Poscensura (Flash Ensayo)

Juan Soto Ivars

Fragmento

cap-13

En 2016, los conductores estaban en pie de guerra contra el ayuntamiento de Ahora Madrid, que había decidido luchar contra la polución prohibiendo conducir a los de matrícula par o impar, según el día. Pero los conductores se cabrean haga lo que haga un ayuntamiento, y no solo eso. Los cabrea que un semáforo se les ponga en rojo en las narices. Los cabrea que un peatón pase por un paso de peatones cuando ellos quieren seguir recto. Los cabrea que no les dejen coger el coche un día si la matrícula acaba en cierto número, los cabrea que no les dejen atravesar las calles peatonales, los cabrea que haya demasiado tráfico, los cabrea lo que hacen los otros conductores, los cabrean los vados, los cabrea que no haya dónde aparcar y el precio de los aparcamientos privados. La zona azul de Gallardón también los cabreó y se declararon en guerra contra los parquímetros. Así que si yo fuera alcalde no me tomaría en serio los cabreos de los conductores.

Hablaremos ahora del curioso fenómeno de disociación de la personalidad al que nos tiene acostumbrados la vida en las redes sociales, que me recuerda a lo que les pasa a los conductores: protegidos en el interior de su coche, pierden los papeles y sueltan improperios que rara vez se atreverían a decirle a alguien a la cara. El coche brinda una atmósfera de intimidad y de aislamiento. A través del parabrisas, los demás no parecen personas, sino máquinas, y la máquina que nos envuelve funciona también como una máscara. Al otro lado del volante están nuestros enemigos en la jungla del asfalto. Mi padre, un hombre educadísimo y dialogante que jamás se ha peleado, usaba el volante de su Renault 21 como una ametralladora imaginaria con la que hacía saltar por los aires a quien le adelantaba mal o se le cruzaba, mientras le dedicaba epítetos que recuerdan a los comentarios de los periódicos online: «¡Hijo de puta! ¡Anda que...! ¡Tú eres un miserable y un cerdo, eso es lo que eres, cabrón!».

Pero nadie es tan energúmeno como parece en su coche, y la prueba es que casi nadie echa el freno, abre la puerta y la emprende a hostias con otro conductor. Al contrario, después de un choque ligero en la ciudad, lo normal es que los energúmenos del volante salgan a darse el pésame por los abollones mutuos y diriman las responsabilidades invocando al seguro. A veces hay alguna pelea a puñetazo limpio, pero son episodios exóticos y emocionantes. Podemos llamar hijo de perra a quien hace una maniobra molesta o peligrosa porque no le estamos viendo la cara. El odio al volante suele quedarse ahí, en el volante. La histeria de los conductores atrapados en un atasco se expresa con el concierto de los cláxones. La de los internautas, a golpe de #hashtag.

Para estudiar este odio artificial de las redes sociales, cojo al azar una carta del mazo y aparece el rostro de Rita Barberá, exalcaldesa de Valencia, que permaneció veinticuatro años en el cargo. Con ella, Valencia se transformó según la pauta de la burbuja inmobiliaria que arrasó en España para bien y para mal. Llevó a cabo obras faraónicas como la Ciudad de las Artes y las Ciencias, atiborrada de fuentes y edificios tan hermosos como inútiles, firmados por los arquitectos más pretenciosos y caros del planeta, e intentó atraer inversiones millonarias con distintos resultados: logró que la Copa América de vela se celebrase en Valencia pero fracasó en su intento de traer el mundial de Fórmula 1. Quería convertir la ciudad en una especie de Montecarlo y levantó un circuito de carreras que hoy se corroe por el abandono. También extendió el metro y el tranvía a barrios antiguamente marginados, pero liberalizó el suelo de las zonas populares y alentó la especulación de constructores sin escrúpulos. No está claro si la gestión de su ayuntamiento sobre los sistemas de frenado automático tuvo que ver en la catástrofe del metro de 2006, que se llevó por delante las vidas de cuarenta y tres personas, pero hay indicios de responsabilidad directa. Era una mujer poderosa y arrogante que se vio envuelta en sospechas innumerables. Su gusto por los bolsos caros, los coches de lujo y la fiesta la arrastró paulatinamente al campo semántico de la corrupción. Pero ¿era Rita Barberá tan

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos