La conjura contra América

Philip Roth

Fragmento

1 Junio de 1940 - octubre de 1940

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Junio de 1940 - octubre de 1940

VOTAD POR LINDBERGH O VOTAD POR LA GUERRA

El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por supuesto, no hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no habría sido yo un niño menos asustado de no haber tenido a Lindbergh por presidente o de no haber sido vástago de judíos.

En junio de 1940, cuando se produjo el primer sobresalto –la nominación, por parte de la Convención Republicana en Filadelfia, de Charles A. Lindbergh, el héroe norteamericano de la aviación y de fama internacional, como candidato a la presidencia–, mi padre tenía treinta y nueve años, era agente de seguros y tenía una educación de enseñanza media elemental, con unos ingresos de algo menos de cincuenta dólares a la semana, cantidad suficiente para pagar a tiempo las facturas básicas, pero poco más. Mi madre, que había querido estudiar magisterio pero no se lo pudo costear, que al finalizar la enseñanza secundaria había vivido en casa de su familia y trabajado como secretaria en una empresa, que había evitado que nos sintiéramos pobres durante la peor época de la Depresión, administrando el salario que mi padre le entregaba cada viernes con tanta eficiencia como la que mostraba en el manejo de la casa, tenía treinta y seis. Mi hermano, Sandy, alumno de séptimo curso con un talento prodigioso para el dibujo, tenía doce, y yo, alumno de tercero con un trimestre de adelanto –y coleccionista embrionario de sellos, estimulado, como les sucedía a millones de niños, por el filatélico más importante del país, el presidente Roosevelt–, tenía siete.

Vivíamos en el primer piso de una pequeña casa de «dos familias y media» (dos pisos completos en las dos primeras plantas y medio piso en la última planta), en una calle bordeada de árboles y formada por casas de madera con escalinatas de ladrillo rojo en la entrada, cada entrada con un tejado a dos aguas y un jardincillo delimitado por un seto bajo. Habían erigido la barriada de Weequahic poco después de la Primera Guerra Mundial, en unos terrenos agrícolas que se extendían por el borde no urbanizado de Newark, y, en un gesto imperialista, una media docena de calles recibieron los nombres de jefes navales victoriosos en la guerra entre España y Estados Unidos, mientras que al cine del barrio lo llamaron Roosevelt, nombre del quinto primo de FDR y vigesimosexto presidente del país. Nuestra calle, la avenida Summit, estaba en la cima de la colina, un promontorio tan alto como cabe esperar en cualquier ciudad portuaria que no suele alzarse más de treinta metros por encima de las salinas al norte y el este y las aguas de la bahía profunda que se halla justo al este del aeropuerto y que se curva alrededor de los depósitos de petróleo en la península de Bayonne, donde se mezclan con las de la bahía de Nueva York para fluir más allá de la estatua de la Libertad y penetrar en el Atlántico. Si mirábamos hacia el oeste desde la ventana trasera de nuestro dormitorio, a veces el alcance de nuestra visión tierra adentro llegaba hasta el oscuro límite de la vegetación arbórea de los Watchungs, una sierra baja bordeada de grandes fincas y barrios residenciales ricos y escasamente poblados –el extremo del mundo conocido– que se hallaba a unos doce kilómetros de nuestra casa. A una manzana al sur se encontraba la población obrera de Hillside, la mayoría de cuyos habitantes eran gentiles. La linde con Hillside señalaba el comienzo del condado de Union, una Nueva Jersey por completo distinta.

En 1940 éramos una familia feliz. Mis padres eran personas sociables y hospitalarias, sus amigos habían sido seleccionados entre los colegas de mi padre y las mujeres con las que mi madre había ayudado a organizar la Asociación de Padres y Profesores en la recién construida escuela de la avenida Chancellor, adonde íbamos mi hermano y yo. Todos eran judíos. Los hombres del barrio o bien tenían negocios (los dueños de la confitería, el colmado, la joyería, la tienda de prendas de vestir, la de muebles, la estación de servicio y la charcutería, o propietarios de pequeños talleres industriales junto a la línea Newark-Irvington, o autónomos que trabajaban como fontaneros, electricistas, pintores de brocha gorda o caldereros), o eran vendedores de a pie, como mi padre, que un día tras otro por las calles de la ciudad y las casas de la gente iba vendiendo sus géneros a comisión. Los médicos y abogados judíos, así como los comerciantes triunfadores que poseían grandes tiendas en el centro de la ciudad, vivían en casas unifamiliares en las calles que partían de la vertiente oriental de la colina donde estaba la avenida Chancellor, más cerca del parque Weequahic, con sus prados y árboles, ciento veinte hectáreas de terreno ajardinado cuyo estanque con botes, campo de golf y pista de carreras de caballos trotones separaba la sección de Weequahic de las plantas industriales y las terminales de carga que se sucedían a lo largo de la Ruta 27 y el viaducto del Ferrocarril de Pensilvania al este de esa zona, el floreciente aeropuerto más al este y el mismo borde del continente todavía más al este, los depósitos y muelles de la bahía de Newark, donde se descargaban mercancías procedentes del mundo entero. En el borde occidental del barrio, el extremo sin parque donde vivíamos, residía algún que otro maestro de escuela o farmacéutico, pero por lo demás pocos eran los profesionales entre nuestros vecinos más cercanos y, desde luego, allí no vivía ninguna de las prósperas familias de empresarios o fabricantes. Los hombres trabajaban cincuenta, sesenta, o incluso setenta o más horas a la semana; las mujeres lo hacían continuamente, con escasa ayuda de aparatos ahorradores de esfuerzo, lavando la ropa, planchando camisas, remendando calcetines, dando vuelta a los cuellos, cosiendo botones, protegiendo las prendas de lana contra la polilla, puliendo muebles, barriendo y fregando los suelos, lavando las ventanas, limpiando los fregaderos, las bañeras, los lavabos y los fogones, pasando el aspirador por las alfombras, cuidando de los enfermos, yendo a la compra, cocinando, dando de comer a los parientes, aseando armarios y cajones, supervisando las tareas de pintura y las reparaciones domésticas, preparándolo todo para las prácticas religiosas, pagando las facturas y llevando las cuentas de la familia, al mismo tiempo que se ocupaban de la salud, la ropa, la limpieza, los estudios, la nutrición, la conducta, los cumpleaños, la disciplina y la moral de sus hijos. Unas pocas mujeres trabajaban con sus maridos en las cercanas calles comerciales, ayudadas por sus hijos mayores al salir de la escuela y los sábados, repartiendo encargos y ocupándose de las existencias y la limpieza.

El trabajo, más que la religión, era lo que, a mi modo de ver, identificaba y distinguía a nuestros vecinos. En el vecindario nadie llevaba barba ni vestía al anticuado estilo del Viejo Mundo, y nadie usaba kipá ni en la calle ni en las casas que solía visitar con mis amigos de la infancia. Los adultos ya no realizaban las prácticas externas, reconocibles, de la religión, si es que la practicaban en serio de alguna manera, y, aparte de los tenderos más viejos, como el sastre y el carnicero kosher (y los abuelos achacosos o decrépitos que se veían obligados a vivir con sus vástagos adultos), casi nadie del barrio hablaba con acento. En 1940, los padres judíos y sus hijos que vivían en el rincón sudoeste de la ciudad más grande de Nueva Jersey hablaban entre ellos en un inglés norteamericano que se parecía más a la lengua hablada en Altoona o Binghamton que a los dialectos que hablaban a las mil maravillas nuestros homólogos judíos en los cinco distritos situados al otro lado del Hudson. Troqueladas en el escaparate de la carnicería y grabadas en los dinteles de las pequeñas sinagogas del barrio había palabras hebreas, pero en ningún otro lugar, excepto en el cementerio, tenía uno ocasión de ver el alfabeto del libro de oraciones más que en las cartas familiares en la lengua materna empleadas sin cesar por prácticamente todo el mundo para todos los fines concebibles, importantes o triviales. En el quiosco que se alzaba ante la esquina de la confitería, el número de clientes que compraban Racing Form era diez veces superior a los que se llevaban el diario en yiddish, el Forvertz.

