, por dónde comenzar, en qué creer para producir algo que resulte válido de cara al vecindario, no encuentro respuesta y otra vez estoy perdida.

Será otra mañana en la que no habré hecho nada.

Por la tarde no soportaré oír cómo el ascensor va repartiendo entre el tercero y el sexto a quienes por fin merecen el hogar después de un día de trabajo tan concreto que hasta ha tenido sus brisas, sus calmas chichas y sus ventiscas. La arquitecta, el abogado, el jefe de sucursal bancaria, el traductor jurado, la diseñadora gráfica. Estos son mis vecinos vistos desde la etiqueta laboral. Tras ella, nadie dudaría de su estatus de vidas apasionantes que ojalá algún día yo aprendiera a diseccionar.

La apnea es la suspensión de la respiración, y puede ser voluntaria. Practicarla requiere primero ciertos conocimientos, y luego cierta habilidad. En los cursos de buceo lo explican con detalle, pero siempre va bien leer antes un par de libros, visionar algún vídeo. Los manuales abundan por Internet.

Cierro los ojos y desaparezco; para ello hace tiempo que realicé con éxito mis entrenamientos. Quiero creer que si no veo, nadie me ve a mí, que no estoy si ni siquiera respiro. Y aguanto, aguanto, aguanto tanto que en alguna ocasión he tardado en volver. Quiero decir que mi cabeza ha tardado en reanudar su sistema consciente, se ha demorado más de la cuenta en la inexistencia voluntaria.

¿Será que las cosas ya están bien así y que en realidad es indiferente que yo haga o deje de hacer, de producir algo que al fin y al cabo nadie, ni siquiera yo, necesita?

Entonces, lo mejor sería que dejara de hacer preguntas de buena mañana y que arreglara la casa, el hogar familiar en el sentido más clásico y convencional del término, aún con todas las camas cálidamente deshechas.

Qué sencillo de repente parece todo.

Desde luego, leído así resulta más productivo, y menos aparatoso, en el sentido de complicado, que cuide del hogar.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos