La paz social

Antonio Doñate

Fragmento

La paz social

1

—¿En qué sentido?

Pues en que ahora intento concentrarme en ser mi propio producto, mi conquista. No confío en lo natural. No me pertenece, no logro acceder. Soy 5.000 horas de gimnasio mental.

No sé, ya no me gusta lo mismo de antes. He cambiado mucho. Seguro que me vas a decir que en ese cambio hay mucho de no programado, de azaroso, de la vida como el río que nos lleva. Pero en lo sustancial no. Hay demasiadas cosas decididas, elegidas. Al principio todos estos cambios me lo hacían pasar mal. Ahora muy pocas veces. Mis gustos siempre fueron de persona interesante, sofisticada, indudablemente culta. Supongo que me gustaba ser de un gueto. Una elegida. Proyectaban una imagen con pocas fisuras, irreprochable. Un contorno distinguido. Lo veía en los ojos, y eso me iluminaba. De eso se trata, al fin y al cabo. De considerarse en la pupila de los demás, en sus aproximaciones, esa coreografía semifísica. Esa que no se reconoce hacer, seguramente porque es también semiinconsciente. Sentir el respeto, el sitio ganado, el lugar. El lugar es la identidad, ¿no crees? A veces ni siquiera es un lugar, el respeto se consigue con una simple postura. Notar cómo se callan cuando empiezas a hablar. Está muy bien sojuzgar un poco. En todas las conversaciones, hasta las más íntimas y sinceras, se pisa y se roba y se impone. Es el motor de todo, la verdad. Lo hacemos bien porque somos educados y guais, y el interlocutor lo nota lo suficientemente poco para dejarlo así, y soportarlo. Y le dejamos el espacio suficiente para que se nos suba un poco a la chepa también, claro.

Intentamos que los gustos no sean tan decisivos, pero la verdad es que lo son todo. Es así. ¿Qué va antes, ellos o los sentimientos? ¿O los actos? A estas alturas ya no sé si hay sentimientos, digamos, primigenios. Si hay algo en nosotros no referencial, no cultural. Algo salvaje. Lo cierto es que es una pérdida de tiempo disociarlos, separar el qué se hace del porqué. Pero no puedo evitarlo. Si tuviera que radiografiar a mis conocidos, si tuviera que hacer una breve sinopsis de cómo son, y depositarla en un cohete para que la leyeran otras civilizaciones, apostaría por ellos.

A las personas nos definen las palabras, pero casi nunca son nuestras. De hecho si nos atraen, si nos interpelan, si nos tocan esa zona, es porque adivinamos la genealogía, todo el árbol que hay detrás. Conocimiento y olvido, la base de lo relacional. De los vínculos. Si no existiera el olvido no habría cultura. El olvido genera el factor sorpresa. Una sorpresa melosa, azucarada. Referencial. Nostálgica. Sorprenderse del todo es inconexo. Y cansa mucho. Eso es la vanguardia, y la vanguardia es racional, racionalmente salvaje sí, pero también programadamente extrema. Elitista.

Hay algo, algún tipo de dilema irresoluble, una clase de injusticia social en la cultura arriesgada. Algo no social, casi no humano. Se decide obviar, por la vía de la elevación, los referentes intersubjetivos más comunes, el día a día, lo prosaico. ¿El corazón?

Bien, yo era así.

Bueno, decir que se cambia es un poco mentira. Sólo sirve para impresionar, y aparentar madurez, para parlotear cosas como ésta y trazar parábolas personales de superación/negación. Para simular incomodidad. En realidad todos cambiamos mucho menos de lo que nos gustaría. No sé qué te parece. A los cinco años ya somos presos. Y lo jodido es que ni me acuerdo de cómo era, de qué provocó lo que soy. Sólo quedan los padres, y la familia, y algún lugar, con fortuna. Todo eso, nada en esencia propio, son los mimbres de nuestra explicación. Y lo dañino es que cada año que pasa crece el enigma, y lejos de olvidar se tiene más presente. Y querría pasar una tarde en aquel tiempo y sacar conclusiones de algo de lo hecho luego. Pero en fin, lo fundamental es resignarse a esa pérdida de información. Y aceptarse, de alguna manera. Yo lo he hecho bajo muchas perspectivas, al menos lo suficiente para ir tirando. En eso consiste de veras la lucidez. Hay mucha gente supuestamente inteligente que se atrapa ahí, en ese punto. Los más pragmáticos acaban haciendo del colapso virtud, y consagran parte de su tiempo a la melancolía. Abandonan el presente periódicamente para intentar atrapar lo que eran. Ven películas ya vistas, dejan de escuchar cosas nuevas, quedan con los amigos para hablar de lo que hacían —cuando realmente eran amigos. También intentan hacer de su existencia algo inamovible. Suelen tener los mismos objetos mucho tiempo, y las mismas parejas. Virar les supondría extraviarse, porque son esas cosas las que les recuerdan el camino por el que llegaron.

Los más intensos se examinan continuamente, y aspiran a localizar el fallo en la cadena, el eslabón donde se torció todo, la fuga que vierte combustible. Esto no es sólo arduo, también bastante bobo, y petulante. Acuden a psicólogos, leen —a escondidas— libros de autoayuda, se hunden continuamente. Dan tres pasos hacia la verdad más que el resto, y se sienten sabios; pero ahí se quedan. No son capaces de andar uno más y sortear esa piedra.

En realidad, es del todo lógico que se frustren, y que la vida les caiga encima como un chaparrón. No caen en la cuenta de que no hay nada que entender: las cosas son así, y son así. No se puede entender todo, ni siquiera parte. Si existe un lugar al que llegar con el conocimiento, es en todo distinto al que imaginamos. Probablemente ni exista. Lo que sí está claro existe es la búsqueda, el proceso. Pero eso parece poca cosa.

La memoria física sin embargo sí que es omnipresente. Eso molaría olvidarlo, pero no. Nos acordamos perfectamente de cómo éramos. De hecho la imagen que tengo de mí no es la actual, es la de los diecisiete años, cuando más obsesionada estaba con la apariencia. Ahora peso quince kilos más, pero eso lo sé en el espejo, o en la báscula, o follando yo que sé, o en la playa cada verano. Pero no cuando ando por la calle, no cuando me imagino con cierta ropa, mirando alguna revista. Mi idea de mí no es real sino estilizada, como en las películas de cinemascope.

Todas las mañanas me miro las tetas, la barriga, me pongo de perfil, me mido de canto. Y siempre hay un paralelismo que hacer. Un pequeño drama, y luego una mini aceptación, una pastilla, una vitamina de autoestima. Al acabar el examen me peino, me acicalo, detengo el tiempo, me paso la mano por el coño para recordar que lo tengo. Aprovecho los dedos aún húmedos porque así mola más. Luego me los huelo.

En cuanto me visto salgo a la calle, y ando rápido. Ser activa y resuelta es mi objetivo. Voy a mis cosas, voy pensando. Con el pelo negro brillante, mojado. Modifico mis movimientos cuando pasa alguien que me interesa, desde lejos lo miro. Me da igual tío o tía. Sólo busco algún reojo que me indique que soy deseable, que llamo la atención. Hoy, para alguien. Luego, al aproximarme, evito el cara a cara, porque voy a trabajar. Y porque soy muy mujer, a mi pesar. No soy presa fácil, soy especial. Y yo elijo. Es un gran fraude inmovilizador pero acaba consolando y siendo enrevesadamen

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