Israel aún no existía, seis millones de judíos aún no habían dejado de existir, y la relación que tenía con nosotros la lejana Palestina (bajo protectorado británico desde la disolución, en 1918, por parte de los aliados victoriosos, de las remotas provincias del extinto Imperio otomano) era un misterio para mí. Cuando un forastero que llevaba barba y a quien jamás había visto sin sombrero se presentaba cada pocos meses, después de que hubiera oscurecido, para pedir en un inglés chapurreado una contribución destinada al establecimiento de una patria nacional judía en Palestina, yo, que no era un niño ignorante, no acababa de entender qué estaba haciendo aquel hombre en nuestro rellano. Mis padres nos daban, a mí o a Sandy, un par de monedas para depositarlas en su alcancía, y yo siempre pensaba que ese acto generoso obedecía menos a la amabilidad que al deseo de no herir los sentimientos de un pobre viejo que, año tras año, parecía incapaz de meterse en la cabeza el hecho de que, desde hacía tres generaciones, ya teníamos una patria. Cada mañana, en la escuela, juraba fidelidad a la bandera de nuestra patria. Junto con mis compañeros de clase, entonaba un canto a sus maravillas en el salón de actos. Celebraba con entusiasmo las festividades nacionales, y sin pensar dos veces en mi afinidad con los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, el pavo de Acción de Gracias o los dos encuentros consecutivos de béisbol que se celebraban entre los mismos equipos el 30 de mayo, el día en que se decoran las tumbas de los soldados. Nuestra patria era los Estados Unidos de América.

Entonces los republicanos proclamaron a Lindbergh candidato a la presidencia y todo cambió.

Durante casi una década, Lindbergh fue un gran héroe en nuestro barrio, como lo era en todas partes. La realización de su vuelo de treinta y tres horas y media sin escalas, en solitario, desde Long Island a París en el minúsculo monoplano Spirit of Saint Louis incluso coincidió casualmente con el día de primavera de 1927 en que mi madre supo que estaba embarazada de mi hermano mayor. En consecuencia, el joven aviador cuya audacia había emocionado a América y al mundo entero y cuyo logro señalaba un futuro de progreso aeronáutico inimaginable, llegó a ocupar un lugar especial en la galería de anécdotas familiares que generan la primera mitología cohesiva de cualquier niño. El misterio del embarazo y el heroísmo de Lindbergh se combinaron para otorgar a mi propia madre una distinción que bordeaba lo divino: nada menos que una anunciación global había acompañado a la concepción de su primer hijo. Más adelante, Sandy dejaría constancia de aquel momento con un dibujo que ilustraba la yuxtaposición de esos dos espléndidos acontecimientos. En el dibujo –completado a la edad de nueve años y que, involuntariamente, emitía cierto tufo a cartel soviético–, Sandy la imaginaba a kilómetros de casa, entre una alegre multitud en la esquina de Broad y Market. Es una esbelta joven de veintitrés años, de cabello oscuro y con una sonrisa que refleja un saludable júbilo, de manera soprendente está sola y lleva un delantal de cocina con flores estampadas en el cruce de las dos vías más concurridas de la ciudad, una mano muy abierta ante el delantal, donde la anchura de sus caderas es aún engañosamente juvenil, mientras que con la otra solo ella entre la multitud señala al cielo, al Spirit of Saint Louis, que sobrevuela visiblemente el centro de Newark, justo en el momento en que ella se da cuenta de que, en una proeza no menos triunfal para un ser humano que la de Lindbergh, ha concebido a Sanford Roth.

Sandy tenía cuatro años y yo, Philip, aún no había nacido cuando, en marzo de 1932, el primer hijo de Charles y Anne Morrow Lindbergh, un niño cuyo nacimiento veinte meses atrás había sido ocasión de júbilo nacional, fue secuestrado de la nueva y aislada casa familiar, en la rural Hopewell, estado de Nueva Jersey. Unos dos meses y medio después se descubrió por casualidad el cadáver en descomposición del bebé, en un bosque a pocos kilómetros de distancia. O bien lo habían asesinado o bien había muerto por accidente, tras ser arrancado de la cuna y, en la oscuridad, todavía envuelto en la ropa de cama, sacado a través de la ventana del cuarto infantil del primer piso y bajado hasta el suelo por una escala improvisada, mientras su madre estaba ocupada en sus habituales actividades nocturnas en otra parte de la casa. En febrero de 1935, cuando concluyó el juicio por rapto y asesinato en Flemington, Nueva Jersey, con la condena de Bruno Hauptmann –un ex presidiario alemán de treinta y cinco años que vivía en el Bronx con su esposa alemana–, la audacia del primer piloto del mundo en efectuar el vuelo transatlántico en solitario estaba impregnada de un patetismo que le convertía en un titán mártir comparable a Lincoln.

Después del juicio, los Lindbergh abandonaron Estados Unidos con la esperanza de que una expatriación temporal protegiera a un nuevo bebé Lindbergh y ellos pudieran recuperar en cierta medida la intimidad que ansiaban. La familia se trasladó a un pueblecito de Inglaterra, y desde allí, como ciudadano particular, Lindbergh empezó a viajar a la Alemania nazi, unos viajes que lo convertirían en un infame para la mayoría de los judíos norteamericanos. En el transcurso de cinco visitas, durante las que pudo familiarizarse de primera mano con la magnitud de la maquinaria bélica alemana, fue agasajado con ostentación por el mariscal del aire Göring y condecorado ceremoniosamente en nombre del Führer, y por su parte expresó con toda franqueza la alta consideración en que tenía a Hitler, dijo de Alemania que era la «nación más interesante» del mundo y calificó a su líder de «gran hombre». Y todo este interés y admiración los manifestó después de que las leyes de Hitler de 1935 hubieran privado a los judíos de Alemania de sus derechos civiles y sociales y de sus propiedades, anulado su ciudadanía y prohibido que contrajeran matrimonio con arios.

En 1938, cuando empecé a ir a la escuela, el de Lindbergh era un nombre que provocaba en nuestra casa la misma clase de indignación que las retransmisiones radiofónicas dominicales del padre Coughlin, el sacerdote de la zona de Detroit que editaba un semanario de derechas llamado Justicia social y cuya virulencia desataba las pasiones de una audiencia considerable cuando el país pasaba por momentos difíciles. En noviembre de 1938 –el año más oscuro y siniestro para los judíos de Europa en dieciocho siglos– tuvo lugar el peor pogromo de la historia moderna, la Kristallnacht, instigado por los nazis en toda Alemania: las sinagogas fueron incendiadas, las residencias y los negocios de los judíos fueron destruidos y, durante una noche que presagiaba el monstruoso futuro, millares de judíos fueron sacados a la fuerza de sus casas y transportados a campos de concentración. Cuando le sugirieron a Lindbergh que, como respuesta a esa violencia sin precedentes perpetrada por un Estado contra sus propios ciudadanos, considerase la posibilidad de devolver la Cruz de Oro decorada con cuatro cruces gamadas que le había concedido, en nombre del Führer, el mariscal del aire Göring, se negó a hacerlo, diciendo que renunciar públicamente a la Cruz de Servicio del Águila Alemana constituiría un «insulto innecesario» a los dirigentes nazis.

Lindbergh fue el primer norteamericano famoso vivo al que yo aprendí a odiar (de la misma manera que el presidente Roosevelt fue el primer norteamericano famoso vivo a quien me enseñaron a amar), y por ello su nombramiento por parte de los republicanos como contendiente electoral de Roosevelt en 1940 atacó, como ninguna otra cosa lo había hecho hasta entonces, aquel enorme legado de seguridad personal que yo había dado por supuesto como hijo americano de padres americanos en una escuela americana de una ciudad americana en una América en paz con el mundo.

