Making of

Óscar Aibar

Fragmento

LOS AMOS DEL MUNDO

LOS AMOS DEL MUNDO

–Se reúnen una vez al año. Siempre eligen grandes hoteles en lugares aislados como campos de golf situados en las afueras de pueblos más o menos grandes. Ellos mismos llevan su propia seguridad y se encargan del transporte. Los invitados suelen llegar en aviones privados a los aeropuertos más cercanos y muchas veces en helicóptero. Lo normal es que todo pase en una semana y que ninguno de ellos salga del hotel para que nadie pueda verles, pero claro, la gente de los alrededores se mosquea ante tanto despliegue de coches y de agentes. Piensan que se trata de una cumbre internacional de políticos o algo así, pero claro, al pasar los días comprueban que no sale nada ni en la televisión ni en los periódicos y se hacen preguntas. Ellos suelen acallar los rumores con regalos y donativos a los peces gordos locales, pero es inevitable que se produzca alguna filtración. Por eso la gente normal, la gente como nosotros, llega a enterarse. Tengo un amigo que arregla cochecitos de golf en Sintra, una ciudad de Portugal, y que se pudo acercar mucho al hotel en la reunión de hace cuatro años. Vio a algunos de ellos pero en un principio no los reconoció, claro, porque casi nunca hay políticos ni famosos. Suelen ser banqueros y presidentes de grandes corporaciones que no figuran en ningún sitio. ¿Y sabes por qué? Porque ellos están por encima de todas esas cosas: de los medios de comunicación y de los gobiernos. Precisamente las reuniones sirven para eso, para nombrar a los presidentes y a los ministros. También deciden cuáles van a ser los problemas con los que van a distraer al mundo el próximo año para que no piense en los asuntos verdaderamente importantes. Como grandes ilusionistas, nos hacen mirar a una mano donde ponen las guerras, las plagas y los atentados mientras que con la otra se reparten el pastel. Yo he pensado mucho en ello, ¿sabes?, y he llegado a la conclusión de que hay algo más, de que no puede ser solo eso.

Hasta ese momento, el tío había estado bastante simpático. Incluso había llegado a hacerme creer que era una persona normal, no como las que suelen dedicarse a organizar este tipo de cosas. Me lo había imaginado llevando a cenar a su novia a una pizzería un sábado por la noche y contando chistes guarros en el trabajo. Pero después de soltarme todo el rollo, cuando han llegado los postres, me mira fijamente a los ojos y me coge del brazo con fuerza.

–Yo creo que son lagartos.

Después de la cena caminamos por el pueblo hasta mi hotel, que en realidad es un hostal cutre situado frente a una gasolinera, en la carretera general. Durante todo el trayecto, el tipo sigue desarrollando con pasión su teoría de la conspiración de lagartos extraterrestres. Mientras habla finjo interés, pero en realidad solo ando y miro a mi alrededor.

Por la noche las calles me parecen todavía más tristes que antes. Cuando hace unas horas, todavía de día, bajé del tren, el organizador me había acompañado a dejar la maleta en recepción y luego había conducido hasta el centro por las calles más importantes. Entonces me había dado la impresión de que Alcantarilla era un sitio marrón y rancio, justo con ese tamaño intermedio que hace de muchas poblaciones lugares anodinos que no tienen ni el entrañable aroma a mierda de vaca y leña de las aldeas, ni el excitante sabor a neón y caos de las grandes ciudades. Ahora, bajo la luz de las escasas farolas, todo aquello tenía aún un aire más tétrico, casi postnuclear.

–Estamos encantados de que hayas venido, de verdad. Somos un festival pequeño, pero el ambiente es muy bueno, muy familiar. Aquí no hay alfombras rojas, pero tenemos migas y zarangollos –dijo al llegar al hostal, después de cruzar la carretera.

Sonrío.

–La proyección es por la tarde. Así es que tienes toda la mañana para conocer esto. Si te hacen pagar en el Museo de la Huerta les dices que eres del festival y te dejan pasar –añade.

Le doy las gracias y nos despedimos. Veo su figura atravesar de nuevo el asfalto como un kamikaze, mientras suena el bocinazo de un camión.

La habitación es grande e intenta imitar el minimalismo de los NH, pero el hecho de que cada uno de los tres muebles sea de su padre y de su madre, además del gotelé rosa, dan al traste con el intento. Dejo la maleta en el suelo y me tumbo en la cama. Va a ser difícil dormir con el zumbido del tráfico.

Delante de mí hay un cuadro en formato panorámico de un ciervo devorado por unos perros. Es muy malo, las cabezas son desproporcionadamente grandes y las patas están mal dibujadas. La ineptitud del autor para los escorzos ha conseguido que las extremidades parezcan adoptar posturas imposibles dando la impresión de que los perros tienen los huesos rotos o algo así. La composición es igualmente desastrosa. El artista ha corrido el grupo principal a la izquierda para que se vea un lago que hay al fondo del valle, pero más que un lago parece una mancha blanca, demasiado blanca, que se viene a primer término arruinando cualquier efecto de lejanía.

Miro hacia la otra pared y hay otro cuadro. Éste es aún más inquietante. Se trata del retrato de un payaso. Es mucho más pequeño que el anterior, pero llama mucho más la atención por sus colores estridentes. Parece haber sido dibujado por un retrasado mental sosteniendo los pinceles con los pies. Me recuerda una de aquellas felicitaciones que Artis Mutis dejaba en casa por Navidad.

No puedo dejar de mirar los cuadros y apago la luz, pero los focos de los camiones que pasan los iluminan fugazmente y dan todavía más miedo. Me levanto y cierro las cortinas. Me tumbo de nuevo e intento pensar en otras cosas.

Pero no puedo, sé que están ahí.

Abro la maleta, me doy una ducha, descuelgo los cuadros y los meto en el armario. Me acuesto y aun así siento una profunda angustia por estar aquí. No debería haber venido, pero ahora es ya demasiado tarde. Además, por si todo esto fuese poco, mañana tendré que volver a ver la película.

EL BOTÓN DE LA RISA

EL BOTÓN DE LA RISA

Sí, ahí estaba yo. Joven, con quince años menos, chulo y descreído. Convencido de que el mundo era un pastel de tres pisos que me había de comer rápidamente y sin masticar, antes de que lo hicieran otros.

Esperábamos sentados a la barra del bar del hotel Rívoli, en las Ramblas. Alfonso, el productor, se levantó de repente y caminó hacia el teléfono que había en el vestíbulo.

–Voy a llamar ya. No puedo más –dijo.

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