El hueco del piano (Flash Relatos)

Almudena Sánchez
Almudena Sánchez

Fragmento

cap-5 El arte incrustado

1. Salomé

Como quien va a misa, todos los días, con su fe inquebrantable y su rosario de la misericordia, yo iba a clases de piano, que no es lo mismo que ir a misa (en ningún caso lo es), con mis partituras, mis bostezos y mi abrigo de tachuelas. No me gustaban mucho las clases, pero había una música de fondo y algo todopoderoso en el ambiente, que provocaba que me sintiera igual que un ángel metafísico y sobrenatural, tocando las teclas de un piano: sobrevolándolas.

Algunas alumnas —todas mujeres— tenían clase los martes y otras los viernes. Se iban alternando. En cambio, yo me tropezaba con las clases de piano día sí y día no. Parecía que mi madre hubiera incrustado todas esas clases de golpe, en mi vida, cuantas más mejor. De hecho, una mañana, a la hora del desayuno (que es cuando se tratan asuntos importantes) lo manifestó de viva voz:

—Tienes que empezar a destacar. Hay que sacar provecho de ti, niña lista.

Me encontré, por lo tanto, con un escalón que daba entrada al arte, pero mal construido, con los bordes hacia fuera y poco redondeados. Pensándolo bien, a algunos artistas debe de pasarles algo similar: un día se levantan y notan que llevan el arte incrustado y que es justo esa palabra —cavernaria—, y no otra, la que puede definir una sensación tan hermética como artística: el arte incrustado.

Partiendo de ahí, el arte exige que seas joven (de mente, de espíritu, de alma, de cuerpo), que te entregues, que lo idolatres, que lo manosees, que lo eleves, que lo mastiques, que lo pisotees, que lo lances de allí para acá, como una pelota sueca, de ping-pong o un boomerang de esos, que siempre vuelve, pero que nunca he lanzado y siempre he querido lanzar (¿regresa a las manos del lanzador? ¿Justo a las manos? ¿Alguien tiene experiencia?).

Es todo un misterio lo del boomerang. En otros tiempos, se utilizaba como arma arrojadiza para cazar animales pequeños y ahora se ha rebajado a la categoría de juguete. Esas cosas pasan. Los objetos también pierden su estatus.

En fin, que lo que quería expresar con todo esto —tantas palabras juntas— es que el arte no está quieto, que se mueve en la vida de muchas personas y que en la mía se movió muy pronto, porque yo me empecé a mover demasiado pronto.

Tenía once años cuando acudí a mi primera clase de piano y me dejé llevar por la sonoridad de las teclas. Era bonito aquello: los sonidos más agudos arriba, los graves más abajo, un pedal que alargaba el final de las canciones, un metrónomo que me resultó divertido, en un principio, porque pensé que le llevaba la contraria al reloj, marcando el ritmo, el que yo le indicaba, que me daba la gana y me apetecía y eso es bonito; claro que es un descubrimiento bonito.

Las clases de piano duraban una hora larga, pero luego tenía que practicar tres horas más en casa. Es una forma —la rigurosidad musical— de ir quitando horas a la infancia, de trasladarlas a la etapa adulta. Como si la etapa adulta no fuera ya un suplicio mortal, con los días contados, repletos de cacharrería y estornudos. Como si no sobraran horas muertas para lavar los platos y volver a lavarlos. Los restos de tomate frito, por ejemplo, son difíciles de fregar, sobre todo cuando se secan, se adhieren y se quedan petrificados. Hay que comprar un estropajo de aluminio o tirar el plato a la basura, directamente.

En las clases de piano yo aprendía rápido. Tenía una profesora búlgara, la señorita Poliana, que llevaba muchos anillos de oro. Toda la mano llena de joyas, anillos y sortijas que chocaban con mis manos, contra las teclas y todo lo que se pusiera por delante. Eran accesorios para presumir. Sus anillos brillaban en la oscuridad. Relucían con gracia. Y solo se los ponía para dar clase. Eso lo noté bastante rápido. Un temblor elitista recorría mi cuerpo cuando sus anillos golpeaban contra mi piel y me rozaban, cuando Poliana me agarraba fuerte de la mano, para advertirme, para señalar: tienes que curvar más los dedos, levanta la muñeca, piensa que tienes un pájaro dormido en el hueco invisible de tu mano, que se puede asfixiar, piénsalo visualmente, imagina un pájaro dormido y siéntelo, no lo presiones. Y me dejaba una m

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