La única amenaza comparable había tenido lugar poco más de un año antes, cuando a mi padre, agente de seguros de la sucursal que Metropolitan Life tenía en Newark, y en vista de su alto rendimiento durante la peor época de la Depresión, le ofrecieron el ascenso a ayudante de dirección encargado de los agentes en la oficina de la compañía, que se hallaba a doce kilómetros de nuestra casa, en Union, una población cuyo único rasgo distintivo, que yo supiera, era un autocine donde proyectaban películas incluso cuando llovía, y adonde la empresa esperaba que mi padre se trasladase con su familia si aceptaba el cargo. Como ayudante del director, mi padre no tardaría en ganar setenta y cinco dólares a la semana, y en los siguientes años llegaría hasta cien, una cantidad que en 1939 era una fortuna para personas con nuestras expectativas. Y puesto que en Union había casas unifamiliares que, debido a la Depresión, se vendían por unos pocos miles de dólares, él podría satisfacer una ambición que abrigaba desde su adolescencia, cuando vivía en un pequeño piso en un bloque de Newark: convertirse en un norteamericano propietario de su casa. El «orgullo de la propiedad» era una de las expresiones favoritas de mi padre, y para un hombre de su extracción social encarnaba una idea tan real como el pan, una idea que no tenía nada que ver con el espíritu competitivo ni el consumo ostentoso, sino con su condición de viril sostén de la familia.

El único inconveniente estribaba en que como Union, al igual que Hillside, era una población de clase trabajadora gentil, muy probablemente mi padre sería el único judío en una oficina de unos treinta y cinco empleados, mi madre la única judía de nuestra calle y Sandy y yo los únicos niños judíos de la escuela.

El sábado posterior al ofrecimiento a mi padre del ascenso (un ascenso que, por encima de todo, satisfaría el anhelo que tenía una familia en la época de la Depresión de un minúsculo margen de seguridad económica), después de almorzar los cuatro fuimos a Union para echar un vistazo a la localidad. Pero una vez allí, cuando recorríamos en el coche arriba y abajo las calles residenciales, mirando las casas de dos plantas, no del todo idénticas pero, de todos modos, cada una de ellas con puerta de tela metálica en el porche delantero, una extensión de césped segado, algunos arbustos y un sendero de carbonilla que conducía al garaje para un solo vehículo, casas muy modestas pero aun así más espaciosas que nuestro piso de dos dormitorios y muy parecidas a las casitas blancas de las películas sobre esos pueblecitos que son la sal de la tierra americana, una vez estuvimos allí nuestro inocente optimismo acerca del ascenso de la familia a la clase propietaria de sus casas fue suplantado, como era bastante predecible, por ciertas inquietudes acerca del alcance de la caridad cristiana. Mi madre, normalmente enérgica, respondió a la pregunta de mi padre («¿Qué te parece, Bess?») con un entusiasmo que incluso un niño podía notar que era fingido. Y pese a lo pequeño que yo era, pude figurarme el motivo: sin duda estaba pensando «La nuestra será la casa “donde viven los judíos”. Será lo de Elizabeth una vez más».

Cuando mi madre era niña allí, en un piso situado sobre la tienda de comestibles de su padre, Elizabeth era un puerto industrial de Nueva Jersey que tenía la cuarta parte de la extensión de Newark y donde predominaba la clase obrera irlandesa, sus políticos y una vida parroquial muy cohesionada que giraba en torno a las numerosas iglesias de la población, y aunque nunca había oído a mi madre quejarse de que hubiese sido directamente maltratada durante su infancia en Elizabeth, no fue hasta que contrajo matrimonio y se trasladó al nuevo vecindario judío de Newark cuando descubrió la confianza en sí misma que le había conducido a convertirse primero en representante de las madres de primaria de la Asociación de Padres y Profesores, luego en vicepresidenta de la APP, encargada de establecer un Club de Madres de Parvulario y, finalmente, en presidenta de la APP, que, tras asistir en Trenton a una conferencia sobre parálisis infantil, propuso que cada 30 de enero, cumpleaños del presidente Roosevelt, se celebrara un baile al estilo del Desfile de Monedas, propuesta que fue aceptada por la mayor parte de las escuelas de Newark. En la primavera de 1939 se hallaba en su segundo año de éxito como dirigente de ideas progresistas (ya daba apoyo a un joven profesor de sociología muy interesado en aportar una «educación visual» a las aulas de Chancellor) y ahora, sin poder evitarlo, se imaginaba privada de cuanto había logrado al convertirse en esposa y madre domiciliada en la avenida Summit. Si teníamos la buena suerte de comprar una casa en cualquiera de las calles de Union que ahora veíamos con su mejor aspecto primaveral, y mudarnos a ella, no solo la categoría de mi madre bajaría a la misma de su infancia y adolescencia como hija de un tendero judío inmigrante en la Elizabeth irlandesa y católica, sino que también, lo que era peor, Sandy y yo nos veríamos obligados a revivir la juventud de nuestra madre, con las limitaciones de ser un extraño en el vecindario.

Pese a la decepción de mi madre, mi padre se esforzaba por animarnos: nos hizo reparar en lo limpio y bien cuidado que parecía todo, nos recordó a Sandy y a mí que vivir en una de aquellas casas significaría que ya no tendríamos que compartir un pequeño dormitorio y un solo armario y nos explicó los beneficios derivados de pagar una hipoteca en vez de un alquiler, una lección de economía elemental que se interrumpió bruscamente cuando tuvo que frenar ante un semáforo en rojo al lado de una tienda de bebidas que parecía un parque y dominaba una esquina del cruce. Había mesas de color verde con bancos adosados a la sombra de unos frondosos árboles, y camareros con chaqueta blanca decorada con trencillas iban rápidamente de un lado a otro en la soleada tarde de fin de semana, manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de botellas, jarras y platos, y hombres de todas las edades estaban reunidos en cada una de las mesas, fumando cigarrillos y pipas y tomando largos tragos de altas jarras y tazones de cerámica. También había música, la de un acordeón que tocaba un hombre menudo y robusto, con pantalones cortos, calcetines altos y un sombrero adornado con una larga pluma.

–¡Hijos de puta! –exclamó mi padre–. ¡Cabrones fascistas!

Y entonces el semáforo se puso en verde y seguimos adelante en silencio para ver el edificio de oficinas donde él estaba a punto de tener la oportunidad de ganar más de cincuenta dólares a la semana.

Fue mi hermano quien aquella noche, cuando fuimos a acostarnos, me explicó por qué mi padre había perdido el dominio de sí mismo y soltado aquellos tacos delante de sus hijos: la acogedora media hectárea de terreno llena de alegría al aire libre en el centro de la ciudad se llamaba «jardín de cerveza», y el lugar tenía algo que ver con el Bund germanoamericano, el cual, a su vez, tenía algo que ver con Hitler, y este, era necesario decírmelo, tenía todo que ver con la persecución de los judíos.

El antisemitismo, embriagador como una bebida alcohólica. Eso es lo que imaginé de la gente que aquel día bebía tan alegremente en su cervecería al aire libre, como los nazis en todas partes, engullendo una jarra tras otra de antisemitismo como si ingiriesen el remedio universal.

Mi padre tuvo que tomarse una mañana libre para ir a la oficina central en Nueva York –al alto edificio cuya torre más elevada estaba coronada por el faro al que la compañía llamaba con orgullo «La luz que nunca se apaga»– e informar al inspector de las agencias de que no podía aceptar el ascenso que ansiaba.

–La culpa es mía –dijo mi madre en cuanto él empezó a contar, durante la cena, lo que había ocurrido en el piso dieciocho de la avenida Madison número 1.

–Nadie tiene la culpa –replicó mi padre–. Antes de marcharme le expliqué lo que iba a decirle, fui y se lo dije, y asunto zanjado. No nos trasladamos a Union, muchachos. Nos quedamos aquí.

–¿Y qué hizo él? –inquirió mi madre.

–Escuchó todo lo que tenía que decirle.

–¿Y entonces? –preguntó ella.

–Se levantó y me dio la mano.

–¿No te dijo nada?

–Me dijo: «Buena suerte, Roth».

–Estaba enojado contigo.

–Hatcher es un caballero de la vieja escuela. Un gentil fornido que pasa del metro ochenta. Tiene el aspecto de un actor de cine. Sesenta años de edad y rebosante de salud. Esas son las personas que tienen la sartén por el mango, Bess… No pierden el tiempo enfadándose con alguien como yo.

–¿Y ahora qué? –inquirió mi madre, dando a entender que, fuera cual fuese el resultado de su entrevista con Hatcher, no sería bueno y podría ser funesto.

Y yo creí entender por qué. «Aplícate y lo conseguirás», tal era el axioma que nos habían enseñado nuestros padres. Sentados a la mesa del comedor, mi padre repetía una y otra vez a sus hijos: «Si alguien te pregunta “¿Puedes hacer este trabajo? ¿Serás capaz?”, debes responder “Por supuesto”. Cuando descubra que no eres capaz, ya habrás aprendido, y el trabajo será tuyo. Y quién sabe, podría resultar que es la oportunidad de tu vida». Sin embargo, allá en Nueva York él no había actuado así.

–¿Qué ha dicho el Jefe? –le preguntó ella.

Los cuatro llamábamos «el Jefe» a Sam Peterfreund, el director de la oficina de Newark donde trabajaba mi padre. En aquellos tiempos en que, sin hacerlas públicas, existían cuotas para mantener al mínimo las admisiones de judíos en universidades y escuelas profesionales, y en que había una discriminación indiscutible en las grandes empresas y unas rígidas restricciones a la afiliación judía en millares de organizaciones sociales e instituciones comunitarias, Peterfreund fue uno de los primeros entre el pequeño grupo de judíos que alcanzaron un cargo directivo en Metropolitan Life.

–Fue él quien te propuso para el cargo –comentó mi madre–. ¿Cómo debe de sentirse?

–¿Sabes lo que me dijo cuando volví? ¿Sabes lo que me dijo acerca de la oficina de Union? Que está llena de borrachos, que incluso es famosa por la cantidad de borrachos que trabajan allí. No quiso influir en mi decisión por anticipado. No quería interponerse en mi camino si eso era lo que yo deseaba. Famosa por los agentes que trabajan dos horas por la mañana y se pasan el resto del tiempo en la taberna o haciendo algo peor. Y yo tenía que ir allí, el nuevo judío, el gran jefe judío para quien los gentiles arden en deseos de trabajar, tenía que ir allí y recogerlos del suelo en el bar. Tenía que ir allí y recordarles las obligaciones que tienen hacia sus mujeres e hijos. Ah, cuánto me habrían querido esos muchachos, por hacerles ese favor. Puedes imaginar lo que me habrían llamado a mis espaldas. No, estoy mejor en mi puesto actual. Todos estamos mejor.

–Pero ¿puede despedirte la compañía por no haber aceptado?

–Lo hecho, hecho está, cariño. Asunto resuelto.

Pero mi madre no daba crédito a la versión de mi padre de lo que el Jefe le había dicho; creía que se lo había inventado para que ella dejara de sentirse culpable por haberse negado a mudarse con sus hijos a una ciudad gentil que era un refugio del Bund germanoamericano y, en consecuencia, le había privado a él de la gran oportunidad de su vida.

En abril de 1939, los Lindbergh regresaron para reanudar su vida familiar en Estados Unidos. Solo unos meses después, en septiembre, cuando ya se había anexionado Austria y había ocupado Checoslovaquia, Hitler invadió y conquistó Polonia, y Francia y Gran Bretaña respondieron declarando la guerra a Alemania. Por entonces Lindbergh había sido movilizado como coronel del Cuerpo Aéreo del Ejército, y entonces empezó a viajar por el país por encargo del gobierno estadounidense, cabildeando por el desarrollo de la aviación norteamericana y para expandir y modernizar la sección del aire de las fuerzas armadas. Cuando Hitler ocupó rápidamente Dinamarca, Noruega, Holanda y Bélgica, casi derrotó a Francia y la segunda gran guerra europea estaba bastante avanzada, el coronel del Cuerpo Aéreo se convirtió en el ídolo de los aislacionistas, así como en el enemigo de FDR, al añadir a su misión el objetivo de evitar que Norteamérica se viese arrastrada a la guerra y ofreciera cualquier ayuda a los británicos o los franceses. Existía ya una fuerte animosidad entre él y Roosevelt, pero ahora que, en grandes mítines, emisiones radiofónicas y revistas populares, declaraba abiertamente que el presidente engañaba al país con promesas de paz mientras en secreto hacía campaña y trazaba planes para nuestra intervención en la guerra, algunos miembros del Partido Republicano empezaron a apoyar a Lindbergh como el hombre dotado de la magia necesaria para impedir que «el belicista de la Casa Blanca» consiguiera un tercer mandato.

Cuanto más presionaba Roosevelt al gobierno para revocar el embargo de armas y aligerar el rigor con que mantenía la neutralidad del país, a fin de evitar la derrota de los británicos, tanto más directo se volvía Lindbergh, hasta que finalmente pronunció el famoso discurso radiofónico en Des Moines en una sala llena de entusiastas partidarios, un discurso en el que señaló entre «los grupos más importantes que han presionado para que este país vaya a la guerra» a un grupo que constituía menos del tres por ciento de la población y al que se refería alternativamente como «el pueblo judío» y «la raza judía».

«Ninguna persona honesta y con visión de futuro –afirmó Lindbergh– puede considerar aquí y ahora su política a favor de la guerra sin ver los peligros que entraña semejante política tanto para nosotros como para ellos.»

Y entonces, con una franqueza notable, añadió:

Unos pocos judíos clarividentes se percatan de ello y se oponen a la intervención. Pero la mayoría siguen sin hacerlo … No podemos culparles de que salgan en defensa de los que creen que son sus propios intereses, pero nosotros debemos defender los nuestros. No podemos permitir que las pasiones y los prejuicios de otros pueblos lleven a nuestro país a la destrucción.

Al día siguiente, las mismas acusaciones que habían provocado el clamor de aprobación del público que escuchaba a Lindbergh en Iowa fueron enérgicamente denunciadas por los periodistas liberales, por el secretario de prensa de Roosevelt, por las agencias y las organizaciones judías e incluso, desde el interior del Partido Republicano, por Dewey, el fiscal del distrito de Nueva York, y por Wendell Willkie, abogado de empresas de servicios públicos, ambos potenciales candidatos a la presidencia. Tan severa fue la crítica por parte de miembros del gabinete demócrata, como el secretario de Interior, Harold Ickes, que Lindbergh renunció a su grado de coronel del ejército en la reserva antes que servir bajo el mandato de FDR como comandante en jefe. Pero el comité América Primero, la organización de base más amplia que encabezaba la batalla contra la intervención, siguió apoyándole, y Lindbergh continuó siendo el más popular ganador de prosélitos de la neutralidad por la que abogaba aquella organización. Para muchos miembros de América Primero, ni siquiera con los hechos en la mano se podía discutir la afirmación efectuada por Lindbergh de que «el mayor peligro que [los judíos] representan para este país radica en el alcance de sus posesiones y su influencia en nuestra industria cinematográfica, nuestra prensa, nuestra radio y nuestro gobierno». Cuando Lindbergh escribía con orgullo acerca de «nuestra herencia de sangre europea», cuando advertía contra «la dilución causada por razas extranjeras» y «la infiltración de sangre inferior» (frases todas ellas que aparecen en sus anotaciones de diario de aquellos años), estaba dejando constancia de unas convicciones personales que compartía con una parte considerable de las bases de América Primero, así como con un furibundo electorado más extenso de lo que un judío como mi padre, a pesar del odio implacable que sentía por el antisemitismo –o como mi madre, con su profundamente arraigada desconfianza hacia los cristianos–, jamás podría haber imaginado que florecería de un extremo al otro de Norteamérica.

La Convención Republicana de 1940. Aquella noche, la del martes 27 de junio, mi hermano y yo fuimos a acostarnos mientras la radio estaba encendida en la sala de estar, y nuestros padres, junto con nuestro primo Alvin, mayor que nosotros, escuchaban juntos la retransmisión en directo desde Filadelfia. Después de seis votaciones, los republicanos aún no habían seleccionado un candidato. Ni un solo delegado había pronunciado todavía el nombre de Lindbergh y, a causa de un cónclave de ingenieros en una fábrica del Medio Oeste, donde él había asesorado sobre el diseño de un nuevo avión de caza, no estaba presente ni se esperaba que lo estuviera. Cuando Sandy y yo fuimos a acostarnos, la convención seguía dividida entre Dewey, Willkie y dos poderosos senadores republicanos, Vandenberg, de Michigan, y Taft, de Ohio, y no parecía que los peces gordos como el ex presidente Hoover, a quien FDR desbancó en 1932, con una victoria abrumadora, o como el gobernador Alf Landon, a quien FDR derrotó de una manera incluso más ignominiosa cuatro años después, con la victoria más aplastante de la historia, estuvieran a punto de llegar a un acuerdo en la trastienda.

Como era la primera noche calurosa del verano, las ventanas de todas las habitaciones estaban abiertas y, sin poder evitarlo, Sandy y yo seguíamos desde la cama los acontecimientos que retransmitía la radio en la sala de estar, la radio del piso de abajo y, puesto que un callejón apenas lo bastante ancho para permitir el paso de un solo vehículo separaba una casa de la siguiente, las radios de nuestros vecinos a uno y otro lado. Como esto sucedía mucho antes de que los acondicionadores de aire que permitían mantener las ventanas cerradas redujeran los ruidos del vecindario en las noches de verano, la emisión cubría la manzana entera desde Keer a Chancellor, una manzana en la que no vivía un solo republicano en ninguna de las treinta y tantas casas de dos familias y media ni en el nuevo bloque de pisos que se alzaba en la esquina de la avenida Chancellor. En calles como la nuestra, los judíos votaban sin vacilación por el Partido Demócrata siempre que FDR encabezara la lista.

Pero éramos dos críos y, pese a todo, nos dormimos, y probablemente no nos habríamos despertado hasta la mañana siguiente de no haber sido porque Lindbergh, cuando los republicanos se encontraban estancados en la vigésima votación, efectuó una imprevista entrada en la sala de la convención a las 3.18 de la madrugada. Aquel héroe esbelto, alto y guapo, un hombre ágil, de aspecto atlético, que aún no había cumplido los cuarenta, llegó vestido con su traje de piloto después de haber aterrizado con su avión en el aeropuerto de Filadelfia tan solo unos minutos antes, y al verle una ola de entusiasmo redentor hizo ponerse en pie a los mustios congresistas, que exclamaron «¡Lindy! ¡Lindy! ¡Lindy!» durante treinta gloriosos minutos y sin que la presidencia los interrumpiera. Detrás de la triunfal ejecución de este espontáneo drama pseudorreligioso estaban las maquinaciones del senador por Dakota del Norte Gerald P. Nye, un aislacionista de derechas que se apresuró a presentar la candidatura de Charles A. Lindbergh, de Little Falls, Minnesota, tras lo cual dos de los miembros más reaccionarios del Congreso (Thorkelson, de Montana, y Mundt, de Dakota del Sur) secundaron la nominación, y a las cuatro en punto de la madrugada del viernes 28 de junio el Partido Republicano eligió por aclamación como candidato al fanático que había denunciado a los judíos en una emisión radiofónica de alcance nacional como «otro pueblo» que empleaba su enorme «influencia … para llevar a nuestro país a la destrucción», en vez de hacer honor a la verdad reconociendo que éramos una pequeña minoría de ciudadanos enormemente superados en número por nuestros compatriotas cristianos, unas personas cuyos prejuicios religiosos, en general, les impedían alcanzar el poder público y, sin ninguna duda, no menos leales a los principios de la democracia norteamericana que un admirador de Adolf Hitler.

–¡No!

Esa fue la palabra que nos despertó, un «¡No!» gritado por una voz viril en cada vivienda de la manzana. No era posible. No. No para presidente de Estados Unidos.

Al cabo de unos segundos, mi hermano y yo estábamos de nuevo junto a la radio con el resto de la familia, y nadie se molestó en decirnos que volviéramos a la cama. A pesar del calor que hacía, mi pudorosa madre se había puesto una bata sobre el fino camisón (también a ella la había despertado el ruido), y ahora estaba sentada en el sofá al lado de mi padre, cubriéndose la boca con la mano como si tratara de contener el vómito. Entretanto, mi primo Alvin, incapaz de seguir sentado, empezó a caminar de un lado a otro de la sala de cinco metros por tres con el brío propio de un vengador que recorriera la ciudad en busca de su Némesis para liquidarla.

La cólera de aquella noche fue una auténtica forja rugiente, un horno cuyas llamas te envuelven y convierten en acero. Y no remitió, no lo hizo mientras Lindbergh permanecía silencioso en la tribuna de Filadelfia, oyendo una vez más los vítores de quienes le consideraban el salvador de la nación, ni cuando pronunció el discurso aceptando la nominación de su partido y junto con ella el mandato de mantener a Estados Unidos al margen de la guerra europea. Todos esperábamos aterrados oírle repetir en la convención su maligno vilipendio de los judíos, pero el hecho de que no lo hiciera no tuvo el menor efecto en el estado de ánimo de todas las familias que habitaban en la manzana y que se echaron a la calle casi a las cinco de la madrugada. Familias enteras a cuyos miembros hasta entonces solo había visto de día y completamente vestidos, llevaban pijamas y camisones bajo las batas de baño y pululaban en zapatillas al amanecer, como si un terremoto los hubiera echado de sus casas. Pero lo que más asustaba a un niño era la cólera, el enojo de unos hombres a los que yo conocía como despreocupados y parlanchines o como silenciosos y diligentes padres de familia que se pasaban el día entero desatascando desagües o reparando calderas o vendiendo manzanas al por menor y luego, por la noche, echaban un vistazo al periódico, escuchaban la radio y se quedaban dormidos en el sillón de la sala de estar, seres sencillos que casualmente eran judíos irrumpían ahora en la calle y soltaban maldiciones sin preocuparse del decoro, al verse bruscamente arrojados de nuevo a la espantosa lucha de la que creían haber librado a sus familias gracias a la providencial migración de la generación anterior.

Yo habría imaginado que el hecho de que Lindbergh no mencionara a los judíos en su discurso de aceptación era un augurio prometedor, una indicación de que las protestas que le hicieron renunciar a su nombramiento de oficial del ejército habían sido aleccionadoras o que había cambiado de parecer desde el discurso de Des Moines o que ya se había olvidado de nosotros o que en el fondo sabía muy bien que nuestra entrega a Estados Unidos era irrevocable, que, si bien Irlanda les seguía importando a los irlandeses, Polonia a los polacos e Italia a los italianos, nosotros no conservábamos ninguna lealtad, ni sentimental ni de ningún otro tipo, hacia aquellos países del Viejo Mundo en los que nunca habíamos sido bien recibidos y a los que no teníamos intención de regresar jamás. Si yo hubiera podido pensar con detenimiento en el significado de aquellos momentos y formularlo con esas palabras, probablemente eso es lo que habría pensado. Pero los hombres que estaban en la calle pensaban de un modo distinto. Para ellos, que Lindbergh no hubiera mencionado a los judíos no era más que una treta, el inicio de una campaña de engaño destinada a hacernos callar tanto como a pillarnos desprevenidos. «¡Hitler en América! –exclamaban los vecinos–. ¡El fascismo en América! ¡Tropas de asalto de las SS en América!» Tras haberse pasado toda la noche sin dormir, no había nada que aquellos apabullados mayores nuestros no pensaran ni dijeran en voz alta, al alcance de nuestros oídos, antes de que empezaran a regresar a sus casas (donde todos los receptores de radio seguían atronando), los hombres para afeitarse, vestirse y tomar una taza de café antes de dirigirse al trabajo y las mujeres para vestir a sus hijos, darles el desayuno y prepararse para las tareas de la jornada.

Roosevelt levantó los ánimos de todo el mundo con su enérgica respuesta cuando supo que su adversario iba a ser Lindbergh en vez de un senador de la talla de Taft o un fiscal tan agresivo como Dewey o un abogado de alto nivel tan afable y apuesto como Willkie. Se decía que, cuando le despertaron a las cuatro de la madrugada para darle la noticia, predijo desde su cama en la Casa Blanca: «Cuando esto haya terminado, ese joven lamentará no solo haberse metido en política, sino también haber aprendido a volar». Tras lo cual volvió a caer de inmediato en un sueño profundo… o tal era la anécdota que nos aportó tanto consuelo al día siguiente. Curiosamente, en la calle, cuando lo único en lo que cualquiera podía pensar era en la amenaza que representaba para nuestra seguridad aquella afrenta de transparente injusticia, la gente se había olvidado de FDR y el baluarte que representaba contra la opresión. La pura sorpresa de la nominación de Lindbergh había despertado un atávico sentido de indefensión que tenía más que ver con Kishinev y los pogromos de 1903 que con la Nueva Jersey de treinta y siete años después, y, en consecuencia, se habían olvidado de que Roosevelt había nombrado a Felix Frankfurter como juez del Tribunal Supremo y elegido a Henry Morgenthau para el cargo de secretario del Tesoro, de que el financiero Bernard Baruch era un íntimo asesor del presidente y de que allí estaban la señora Roosevelt, Ickes y el secretario de Agricultura, Wallace, tres personas de las que se sabía que, lo mismo que el presidente, eran amigos de los judíos. Estaba Roosevelt, estaba la Constitución de Estados Unidos, estaba la Declaración de Derechos y estaban los periódicos, la prensa libre de Norteamérica. Incluso el Newark Evening News, que era republicano, publicó un editorial en el que recordaba a los lectores el discurso de Des Moines y cuestionaba abiertamente lo acertado del nombramiento de Lindbergh, y PM, el nuevo y popular diario neoyorquino de izquierdas, que costaba cinco centavos y que mi padre había empezado a traer a casa cuando volvía del trabajo junto con el Newark News (y cuyo eslogan decía: «PM está en contra de quienes intimidan a los demás»), dirigió su ataque contra los republicanos en un largo editorial, así como en las noticias y los artículos de prácticamente cada una de sus treinta y dos páginas, sin que faltaran en la sección de deportes artículos contrarios a Lindbergh firmados por Tom Meany y Joe Cummiskey. En la primera plana aparecía una gran foto de la medalla nazi de Lindbergh y, en la Revista Gráfica Diaria, donde se afirmaba publicar fotografías que otros periódicos descartaban (fotos controvertidas de bandas de linchadores y cuerdas de presos, de esquiroles blandiendo porras, de las inhumanas condiciones de vida imperantes en las cárceles norteamericanas), una página tras otra mostraba al candidato republicano durante su gira por la Alemania nazi en 1938, culminando con una foto del personaje a toda página, con la infame medalla al cuello, estrechando la mano de Hermann Göring, el dirigente nazi por encima del cual solo estaba Hitler.

Un domingo por la noche aguardamos mientras se sucedían las comedias radiofónicas hasta que, a las nueve, apareció Walter Winchell y procedió a decir lo que habíamos esperado que dijera y de la manera tan despectiva como queríamos que lo dijera. Se alzaron aplausos en todo el callejón, como si el famoso periodista no estuviera encerrado en un estudio de radio al otro lado de la gran línea divisoria que era el río Hudson, sino que se encontrara allí, entre nosotros, atacando como un loco –el nudo de la corbata aflojado, el cuello de la camisa desabrochado, el Fedora gris echado hacia atrás–, arremetiendo contra Lindbergh desde un micrófono situado sobre el hule que cubría la mesa de la cocina de nuestros vecinos de al lado.

Era la última noche de junio de 1940. Después de un día caluroso, había refrescado lo suficiente para sentarnos cómodamente dentro de casa sin sudar, pero cuando Winchell cerró la emisión, a las nueve y cuarto, a nuestros padres les apeteció que los cuatro saliéramos a estirar las piernas en la agradable noche. Solo íbamos a pasear hasta la esquina y volver, tras lo cual mi hermano y yo nos acostaríamos, pero se hizo casi medianoche antes de que nos metiéramos en la cama, y era imposible que unos niños tan abrumados por la agitación de sus padres pudieran conciliar el sueño. Puesto que la intrépida belicosidad de Winchell también había hecho salir de sus casas a todos nuestros vecinos, lo que había comenzado para nosotros como un alegre paseo nocturno terminó como una fiesta improvisada para todos los habitantes de la manzana. Los hombres sacaron sillas de playa de los garajes y las desplegaron por los callejones, las mujeres salieron de las casas con jarras de limonada, los niños más pequeños correteaban como locos de la escalinata de un porche a la de otro, y los mayores, sentados en grupos, reían y charlaban, y todo porque el judío norteamericano más conocido después de Albert Einstein le había declarado la guerra a Lindbergh.

Al fin y al cabo, era Winchell quien había introducido en su columna periodística el famoso sistema de separar, y de alguna manera validar mágicamente, por medio de tres puntos cada noticia de plena actualidad, basándola siempre del modo más tenue en los hechos, y era Winchell quien había tenido la idea de disparar a la cara de las masas crédulas perdigonadas de chismorreo con las que arruinaba reputaciones, comprometía a celebridades, concedía fama, y hacía y deshacía carreras en el mundo del espectáculo. Su columna era la única que se publicaba en centenares de periódicos a lo largo y ancho del país, y su cuarto de hora del domingo por la noche era el programa radiofónico de noticias más popular del país, pues el fuego graneado del discurso de Winchell y su agresivo cinismo prestaban a cada primicia el aire sensacional de una revelación. Le admirábamos como una persona informada y astuta, amigo de J. Edgar Hoover, el director del FBI, así como vecino del mafioso Frank Costello y confidente del círculo íntimo de Roosevelt, incluso en ocasiones invitado a la Casa Blanca para que divirtiera al presidente mientras tomaban una copa, el luchador callejero que está en el ajo y severo hombre de mundo a quien sus enemigos temían y que estaba de nuestro lado. Walter Winschel (también conocido como Weinschel), natural de Manhattan, pasó de ser un bailarín de vodevil neoyorquino a bisoño columnista de Broadway que hizo fortuna encarnando las pasiones de los nuevos diarios iletrados más vulgares, aunque desde la ascensión de Hitler, y mucho antes de que ningún otro periodista hubiera tenido la clarividencia o la ira necesarias para enfrentarse a ellos, fascistas y antisemitas se habían convertido en su enemigo número uno. Ya había etiquetado como «ratzis» al Bund germanoamericano y acosado a su dirigente, Frutz Kuhn, acusándole en la radio y en la prensa de ser agente secreto extranjero, y ahora –después de la broma de FDR, el editorial del Newark News y la concienzuda denuncia de PM– Walter Winchell solo tenía que revelar la «filosofía pronazi de Lindbergh» a sus treinta millones de oyentes el domingo por la noche y decir de la candidatura a la presidencia de Lindbergh que era la mayor amenaza jamás dirigida contra la democracia norteamericana para que todas las familias judías de la pequeña avenida Summit, que se extendía a lo largo de una manzana, parecieran de nuevo estadounidenses que gozaban de la vitalidad y el brío de una ciudadanía segura, libre y protegida en vez de lanzarse a la calle con ropa de dormir, como locos huidos de un manicomio.

Mi hermano era conocido en todo el vecindario por su habilidad para dibujar «cualquier cosa» –una bicicleta, un árbol, un perro, una silla, un personaje de tira cómica de Li’l Abner–, aunque últimamente le interesaban las caras de la gente. Los chicos se reunían siempre a su alrededor para mirar lo que hacía, cada vez que, al salir de la escuela, se instalaba con su gran bloc de espiral y su portaminas, y empezaba a dibujar a las personas cercanas. Era inevitable que los espectadores le gritaran «Dibuja a ese, dibuja a esa, dibújame», y Sandy les satisfacía, aunque solo fuera para que dejaran de gritarle al oído. Entretanto, su mano se movía sin cesar, alzaba la vista, la bajaba, arriba, abajo… y, ¡mira!, allí estaba Fulano, en la hoja de papel. Todos le preguntaban cuál era el truco, de qué modo lo hacía, como si el calco –como si la pura magia– pudiera haber jugado algún papel en la hazaña. Sandy respondía a ese incordio con un encogimiento de hombros o una sonrisa: el truco para hacerlo consistía en ser el muchacho tranquilo, serio, nada pretencioso que era. La atención compulsiva de que era objeto dondequiera que fuese, cuando lograba plasmar en el papel los parecidos que le solicitaban, aparentemente no afectaba al elemento impersonal que subyacía a su don, la modestia innata que era su punto fuerte y que más adelante dejó de lado por su cuenta y riesgo.

En casa, ya no copiaba ilustraciones de Collier’s ni fotos de Look, sino que las estudiaba en un manual de arte sobre la figura. Consiguió el libro como premio en un concurso de carteles del Arbor Day para escolares, que había coincidido con un programa de plantación de árboles en la ciudad, administrado por el Departamento de Parques y Propiedad Pública. Incluso hubo una ceremonia en la que mi hermano estrechó la mano de la señora Bannwart, que era inspectora de la Agencia de Árboles de Sombra. El diseño del cartel ganador se basaba en un sello rojo de dos centavos perteneciente a mi colección y que conmemoraba el sesenta aniversario del Arbor Day. El sello me parecía especialmente bello porque, visible dentro de cada uno de sus bordes estrechos y verticales, había un esbelto árbol cuyas ramas se arqueaban en lo alto para reunirse y formar una pérgola, y hasta que entré en posesión del sello y pude examinar con la lupa sus marcas distintivas, el nombre familiar de la festividad había engullido el significado de la palabra arbor. (La pequeña lupa, junto con un álbum para doscientos cincuenta sellos, unas pinzas filatélicas, un calibrador de perforaciones, fijasellos engomados y un platillo de caucho negro llamado «detector de filigranas», era un regalo que me habían hecho mis padres en mi séptimo cumpleaños. Por diez centavos más me compraron también un librito de algo más de noventa páginas titulado Manual del coleccionista de sellos, donde, bajo el epígrafe «Cómo empezar una colección de sellos», leí con fascinación esta frase: «Los viejos archivos comerciales o la correspondencia privada a menudo contienen sellos de emisiones suspendidas que son de gran valor, por lo que si tienes amigos que vivan en casas antiguas y que hayan acumulado material de esa clase en los desvanes, procura conseguir sus viejos sobres y fajas de periódicos franqueados». Nosotros no teníamos desván, ninguno de nuestros amigos que vivían en pisos tenían desván, pero los había bajo los tejados de las casas unifamiliares de Union; aquel terrible sábado del año anterior, cuando recorríamos la población, había visto desde mi asiento de la parte trasera del coche las ventanitas de los desvanes a cada lado de las casas, y por la tarde, una vez en casa, lo único que pasaba por mi mente eran los viejos sobres franqueados y los sellos en relieve de las fajas que rodeaban los periódicos enviados a los suscriptores, que estaban guardados secretamente en aquellos desvanes, y pensaba en que ahora no tendría ninguna ocasión de «conseguirlos» porque era judío.)

El atractivo del sello conmemorativo del Arbor Day estaba sumamente realzado porque representaba una actividad humana en vez del retrato de una persona famosa o una imagen de un lugar importante, y todavía más, una actividad realizada por niños: en el centro del sello, un niño y una niña de unos diez u once años están plantando un árbol joven, el niño cavando con una pala mientras la niña, que sujeta el tronco del árbol con una mano, lo mantiene con firmeza en el hoyo. En el cartel de Sandy, el niño y la niña presentan posiciones distintas y se encuentran en lados opuestos del árbol, el muchacho está representado como diestro en vez de zurdo, lleva pantalones largos en lugar de cortos y uno de sus pies está sobre la hoja de la pala, empujándola para hundirla en la tierra. En el cartel de Sandy hay también un tercer niño, uno de más o menos mi edad, que ahora es el único que lleva pantalones cortos. Está apartado a un lado del arbolillo, y se dispone a verter el contenido de una regadera, de la misma manera que yo sostuve una cuando posé para Sandy, vestido con mis mejores pantalones cortos escolares y calcetines altos. Añadir a ese niño fue idea de mi madre, a fin de distinguir la obra artística de Sandy de la del sello del Arbor Day –y protegerle de la acusación de que «copiaba»–, pero también para dotar al cartel de un contenido social que insinuaba un tema en modo alguno corriente en 1940, ni en el arte de los carteles ni en cualquier otra parte, y que por razones de «gusto» incluso podría haber resultado inaceptable para los jueces.

El tercer niño que plantaba el árbol era de raza negra, y lo que estimuló a mi madre para sugerirle que lo incluyera, aparte del deseo de imbuir en sus hijos la virtud cívica de la tolerancia, fue otro de mis sellos, una flamante emisión de diez centavos que formaba parte del «grupo de los educadores», cinco sellos que había adquirido en la estafeta de correos por un total de veintiún centavos y pagado durante el mes de marzo con mi asignación semanal de cinco centavos. En cada uno de los sellos, por encima del retrato central, había la imagen de una lámpara que el Departamento Postal de Estados Unidos identificaba como la «Lámpara del conocimiento», pero que a mí me parecía la lámpara de Aladino, por el muchacho de Las mil y una noches con la lámpara mágica, el anillo y los dos genios que le dan cualquier cosa que él les pida. Yo le habría pedido a un genio los más codiciados de todos los sellos norteamericanos: primero, el célebre sello de correo aéreo de veinticuatro centavos, emitido en 1918, cuyo valor se cifraba en 3.400 dólares, y en el que el avión representado en el centro, el caza Jenny Voladora del Ejército, está boca abajo; y luego los tres famosos sellos emitidos en 1901, cuando tuvo lugar la Exposición Panamericana, que también presentaban errores de impresión, con los centros invertidos, y que valían más de mil dólares cada uno.

En el sello verde del grupo de los educadores, sobre la imagen de la Lámpara del conocimiento, estaba Horace Mann; en el rojo de dos centavos, Mark Hopkins; en el violeta de tres, Charles W. Eliot; en el azul de cuatro, Frances E. Willard; en el marrón de diez centavos figuraba Booker T. Washington, el primer negro que apareció en un sello norteamericano. Recuerdo que, tras haber colocado el sello de Booker T. Washington en el álbum, al mostrarle a mi madre que había completado la serie de cinco, le pregunté:

–¿Crees que habrá alguna vez un judío en un sello?

–Probablemente –replicó ella–. Algún día, sí. Al menos, eso espero.

La verdad es que habrían de pasar veintiséis años más para que se lograra, y tendría que ser un judío de la categoría de Einstein.

Sandy ahorraba su asignación semanal de veinticinco centavos, más la calderilla que ganaba recogiendo nieve a paladas, rastrillando hojas y lavando el coche de la familia, hasta que tenía lo suficiente para ir en bicicleta a la papelería de la avenida Clinton, donde vendían material artístico y, durante varios meses, comprar carboncillo, papel de lija para afilarlo, papel carbón y el pequeño dispositivo metálico tubular por el que soplaba para aplicar la fina vaporización fijadora a fin de evitar que el carbón se emborronara. Tenía grandes sujetapapeles de pinza, un tablero de conglomerado, lápices amarillos Ticonderoga, gomas de borrar, blocs y papel de dibujo, un equipo que él guardaba en una caja de la tienda de alimentación, en el fondo del armario de nuestro dormitorio, y que mi madre no estaba autorizada a tocar cuando hacía limpieza. Su enérgica minuciosidad (heredada de nuestra madre) y su increíble perseverancia (heredada de nuestro padre) no hacían más que aumentar mi respeto reverencial por un hermano del que todo el mundo decía que estaba destinado a grandes cosas, mientras que la mayoría de los chicos de su edad no parecían destinados ni siquiera a comer a la mesa con otro ser humano. Yo era el buen hijo, obediente en casa y en la escuela, la tozudez en gran parte latente y la disposición a atacar pospuesta para más adelante, y, sin embargo, aún demasiado joven para conocer el potencial de la propia cólera. Y en ningún otro aspecto era yo menos intransigente que con él.

Cuando cumplió los doce años, a Sandy le regalaron una gran carpeta de cartón duro que se doblaba a lo largo de una juntura cosida y tenía fijados en el borde superior dos trozos de cinta, que él ataba en un lazo para mantener las hojas bien cerradas. La carpeta medía aproximadamente sesenta por cuarenta y cinco centímetros, y era demasiado grande para guardarla en un cajón del aparador de nuestro dormitorio o para apoyarla verticalmente contra la pared en el atestado ropero que los dos compartíamos. Le dieron permiso para guardarla, junto con sus blocs de dibujo de espiral, en posición horizontal debajo de la cama, y allí colocaba los dibujos que consideraba los mejores, empezando por su obra maestra de la composición, realizada en 1936, el ambicioso dibujo de nuestra madre que señalaba al Spirit of Saint Louis rumbo a París. Sandy tenía varios de gran tamaño del heroico aviador, a lápiz y a carboncillo, guardados en su carpeta. Formaban parte de una serie que estaba recopilando de norteamericanos destacados y que se concentraba sobre todo en las eminencias vivientes que más reverenciaban nuestros padres, como el presidente Roosevelt y su esposa, el alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, el presidente de Trabajadores Mineros Unidos, John L. Lewis, y la novelista Pearl S. Buck, galardonada con el premio Nobel en 1938 y cuyo retrato mi hermano había copiado de la sobrecubierta de uno de sus bestséllers. La carpeta contenía varios retratos de miembros de la familia, de los que al menos la mitad eran de nuestro único abuelo superviviente y de la abuela materna, a quien los domingos, cuando mi tío Monty la traía de visita, en ocasiones Sandy utilizaba como modelo. Bajo el influjo de la palabra «venerable», dibujaba todas las arrugas que podía encontrarle en la cara y cada nudo de sus dedos artríticos, mientras, tan obediente como lo había sido durante toda su vida, dedicada a fregar los suelos arrodillada y cocinar para una familia de nueve en una cocina de carbón, la menuda y rolliza abuela permanecía sentada en la cocina y «posaba».

Unos días después del programa radiofónico de Winchell, estábamos solos en casa cuando Sandy sacó de debajo de su cama la carpeta y la llevó al comedor. La abrió sobre la mesa, reservada para agasajar al Jefe y para las celebraciones familiares especiales, separó con cuidado el papel de calco que protegía cada dibujo y los alineó sobre la mesa. En el primero, Lindbergh llevaba el gorro de piloto con las correas sueltas colgando sobre cada oreja; en el segundo, el gorro estaba parcialmente oculto detrás de las gafas protectoras, alzadas hasta la frente; en el tercero no llevaba gorro, no había nada que le distinguiera como aviador, salvo la mirada inflexible fija en el lejano horizonte. Aquilatar el valor de aquel hombre, tal como Sandy lo había representado, no era difícil. Un héroe viril. Un valeroso aventurero. Una persona natural, de enorme fortaleza y rectitud combinadas con una peculiar carencia de emoción. Cualquier cosa menos un temible malvado o una amenaza para la humanidad.

–Va a ser presidente –me dijo Sandy–. Alvin dice que Lindbergh va a ganar.

Estas palabras me confundieron y asustaron de tal modo que fingí que mi hermano bromeaba y me eché a reír.

–Alvin se va a Canadá para ingresar en el ejército canadiense –siguió diciéndome–. Va a luchar con los británicos contra Hitler.

–Pero nadie puede derrotar a Roosevelt –repliqué.

–Lindbergh lo hará. América va a ser fascista.

Nos quedamos inmóviles, bajo el hechizo intimidante de los tres retratos. Nunca hasta entonces había tenido una sensación tan intensa de lo frágil que es uno a los siete años.

–No le digas a nadie que tengo estos dibujos –me pidió.

–Pero mamá y papá ya los han visto –repliqué–. Han visto todos tus dibujos. Y los demás también.

–Les he dicho que los rompí.

Nadie era más sincero que mi hermano. No era tranquilo porque fuese reservado y mentiroso, sino porque nunca se molestaba en portarse mal, así que no tenía nada que ocultar. Pero entonces algo externo había transformado el significado de aquellos dibujos, convirtiéndolos en lo que no eran, así que les dijo a nuestros padres que los había destruido y, al actuar así, él mismo se había convertido en lo que no era.

–Supón que los encuentran –le dije.

–¿Cómo los van a encontrar?

–No lo sé.

–Claro que no lo sabes. Tú mantén la boca cerrada y nadie descubrirá nada.

Obedecí a mi hermano por diversas razones, una de ellas la de que el tercero de los sellos de correos norteamericanos más antiguos que tenía (y que de ninguna manera podía romper y tirar) era un sello de correo aéreo de diez centavos, emitido en 1927 para conmemorar el vuelo transatlántico de Lindbergh. Era un sello azul, más o menos el doble de ancho que de alto, cuya imagen central, un dibujo del Spirit of Saint Louis volando hacia el este sobre el océano, le había proporcionado a Sandy el modelo para el avión del dibujo que celebraba su concepción. Junto al borde blanco a la izquierda del sello está la costa norteamericana, con las palabras «Nueva York» adentrándose en el Atlántico, y junto al borde de la derecha las costas de Irlanda, Gran Bretaña y Francia, con la palabra «París» en el extremo de un arco de puntos que indica la trayectoria del vuelo entre las dos ciudades. En lo alto del sello, directamente debajo de las letras blancas que componen vigorosamente la frase CORREOS DE ESTADOS UNIDOS, figuran las palabras «LINDBERGH-CORREO AÉREO» en un tipo de letra algo más pequeña pero, desde luego, lo bastante grande para que pueda leerlo un niño de siete años con vista perfecta. El sello valía ya veinte centavos en el Catálogo oficial de sellos de correo de Scott, y lo que comprendí de inmediato fue que su valor no haría más que aumentar (y con tal rapidez que se convertiría en mi posesión más preciada) si Alvin tenía razón y ocurría lo peor.

Durante los largos meses de vacaciones, jugábamos en la acera a un nuevo juego llamado «Declaro la guerra», utilizando una pelota de goma barata y un trozo de tiza. Con la tiza trazabas un círculo de metro y medio o dos metros de diámetro, dividido en tantos segmentos, a modo de porciones de pastel, como jugadores participaban, y anotabas en cada porción el nombre de uno de los diferentes países extranjeros que habían salido en los noticiarios durante el año. A continuación, cada jugador elegía «su» país y se colocaba a horcajadas en el borde del círculo, con un pie dentro y el otro fuera, de modo que, cuando llegara el momento, pudiera emprender una huida precipitada. Entretanto, un jugador designado, con la pelota en alto, anunciaba lentamente, con una cadencia inquietante: «Declaro… la… guerra… a…». Había una pausa cargada de suspense, y entonces el chico que declaraba la guerra hacía botar la pelota en el suelo al tiempo que gritaba «¡Alemania!» o «¡Japón!» u «¡Holanda!» o «Italia!» o «¡Bélgica!» o «¡Inglaterra!» o «¡China!», a veces incluso «¡Estados Unidos!», y todo el mundo echaba a correr excepto el niño contra el que se había lanzado el ataque por sorpresa. Su tarea consistía en hacerse con la pelota cuando rebotaba, tan rápido como pudiera, y gritar: «¡Alto!». Todos los que ahora estaban aliados contra él debían detenerse, y el país en cuestión iniciaba el contraataque,

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